2. LA OBEDIENCIA CRISTIANA ES FUERZA DE DIOS
“Por el bautismo hemos
muerto con Cristo; hemos sido sepultados con él y hemos resucitado a una nueva
vida” (Rm 6, 4). “Sabemos que nuestra
condición pecadora ha sido crucificada con él, para que se anule la condición
pecadora y no sigamos siendo esclavos del pecado” (Rm 6, 6). La obediencia
cristiana radica en el bautismo, por el que todo bautizado queda consagrado a
la obediencia. Digamos entonces, y en primer lugar, que la obediencia cristiana es un don, es una
gracia. No sólo tenemos el deber de obedecer, también tenemos la gracia para
obedecer. En segundo lugar es una respuesta.
En el bautismo
entramos en la Nueva Alianza y aceptamos a Jesús como Señor de nuestras vidas,
razón por la cual la obediencia es una prolongación necesaria en nuestra vida:
sin obediencia no hay señorío de Cristo. De la misma manera que él obedeció, el
creyente, si quiere ser cristiano, está llamado a obedecer al Señor a quien le
pertenece para llegar a ser semejanza de él. “Hemos sido elegidos, consagrados y santificados por el Espíritu según
el designio redentor de Dios para obedecer a Jesucristo” (cfr 1Pe 1,2). Hoy
quiero retomar la decisión de obedecer a Cristo en toda circunstancia de mi
vida. Solo entonces podré alcanzar la santidad a la que Dios me llama. Sin
obediencia no hay santidad.
1.
Las dimensiones de la obediencia
cristiana
La obediencia como
obligación a los superiores o los padres será siempre obediencia a Dios. La
salvación que Dios nos ofrece en Cristo tiene dos dimensiones: “nos saca del
pecado, las tinieblas, de la esclavitud
y nos lleva al reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13). Perdona nuestros
pecados y nos da su gracia redentora. En la vida existencial: se abandona el
mal para hacer el bien. En un primer momento recibimos a Cristo como
“Don” de Dios. En segundo momento lo recibimos como “modelo” a imitar en
nuestra vida. En un primer momento recibimos una obediencia como
gracia y en un segundo momento expresamos otra obediencia como respuesta, es
nuestra imitación práctica de la obediencia de Cristo.
2.
Sin obediencia no hay identidad
San Pablo habla de la obediencia de la fe (Rm 1, 5), a la
enseñanza (Rm 6, 17), al evangelio (Rm 10, 16; 2Ts 1, 8), a la verdad (Gál 5,
7), a Cristo (2Cor 10, 5). De lo anterior podemos decir que la obediencia
fortalece, afirma y robustece la identidad cristiana, sacerdotal y apostólica.
La identidad es el ser con… ser hijo con el Padre, ser hermano con el hermano,
ser sacerdote con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Ser esposo con mi esposa y
ser esposa con mi esposo; ser padres con nuestros hijos y ser hijos con
nuestros padres. Esto nos enseña que la obediencia al Mandamiento Regio de
Jesús, el Señor: “Ámense los unos a los
otros como yo os he amado, para que el mundo crea que el Padre me ha enviado”
(cfr Jn 13, 34-35), es fuente y causa de identidad cristiana, es por encima de
todo, obediencia al Evangelio.
3.
¿Qué hacer cuando la obediencia de un
superior se opone a la obediencia a Dios?
“El que a ustedes escucha a mí me escucha; el que a ustedes desprecia a
mi me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me envío” (Lc
10, 16). La voluntad de Dios ha quedado manifiesta en Cristo Jesús, Palabra de
Dios hecha carne; La obediencia espiritual a Dios no impide la obediencia a la
autoridad visible e institucional; al contrario la renueva, refuerza y
vivifica, hasta el punto que la obediencia a los hombres se convierte en
criterio para juzgar si hay auténtica obediencia a Dios.
¿Cómo se logra
entender la obediencia a Dios? San Pablo nos dice: “Porque es Dios quien, según sus designios, produce en ustedes los
buenos deseos y quién les ayuda a llevarlos a cabo” (Fil 2, 13). Nos queda
claro, es Dios quien toma la iniciativa. Se siente en el corazón el relampagueo
de la voluntad de Dios. Se trata de una “moción” o “inspiración” del Espíritu
que suele nacer de una palabra de Dios escuchada o leída en algún momento de
oración. No se sabe cómo, ni de dónde viene, pero ha llegado un pensamiento,
que está allí como algo frágil, más aún, puede ser ahogado por cualquier cosa.
Uno se siente interpelado por esa palabra, por esa inspiración; se siente que
Dios nos pide algo nuevo y se responde con un “Sí”. Puede ser algo vago y
obscuro respecto a lo que pide hacer, cómo hacerlo, pero clarísimo y firme
conforme a la sustancia.
¿Qué hacer en estas
circunstancias? No sirve de nada darle vueltas a la mente porque eso no ha
nacido de la carne, sino del Espíritu, y la respuesta sólo la puede dar el
Espíritu. Lo único que nos queda es orar y volver a orar; esperar orando que
Dios realice su Voluntad en nosotros, o que nos use como instrumentos para que
realice por medio nuestro, sus planes de vida eterna. Mientras tanto, hemos de
depositar la llamada en las manos de los superiores, o de aquellos, que de
alguna manera tengan alguna autoridad espiritual sobre nosotros. Se ha de creer
que sí es de Dios el llamado, Él hará que sus representantes lo reconozcan como
tal.
Uno de los criterios del discernimiento es la inmediatez
divina: Seguridad de una vocación en la docilidad eclesial. Por un lado, Dios
da la certeza y por otro lado, la Comunidad lo confirma.
Quiero ser sacerdote, Dios me ha dado la certeza de ello,
pero, no quiero someterme al discernimiento de los superiores de la Comunidad o
de la Iglesia, lo más seguro es que la llamada no venga de Dios (cfr Gál 1,
18).
4.
Obedecer siempre y en toda
circunstancia
Obedecer a Dios es algo
que podemos hacer siempre. En cuanto más se obedece, más se multiplican las
órdenes y las obediencias. Cuando Dios encuentra un corazón dispuesto a
obedecerlo, se hace cargo de su vida y la conduce por sus caminos hacia la
conversión del corazón; hacia la paz y la libertad interior. Digamos también
con claridad que obedecer a Dios es algo que podemos hacerlo todos. El camino
de la obediencia está abierto a todos los bautizados. Consiste en presentar los
asuntos a Dios. No hacer las cosas sin antes haber preguntado a Dios si es su
voluntad que las hagamos. Orar para que todo salga bien. Cuando se ama la
obediencia, primero se pregunta al Señor y después se actúa. Se trata de
renunciar a decidir por sí mismo sin tener en cuenta a Dios, sino que se le da
la oportunidad a Dios de intervenir en nuestros asuntos, sometemos nuestra
voluntad a la voluntad de Dios.
Cuanto más se
obedece, más se multiplican las órdenes de Dios. En cada momento, en cada
circunstancia Dios dirige y gobierna nuestra vida cuando somos dóciles al
divino Espíritu. Podemos decir, que el camino de la obediencia a Dios está
abierto a todos los bautizados. Cuando se ama a Dios, se le pregunta antes de
actuar para que el acto de obediencia no sea una iniciativa nuestra. Renuncio a
decidir por mí mismo y le doy a Dios la oportunidad de realizar en mi vida sus
designios, su voluntad, su querer; para que todo lo que yo realice, desde hoy
sea obediencia a Dios, sea mi “sacrificio espiritual”: Someter mi voluntad a la
voluntad de Dios. (Rm 12. 1)
Para conocer la voluntad de Dios se ha de cultivar el hábito
de la oración humilde y confiada, a la misma vez que se ha de cultivar la
apertura y docilidad a las mociones del Espíritu Santo que guía a los hijos de
Dios y hace de ellos “hostias vivas y santas y agradables a Dios” (Rm 12, 1).
La mente mundana y pagana no puede ni quiere conocer la voluntad de Dios, sólo,
dejándose renovar en lo más profundo de la mente, puede el cristiano conocer la
voluntad divina: lo justo, lo bueno y lo perfecto (cfr Rm 12, 2-3).
5.
Amar la voluntad de Dios es amar la
obediencia.
Podemos afirmar con el salmista que cuando la voluntad de
Dios se convierte en la delicia de nuestra vida, Él ilumina nuestra mente,
purifica nuestro corazón y fortalece nuestra voluntad, y del fondo de nuestro
ser brotará siempre el grito más liberador de la historia: “Aquí estoy Señor para hacer tu
voluntad” (Heb 10, 7). Seremos personas enamoradas de la obediencia y
de la voluntad de Dios, a la misma vez que Dios se complace con todo lo que
abarque nuestra actividad pastoral. Escuchemos a personas como Abraham decir:
“Aquí estoy” (Gn 22, 1); Moisés: “Aquí estoy Señor” (Ex 3, 4); Samuel: “Aquí
estoy” (1Sam 3, 1); Isaías: “Aquí estoy” (Is 6, 8); María: “He aquí la esclava
del Señor” (Lc 1, 38); Jesús dice: “Aquí vengo para hacer tu voluntad” (Heb 10,
9).
6.
La obediencia del cristiano.
Jesucristo por su
obediencia fue constituido Señor (Flp 2, 11). “Revestido de todo poder,
tanto en el cielo como en la tierra” (Mt 28, 18), tiene derecho a la obediencia
de toda criatura. “La voluntad del Padre es que todo el que ve al Hijo y cree
en él, tenga vida eterna” (Jn 6, 39-40). Creer en Jesús significa adherirse a
su Persona por la fe. Aceptar su palabra como Norma para la vida. Significa
amarlo, seguirlo y consagrarle la vida.
Por Jesucristo, por la obediencia a su evangelio y a la
palabra de su Iglesia (2Ts 3, 14), alcanza el hombre a Dios en la fe: “Por
medio de él recibimos la gracia del apostolado, para que todos los pueblos
respondan con la obediencia de la fe para gloria de su nombre” (Rm 1, 5). Por
la fe el hombre escapa a la desobediencia original y entra en el misterio de la
salvación: Jesucristo, única ley del cristiano. Esta ley comprende la
obediencia a los padres (Col 3, 20); a los superiores y a las autoridades
humanas legítimas, a los esposos (Col 3, 18); a los maestros (Col 3, 22); y a
los poderes públicos, reconociendo en todas partes la autoridad de Dios (Rm 13,
1-7). Pero como el cristiano no obedece
nunca, sino, para servir a Dios, es capaz, sí es preciso, de enfrentarse con
una orden injusta y obedecer a Dios más que a los hombres” (Hech 4, 19). Cristo
es capaz de enfrentarse a toda orden que atente contra la dignidad de las
personas.
Si un superior invita u ordena a pecar, o hacer algo contra
los Mandamientos de la Ley de Dios, no se le debe obedecer. Como el caso que un padre de familia, quiere
obligar a su hija a casarse con alguien que ella no ama o conoce, porque el
Evangelio es más grande que la cultura, que no lo obedezca.
Oración. Dios mío, dame un corazón que ame siempre tu
voluntad y dame la fuerza de ponerla en práctica. Deseo obedecerte en todo,
tanto, en las cosas pequeñas como en las grandes. Dame Señor la capacidad para
captar las mociones de tu Espíritu a lo largo de cada día de mi vida. Qué pueda
yo Señor, decir con tu Hijo: “Heme aquí oh Dios para hacer tu voluntad”. Te
pido la obediencia a mi Obispo y a tu Iglesia para que a ejemplo de María sea
obediente a tu Palabra hasta la muerte.
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