SABEMOS QUE A LOS QUE AMAN A DIOS TODO LES SIRVE PARA EL BIEN.

 


SABEMOS QUE A LOS QUE AMAN A DIOS TODO LES SIRVE PARA EL BIEN.

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito; para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna(Jn 3, 16)

Al Señor le agradó que Salomón hubiera pedido aquello, y Dios le dijo: «Por haber pedido esto y no haber pedido para ti vida larga ni riquezas ni la vida de tus enemigos, sino que pediste discernimiento para escuchar y gobernar, te cumplo tu petición: te doy un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti.» (1 de Re 3, 8- 12)

Para la Biblia, hombre inteligente es el que sabe vivir con los demás; sabio es el que sabe amar, hacer el bien. Los dos hombres tienen una pizca o mucho de sabiduría, pueden distinguir entre lo que es bueno y lo que es lo malo, más aún pueden rechazar el mal y pueden con alegría hacer el bien. El hombre es feliz, en la medida que se realice, y se realiza cultivándose, así mismo con otros y para otros. El hombre se realiza amando y sirviendo, ayudando y compartiendo  sus dones que crecen con el uso de su ejercicio.

Todo hombre es buscador. ¿Qué busca? Busca razones para sentirse bien, lo que busca es la felicidad, y más en el fondo lo que busca es a Dios. ¿Podrá el hombre encontrar a Dios? Sí, se puede, si lo busca de todo corazón (Jer 29, 13) Si creemos y lo amamos, podemos encontrarlo, porque él se hace el encontradizo: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4, 16) Recordemos lo que Pablo nos dice: “Lo que uno siembre, eso cosechará. El que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna”. (Ga 6, 8)

La felicidad es Meta para todo hombre, pero, todo aquel que la busca directamente, no se deja encontrar por nadie. No se le busca, se le encuentra. ¿Dónde y cómo? Realizándose como persona valiosa y digna, encontrando el sentido de la vida y realizándolo, en el Amor y en el Servicio. El sentido de la vida es el Amor: No nos cansemos de practicar el bien; que a su tiempo cosecharemos si no desmayamos. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a los miembros de la Iglesia. (Ga 6, 9-10) Porque nadie vive para sí mismo, vive para Dios y para los demás (Rm 14, 8)

Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó. Romanos (8,28-30).

Elegidos por amor para estar en su presencia santos y elegidos por amor para ser santos e inmaculados por el amor (Ef 1, 4) Destinados a ser adoptados como hijos de Dios por medio de Jesucristo (Ef 1,5) Esa es nuestra vocación: la libertad y la santidad. Ni una ni la otra, se improvisas, no se consiguen de un día para otro. Son un camino de subida hacia la altura y supone esfuerzo y trabajo personal. Es sólo para esforzados que tienen fuerza de voluntad y saben perseverar sin volver atrás.

Pablo nos da tres palabras: La vocación, la justificación y la glorificación. La primera nos llama a salir del exilio, de la tierra de la servidumbre y de la esclavitud. Salir del pecado que nos priva de la gloria de Dios (Rm 3, 21) En la predicación de Jesús, es lo primero que nos llama: arrepentirse y a convertirse (Mt 4, 17) El que escucha la Palabra, se levanta y se pone en camino de éxodo hacia la tierra prometida encuentra el perdón, la paz y la reconciliación, es decir: la justificación. Recibe el perdón de sus pecados y el don del Espíritu Santo, un verdadero Nacimiento en el Reino de Dios. Y ¿ahora qué sigue? El primer paso fue la Iluminación para ver distinguir lo que es bueno y lo que es lo malo. Después sigue la separación, es romper con el pecado. (1 de Jn 1, 8) Guardar los mandamientos de la Ley de Dios. (1 de Jn 2, 3) Guardarse del mundo (1 de Jn 2, 15) y Guardarse de los falsos profetas (1 de Jn 2, 18) Que Pedro lo encierra en sólo versículo: Rechazad, por tanto, toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias.( 1 de Pe 2, 1)

El tercer paso es la Ornamentación (Gn 1, 1 ss) Cultivar los frutos de la fe, para eso, dice el apóstol: “Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es bueno”. (1 de Pe 2, 2- 3) El alimento es la Palabra de Dios y la Oración para poder crecer y caminar, es decir, practicar el bien y cultivar las virtudes. La bondad, la verdad, la justicia (Ef 5, 9) La mansedumbre, la humildad, la misericordia (Col 3, 12) La fe, la esperanza y la caridad (1 de Ts 1, 3). Jesús hizo de la voluntad de Dios la delicia de su corazón (Jn 4, 34) Para nosotros la voluntad de Dios es que creamos en Jesús y que nos amemos unos a los otros. ( 1 de Jn 3, 23)

Después de la vocación y la justificación sigue la glorificación. ¿Cómo? Dando frutos de vida eterna, caminando con Jesús, trabajando y sirviendo con Jesús. Siendo sus discípulos: Y a todos les decía: «Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de Mí, ese la salvará.(Lc 9, 23) Este es el camino para reproducir la imagen de Jesús, y llegar a tener sus mismos sentimientos, (Flp 2, 5) y vivir así, en el reino de Dios. Un Reino de Unidad fraterna, de paz, justicia y amor. En él hay una preocupación mutua, reconciliación continua y un compartir permanente.

Pasamos de ser creyentes en discípulos de Jesucristo, en hijos de Dios, hermanos de los otros y en servidores de todos.

¡La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! La bendición, y la gloria, y la sabiduría, y la acción de gracias, y el honor, y el poder, y la fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén. (Ap 7, 10. 12)

 

 

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