Pues Dios tuvo a bien hacer residir
en él toda la Plenitud y reconciliar por él y para él todas las cosas (Col 1, 19-20)
Iluminación. Pacificando,
mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos.
Pacificar
es ponernos en paz, mediante la reconciliación que Dios ha realizado en Cristo
en virtud de su sangre, Cristo ha reconciliado a los hombres con Dios y entre ellos. En la
carta a los efesios, otra de las cartas de la cautividad, el Apóstol Pablo, proclama
esta hermosa Noticia: “Porque él es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los
separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos
con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo,
haciendo la paz” (Ef 2, 14- 15) Cristo ha destruido el muro de odio que
separa a los hombres: judíos y gentiles, enemigos entre ellos y también con
Dios. Tanto, los gentiles como los judíos estaban muertos por el pecado; los
gentiles por idolatras y los judíos por violar la Ley de Sanaí (cf Ef 2, 1- 3)
Mientras que Cristo destruye los muros que separan y alejan, los hombres, somos
especialistas en levantar muros y murallas para separarnos entre nosotros.
Muros de odio, de violencia, agresividad, miedo, envidia….
Volviendo a la carta a
los Colosenses el Apóstol nos describe la situación de aquellos días y los de
ahora: “Y a vosotros, que en otro tiempo
fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha
reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para
presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de El” (Col 1, 22)
El Apóstol habla de dos tiempos: el antes de conocer a Cristo y después del
encuentro con Él: “Porque en otro tiempo
fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la
luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad.”
(Ef 5, 8-9) Las tinieblas son los muros del pecado: la mentira, el odio,
las injusticias; mientras que por la fe en Cristo, somos luz, y los lazos que
nos unen son la verdad, la caridad, la justicia que nos llevan a la paz, a la
armonía, a la reconciliación. Reconciliarse es volver a ser amigos, padres,
esposos, hermanos, vecinos, y sobre todo, hijos de Dios.
Es Dios quien nos
reconcilia, nos libera, nos une nos perdona y nos hace una nueva Creación (2
Cor 5, 17) A nosotros, lo que nos corresponde es dejarnos reconciliar para
entrar en el camino de la fe y hacernos Familia, Pueblo, Reino y Comunidad
fraterna. Tal como lo dice el Apóstol: “Mas
ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis
llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que
de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad,
anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear
en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar
con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo
muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: = paz a vosotros que estabais
lejos, y paz a los que estaban cerca. = Pues por él, unos y otros tenemos libre
acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios,
edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la
piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva
hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros
estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu.
(Ef 2, 13- 22)
¿Cuál
es la experiencia que hemos tenido al encontrarnos con Cristo? ¿Basta con decir
que ya tenemos fe y que ya estamos reconciliados con Dios?
El Apóstol Pablo nos exhorta a crecer en la fe y dar frutos, llamados también
frutos del Espíritu Santo (cf Gál 5, 22) Razón la que nos invita a rechazar las
tinieblas y a cubrirnos con la Luz: “Huye de las pasiones juveniles. Vete al
alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que
invocan al Señor con corazón puro.” (2 Tim 2, 22) Nos exhorta a tener una
fe firme, férrea y fuerte con un crecimiento integral que abarca las
dimensiones del amor tal como lo dice en la carta a los efesios: “que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con
todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad,
y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis
llenando hasta la total Plenitud de Dios.” (Ef 3, 17- 19)
Tal como lo describe en
la carta a los Colosenses: “Con tal que
permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la
esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura
bajo el cielo y del que yo, Pablo, he llegado a ser ministro.” (Col 1, 23)
La clave para estar firmes en la fe es adquirir con la gracia del Espíritu
Santo y nuestros esfuerzos “Una voluntad firme, férrea y fuerte, de acuerdo a
las palabras del Apóstol: “Por lo demás,
fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de
Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo.” (Ef 6, 10- 11) La
fortaleza es una virtud muy difícil de poseerla; no aparece de la noche a la mañana.
Requiere de la gracia de Dios y esfuerzos, renuncias, sacrificios y una intensa
oración íntima, cálida, humilde y agradecida.
Lo primero es ayudar a la fe a
crecer hacia abajo para adquirir un corazón pobre sencillo y humilde en que
pueda nacer y crecer la “esperanza” que nace de la fe. La raíces de la fe son
la humildad, la mansedumbre y la misericordia (Col 3, 12) Sin estas raíces
nuestra fe sería mediocre, superficial y vacía. En segundo lugar la fe pide
crecer hacia dentro, hacia el corazón para llenarlo con la fortaleza, la
sencillez, la pureza de corazón, el amor y la santidad. Tal como lo dice la Escritura:
“Os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para
presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él” (Col 1, 22: cf
Ef 1, 4) En tercer lugar la fe pide crecer hacia fuera para amar y servir a los
hermanos: su fuerza es el amor fraterno: “La fe madura es la caridad” (Gál 5,
6) Una fe que se comparte, que vive de encuentros con Dios y con los demás e ir
a ellos con actitudes fraternas, solidarias y serviciales. (cf Snt 2, 14) En
cuarto lugar nos invita a dar orientación a nuestra vida hacia Dios, hacia la
Plenitud en Cristo: “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez
de la plenitud de Cristo.” “Para que no seamos ya
niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a
merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error”
(cf
Hb 12, 2; Col 2, 9; Ef 4, 13- 14)
El crecimiento en la fe
hacia arriba nos ayuda a crecer en “Confianza” en “Obediencia a la Palabra” en “Amor y pertenencia a Cristo” “Seguir a Cristo
y para ser levantados con Él.” Sólo entonces llevaremos una vida consagrada a
Dios en amor y servicio al “prójimo,” El Modelo a seguir es Jesús que nos
invita a sumergir nuestra vida en la Voluntad del Padre: “Cuando ustedes oren,
digan siempre: Padre nuestro que estás en los cielos: “Qué tu Nombre sea
santificado” “Qué tu Reino este en nuestro corazón” “Y qué abracemos tu
Voluntad” para que seamos instrumentos de tu Paz y de tu Amor y llamarnos con
gratuidad “hijos de Dios y hermanos de los hombres (cf Mt 5, 9)
El camino de la fe está
lleno de experiencias, pruebas, combates, tentaciones y crisis en las que se
tiene que discernir y decidir aceptar la voluntad de Dios y someterse a ella.
Se avanza con alegría, optimismo y positivismo, es decir, se camina con
Esperanza, y conducidos por ella hacia los terrenos del amor. El Amor derramado
en nuestros corazones con el don del Espíritu Santo que hemos recibido, con la
“fuerza de Dios” nos vamos despojando del equipaje y del sobrepeso que nos
impide avanzar en el crecimiento de la fe y en la madurez en Cristo. “Por eso, también yo, al
tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestra caridad para
con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis
oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria,
os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente,
iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza
a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él
en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con
nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que
desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su
diestra en los cielos” (Ef 1, 15- 20) Sabiduría, revelación, entendimiento, fortaleza. Cuatro
dones del Espíritu Santo necesarios para que comprendamos y alcancemos la
“soberana grandeza de su Gloria”. ¿De qué se trata? ¿Cuál es la herencia de los
santos? ¿Qué es lo que Dios nos promete?
¿Qué espíritu nos
conduce? ¿Realmente anhelamos lo que Dios nos promete? “En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues
no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él,
para ser también con él glorificados.” (Rm 8, 14- 17)
¿Obedecemos lo que Dios nos manda? El Apóstol Pablo nos
motiva a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios: “Por esto te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti
por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un
espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza.” (2 Tim 1,
6- 7)
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