ENVIADOS A ANUNCIAR EL EVANGELIO DEL
REINO DE VIDA
Documento de Aparecida (Cap. 4)
143. Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, con
palabras y acciones, con su muerte y resurrección, inaugura en medio de
nosotros el Reino de vida del Padre, que alcanzará su plenitud allí donde no
habrá más “muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, porque todo lo antiguo ha
desaparecido” (Ap 21, 4). Durante su vida y con su muerte en cruz, Jesús
permanece fiel a su Padre y a su voluntad (cf. Lc 22, 42). Durante su
ministerio, los discípulos no fueron capaces de comprender que el sentido de su
vida sellaba el sentido de su muerte. Mucho menos podían comprender que, según
el designio del Padre, la muerte del Hijo era fuente de vida fecunda para todos
(cf. Jn 12, 23-24).
El misterio pascual de Jesús es el acto de obediencia y amor
al Padre y de entrega por todos sus hermanos, mediante el cual el Mesías dona
plenamente aquella vida que ofrecía en caminos y aldeas de Palestina. Por su
sacrificio voluntario, el Cordero de Dios pone su vida ofrecida en las manos
del Padre (cf. Lc 23, 46), quien lo hace salvación “para nosotros” (1 Co 1,
30). Por el misterio pascual, el Padre sella la nueva alianza y genera un nuevo
pueblo, que tiene por fundamento su amor gratuito de Padre que salva.
144. Al llamar a los suyos para que lo sigan, les da un
encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (cf.
Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo
hace partícipe de su misión, al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y
hermano. De esta manera, como Él es testigo del misterio del Padre, así los
discípulos son testigos de la muerte y resurrección del Señor hasta que Él
vuelva. Cumplir este encargo no es una tarea opcional, sino parte integrante de
la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación
misma.
145. Cuando crece la conciencia de pertenencia a Cristo, en
razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el ímpetu de
comunicar a todos el don de ese encuentro. La misión no se limita a un programa
o proyecto, sino que es compartir la experiencia del acontecimiento del
encuentro con Cristo, testimoniarlo y anunciarlo de persona a persona, de
comunidad a comunidad, y de la Iglesia a todos los confines del mundo (cf. Hch
1, 8).
146. Benedicto XVI nos recuerda que: El discípulo,
fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar
la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. Discipulado y misión son como las dos caras de una misma medalla:
cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al
mundo que sólo Él nos salva (cf. Hch 4, 12). En efecto, el discípulo sabe que
sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro. Esta es la
tarea esencial de la evangelización, que incluye la opción preferencial por los
pobres, la promoción humana integral y la auténtica liberación cristiana.
147. Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy
diversas: hombres y mujeres, pobres y ricos, judíos y extranjeros, justos y
pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy sigue invitando a
encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo, el discípulo misionero ha de
ser un hombre o una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre,
especialmente a los pobres y pecadores.
148. Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia
la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso, la
santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso,
tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos,
sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de
la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual.
ANIMADOS POR EL ESPÍRITU SANTO
149. Jesús, al comienzo de su vida pública, después de su
bautismo, fue conducido por el Espíritu Santo al desierto para prepararse a su
misión (cf. Mc 1, 12-13) y, con la oración y el ayuno, discernió la voluntad
del Padre y venció las tentaciones de seguir otros caminos. Ese mismo Espíritu
acompañó a Jesús durante toda su vida (cf. Hch 10, 38). Una vez resucitado,
comunicó su Espíritu vivificador a los suyos (cf. Hch 2, 33).
150. A partir de Pentecostés, la Iglesia experimenta de
inmediato fecundas irrupciones del Espíritu, vitalidad divina que se expresa en
diversos dones y carismas (cf. 1 Co 12, 1-11) y variados oficios que edifican
la Iglesia y sirven a la evangelización (cf. 1 Co 12, 28- 29). Por estos dones
del Espíritu, la comunidad extiende el ministerio salvífico del Señor hasta que
Él de nuevo se manifieste al final de los tiempos (cf. 1 Co 1, 6-7). El
Espíritu en la Iglesia forja misioneros decididos y valientes como Pedro (cf.
Hch 4, 13) y Pablo (cf. Hch 13, 9), señala los lugares que deben ser
evangelizados y elige a quiénes deben hacerlo (cf. Hch 13, 2).
151. La Iglesia, en cuanto marcada y sellada “con Espíritu
Santo y fuego” (Mt 3, 11), continúa la obra del Mesías, abriendo para el
creyente las puertas de la salvación (cf. 1 Co 6, 11). Pablo lo afirma de este
modo: “Ustedes son una carta de Cristo redactada por ministerio nuestro y
escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo” (2 Co 3, 3). El mismo
y único Espíritu guía y fortalece a la Iglesia en el anuncio de la Palabra, en
la celebración de la fe y en el servicio de la caridad, hasta que el Cuerpo de
Cristo alcance la estatura de su Cabeza (cf. Ef 4, 15-16). De este modo, por la
eficaz presencia de su Espíritu, Dios asegura hasta la parusía su propuesta de
vida para hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, impulsando la
transformación de la historia y sus dinamismos. Por tanto, el Señor sigue
derramando hoy su Vida por la labor de la Iglesia que, con “la fuerza del
Espíritu Santo enviado desde el cielo” (1 P 1, 12), continúa la misión que
Jesucristo recibió de su Padre (cf. Jn 20, 21).
152. Jesús nos transmitió las palabras de su Padre y es el
Espíritu quien recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26).
Ya, desde el principio, los discípulos habían sido formados por Jesús en el
Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); es, en la Iglesia, el Maestro interior que
conduce al conocimiento de la verdad total, formando discípulos y misioneros.
Esta es la razón por la cual los seguidores de Jesús deben dejarse guiar
constantemente por el Espíritu (cf. Ga 5, 25), y hacer propia la pasión por el
Padre y el Reino: anunciar la Buena Nueva a los pobres, curar a los enfermos,
consolar a los tristes, liberar a los cautivos y anunciar a todos el año de
gracia del Señor (cf. Lc 4, 18-19).
153. Esta realidad se hace presente en nuestra vida por obra
del Espíritu Santo que, también, a través de los sacramentos, nos ilumina y
vivifica. En virtud del Bautismo y la Confirmación, somos llamados a ser
discípulos misioneros de Jesucristo y entramos a la comunión trinitaria en la
Iglesia, la cual tiene su cumbre en la Eucaristía, que es principio y proyecto
de misión del cristiano. “Así, pues, la Santísima Eucaristía lleva la
iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y fin de toda la vida
sacramental”.
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