NO DEVOLVÁIS MAL POR MAL O INSULTO POR
INSULTO.
Procurad todos tener un mismo pensar y un mismo sentir: con afecto fraternal,
con ternura, con humildad. No devolváis
mal por mal o insulto por insulto; al contrario, responded con una
bendición, porque vuestra vocación mira a esto: a heredar una bendición. (1Pe
3, 8-9)
Podemos
hablar de cuatro bendiciones: La Elección, la Filiación, la Redención y la
Santificación. Las cuatro entran en una: “Cristo es nuestra Bendición”. Él es
nuestra herencia (Rm 8, 17) Por la fe eclesial nos apropiamos de nuestra
herencia, desde el mismo día de nuestro bautismo al ser incorporados y
revestidos de Cristo (Gál 3, 26) El día de nuestro bautismo nos apropiamos de
las Bendiciones y de los frutos de la redención de Cristo. “El perdón, la paz,
la resurrección y el don del Espíritu Santo.”
Ahora
a vivir nuestro bautismo, ¿Cómo podemos hacerlo? Viviendo en comunión con Dios
y con los miembros del Cuerpo de Cristo; en reconciliación con todos y
compartiendo siempre los dones del Señor. Como hijos de Dios, como hermanos de
los otros y como servidor de todos. Por lo que el apóstol Pedro nos recomienda:
Procurad, preocúpense unos por los otros: Qué nadie se encuentre sin la gracia
de Dios (Heb 12, 15) Qué todos crezcan en la fe, esperanza y caridad. Qué todos
tengan los mismos pensamientos, sentimientos, criterios, intereses y luchas de
Cristo Jesús (cf Flp 2, 5)
“Con
afecto fraternal, con ternura, con humildad”. El amor fraterno es la Casa del
Espíritu Santo. La ternura es la compasión y la humildad es la raíz de la fe. Sin
humildad no hay amor ni compasión. Lo mismo de Pedro lo dice el apóstol Pablo: “Así,
pues, os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de
amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que
colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo
espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por
vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como
superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los
demás”. (Flp 2, 1- 4)
Con
pocas palabras Mateo nos propone el criterio de oro: “Por tanto, todo cuanto
queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque
ésta es la Ley y los Profetas”. (Mt 7, 12) Juan encierra en una sola palabra lo
mismo: “Amense” Para esto hay que aborrecer el mal y amar apasionadamente el
bien (Rm 12, 9) Y con el bien vencer el mal (Rm 12, 21) Existen tres virtudes
que son inseparables: la piedad, el amor fraterno y la caridad ( 2 de Pe 1, 7)
La piedad es la virtud que nos enseña a vivir en comunión con Dios y con los
demás. El amor fraterno pide preocuparse por los hermanos, reconciliarse
siempre con ellos y compartir permanentemente con ellos. Y la caridad implica a
las otras dos: amar es darse, es donarse es entregarse. La caridad es paciente
y es servicial (1 de Cor 13, 4) Las tres brotan y nacen de una fe sincera, de
un corazón limpio y de una conciencia recta (1 de Tim 1, 5) Es una vida a la
que Pablo le llama: “Vivir en el Espíritu” (Gál 5, 25) O “Vivir en Cristo” (Ef
3, 17) Lo contrario es vivir en la carne que no es grata a Dios (Rm 8, 8) Es
una vida mundana y pagana (1 de Jn 2, 15)
Recordemos
la parábola de los dos árboles: “Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero
el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos,
ni un árbol malo producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es
cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis”. (Mt 7,
17- 20) El árbol bueno es el hombre justo que hace el bien, guarda los
mandamientos y guarda la Palabra de Dios (Jn 14, 21. 23) Es que tiene una fe
viva, una esperanza cierta y caridad ardiente:
Bendito
sea aquel que fía en Yahveh, pues no defraudará Yahveh su confianza. Es como
árbol plantado a las orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus
raíces. No temerá cuando viene el calor, y estará su follaje frondoso; en año
de sequía no se inquieta ni se retrae de dar fruto. (Jer 17, 7- 8) Es el que
hace de la Palabra de Dios la delicia de su corazón; (Jn 4, 34) es Norma para
su vida; (Flp 1, 29) es luz en su camino; (Jn 8, 12) es su comida y su bebida
(Jn 6, 55). En el corazón donde habita la Palabra con toda su riqueza (Col 3,
14) No hay lugar para los miedos, las esclavitudes, los complejos de culpa o de
inferioridad, porque dice la Escritura que no hemos recibido espíritu de
esclavitud, sino de amor, fortaleza y dominio propio (2 de Tim 1, 7) La Palabra
nos deja la fe, la luz, el poder y la misericordia, para que perdonemos como el
Señor nos ha perdonado a nosotros (cf Mt 6, 9) Nos cambia la manera de pensar,
la manera de hablar y la manera de mirar. Vamos aprendiendo a vivir como Jesús:
Pero Yahveh dijo a Samuel: «No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo
le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el
hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón.» (1 de Sm 16, 7)
El
que no tiene la mirada de Jesús, piensa y decide a la luz de la mentira: piensa
que vale por lo que tiene o por su físico. Juzga a los demás por los trapos que
traen encima, por el carro que poseen, por sus cuentas bancarias, no es capaz
de penetrar los corazones, porque está ciego o corto de vista. No así el que
tiene la mirada de Jesús, puede y se valora por lo que es y no por lo que
tiene, reconoce su dignidad personal y la dignidad de los otros. Los acepta y
los respeta, carga con sus debilidades y camina con ellos.
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