APRENDAN DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE CORAZÓN.

 

APRENDAN DE MÍ QUE SOY MANSO Y HUMILDE CORAZÓN.

 Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza. (2 de Cor 8, 9)

El camino de la pobreza es la Encarnación.

 El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.” (Flp 2, 6- 8)

Con la gracia de Dios y nuestra ayuda nos hacemos pobres de espíritu.

Así, pues, os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2, 1- 5)

El Mensaje de san Juan.

Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1, 14) “Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. (Jn 1, 11- 13)

El Mensaje de san Mateo.

Los que nacen de Dios son llamados a creer y convertirse a Jesucristo para hacerse sus discípulos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mt 11, 28- 30)

El encuentro con Cristo divide nuestra vida en dos: en un antes y en un después. En el antes éramos tinieblas, después somos luz (Ef 5, 7-8) En el encuentro con Jesús intercambiamos nuestras miserias con su misericordia para unirnos con Él en Amor. Ahora podemos dar fruto. El primer fruto es un corazón pobre, sencillo y humilde para que nazca y crezca la Esperanza que se despliega hacia el Amor.

Ahora podemos ver sus manifestaciones en nuestra vida: La liberación, la reconciliación y la promoción como hombres nuevos por nuestra comunión con Jesús. (2 de Cor 5, 17) Lo viejo ha pasado lo que ahora hay es lo nuevo: Cristo que habita por la fe en nuestro corazón (Ef 3, 17) y el Espíritu Santo que nos guía y nos conduce a Cristo (Rm 8, 14)

Somos sus amigos, sus hermanos y sus discípulos. Ahora podemos caminar con él, orar con él, trabajar y servir con él; aprendiendo de él el arte de amar y el arte de servir. Solo unidos a Cristo podemos dar frutos de vida eterna, tal como lo dice san Juan: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda.” (Jn 15, 16)

Lo que el Señor nos pide a los suyos es amar y servir. “Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.” (Jn 15, 12- 13) El amor brota y crece de un corazón limpio y de una fe sincera (1 de Tim 1, 5) Jesús se encarna y crece en nuestro corazón por la gracia del Espíritu Santo, de la misma manera que lo hizo en la Obra perfectísima de la Encarnación en el vientre de María.

Nuestra conversión es gracia de Dios y una respuesta nuestra, no le estorbemos seamos dóciles al Espíritu.

 

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