EL ENCUENTRO DE JESÚS CON EL OFICIAL
ROMANO.
"Merece
que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha
construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.
En
aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar a la gente, entró en Cafarnaúm.
Había allí un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado
muy querido. Cuando le dijeron que Jesús estaba en la ciudad, le envió a
algunos de los ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su
criado. Ellos, al acercarse a Jesús, le rogaban encarecidamente, diciendo:
"Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta
nos ha construido una sinagoga". Jesús se puso en marcha con ellos.
Para
la cultura religiosa judía entrar en la casa de un pagano era causa de
impureza, pero este hombre que era un
oficial romano, al darse cuenta que Jesús estaba en la ciudad, envío a
unos mediadores entre él y Jesús. Estos ancianos podían ser de los sacerdotes o
de los maestros de la Ley, van y le ruegan con insistencia: : "Merece que
le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido
una sinagoga". Con mucha disponibilidad Jesús se puso en camino. Esto nos
recuerda a la intercesión de los santos en la Iglesia que interceden ante
Jesucristo por las necesidades del Pueblo de Dios. Pablo en la carta a Timoteo
hace lo mismo: interceder por los demás: Te ruego, hermano, que ante todo se
hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracias por todos los
hombres, y en particular, por los jefes de Estado y las demás autoridades, para
que podamos llevar una vida tranquila y en paz, entregada a Dios y respetable
en todo sentido.(1 de Tim 2, 1- 8)
El
oficial romano envió dos comisiones, la primera era de Ancianos, la segunda era
de amigos: Cuando ya estaba cerca de la casa, el oficial romano envió unos
amigos a decirle: "Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que tú
entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte.
Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano. Porque yo,
aunque soy un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes y le digo a uno:
'¡Ve!', y va; a otro: '¡Ven!', y viene; y a mi criado: '¡Haz esto!', y lo
hace".
El
oficial romano era un hombre muy prudente, trataba de evitarle a Jesús el
problema de que la gente hablara mal de Jesús al decir: ¿Qué clase profeta es
ese, que ha entrado en la casa de un pagano?. “Basta con que digas una sola
palabra y mi criado quedará sano.” Tenía confianza que Jesús lo podía sanar
desde lejos. Creía en el poder de Jesús. La prudencia es el quicio de todas las
virtudes; sin ella no hay justicia ni templanza
ni fortaleza ni piedad ni amor fraterno y caridad. ( 2 de Pe 1, 5- 8)
Así como yo tengo autoridad sobre mis criados y subalternos, “Tú tienes poder
sobre la enfermedad y sobre los demonios”.
Al
oír esto, Jesús quedó lleno de admiración, y volviéndose hacia la gente que lo
seguía, dijo: "Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan
grande". Los enviados regresaron a la casa y encontraron al criado
perfectamente sano. (Lc 7, 1-10)
¿Qué había en la fe de este hombre,
que Jesús lleno de admiración alaba al oficial romano? Había por encima de todo “Humildad”. Recordemos que el
peor enemigo de la fe es la soberbia. El hombre soberbio dice: “No amaré, no
serviré y no obedeceré”. Y este hombre era un servidor del pueblo al que
ayudaba por eso la gente o quería. Donde hay humildad, hay fe, es lo que
precede a la fe, hay esperanza y confianza. La esperanza nace en un corazón humilde
y sencillo, en cambio la soberbia está a la raíz de todo pecado. La humildad,
la mansedumbre y la sencillez son las raíces de la fe. Sin ellas la fe queda
vacía (Snt 2, 14- 17)
La
fe es la respuesta que el hombre da a la Palabra de Dios, a la Voluntad de
Dios. Por eso sin la fe nada le agrada a Dios (Heb 11, 6) La fe sincera es
inseparable de la humildad, de la esperanza y del amor. Un culto a Dios sin
amor no es agradable a Dios (Is 1, 15- 16; Mt 7, 2- 23) La fe y el amor son inseparables
(Ga 5, 6) Las dos son como el padre y la madre de todas las virtudes que son “Lámparas
de luz”, “Armadura de Dios”. Para revestirnos de Jesucristo ( Rm 13, 12. 14).
Toda Eucaristía se comienza pidiendo perdón de nuestros pecados para encender
las lámparas que estaban apagadas.
La
liturgia de la Iglesia, en cada Eucaristía, nos recuerda las palabras del oficial
romano a Jesús: “No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
basta para sanarme”. Palabras que nos recuerdan que recibir al Señor en la
Eucaristía no es un derecho, no es un privilegio, es un don Jesús para los
creyentes que confían en él, lo obedecen y lo aman. Nos podemos hacer entonces
una pregunta: ¿Qué es la humildad?.
En
Dios, el Humilde, la humildad es positiva, es darse, donarse y entregarse, tal
como lo dice Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para
que todo el que crea en él tenga vida eterna”.(Jn 3, 16) Pablo nos habla de la
humildad de Jesús: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. (Flp 2, 6- 8)
Y,
¿Para nosotros que es la humildad? Para nosotros la humidad es negativa. Es negarnos, es
Cruz para morir al egoísmo, a la soberbia, a la mentira, a la envidia, para
poder darnos, entregarnos y servir a Dios y a los demás. El hombre humilde tiene
siempre la disponibilidad para hacer la voluntad de Dios (Mt 6, 9) Para salir
de sí mismo para ir a servir a sus hermanos, y disponibilidad de morir por
hacer las otras dos, la voluntad de Dios y el servicio a los demás. No así el orgulloso
que se niega a servir a Dios y a los hombres, y cuando ora, exige y reclama
como el fariseo (Lc 18, 11) La Humildad es inseparable del amor y del
agradecimiento, todo lo bueno que posee lo ha recibido de Dios y por está
siempre disponible para servir y para compartir los dones que ha recibido de
Dios.
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