1.- LA OBEDIENCIA ES UNA VIRTUD CRISTIANA
Objetivo: Conocer la importancia del aprender a obedecer a Dios
antes que a los hombres como un criterio cristiano de discernimiento en la
vida, para responder con fidelidad al designio de Dios.
Iluminación. “Cristo,
aprendió sufriendo a obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de
salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5, 8- 9).
1. El poder de la Palabra de Dios.
La obediencia lejos de ser una
sujeción que se soporta y una sumisión pasiva, es una libre adhesión al
designio de Dios propuesto por la palabra de la fe que permite al hombre hacer
de su vida un servicio a Dios y entrar en su gozo.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo
obedecer a los superiores, a los padres, al mismo Dios que nos expresa su
voluntad en sus Mandamientos y en su Evangelio? ¿Por qué para algunos es fácil
obedecer, mientras que para otros, es un imposible? Para unos la obediencia es
fuente de alegría, para otros es ocasión para hacer un berrinche, renegar,
maldecir, y, llegando a los extremos, tirar la toalla, se abandona el
ministerio, el seminario, la Iglesia. ¿Qué hace falta? ¿Hay recetas? ¿Qué se
nos recomienda? ¿Cuál fue la clave de Jesús para hacer de la obediencia a su
Padre la “Norma” para su vida?
La experiencia de miles de hombres y mujeres que han aprendido a
obedecer es la misma: El amor, la amistad… Cuando amo a Dios o a mis
padres; cuando soy amigo de Jesús o de mis superiores, no duele, no cuesta
obedecerlos, es una alegría, es una fiesta, porque mi Padre me ama y sé que mis
superiores son mis amigos y no me dan órdenes para oprimirme o ridiculizarme
porque somos amigos. Lo difícil es cuando el corazón está vacío de amor, de
amistad, de sentido…
La eficacia de la Palabra de Dios
se experimenta más cuando la aplicamos más a nosotros mismos y no a los demás.
Palabra que tiene poder en sí misma, pero que en nosotros sólo puede actuar,
arrancando, destruyendo, plantando y construyendo cuando es puesta en práctica.
La obediencia a la Palabra es fundamental para ver las maravillas de Dios en
nuestra vida.
Un principio filosófico dice: “Nadie da lo que no tiene.” Podemos
entonces afirmar que: “Quien nunca aprendió a obedecer, nunca aprenderá a
mandar”. Y, de la misma manera decimos: “quien no aprende el arte de amar, se
quedará al margen del verdadero amor que es donación, entrega y servicio. Dios
ama por primero (1 Jn 4, 10) para que aprendamos de él, de la manera como
Cristo nos amó debemos amarnos unos a otros (Cf Jn 13, 34) “En una cosa hemos
conocido qué es el amor: en que él dio su vida por nosotros. Así que también
nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).
2.
Jesús es el siervo obediente
La Escritura define a Jesús como el
“Obediente”. Desde su nacimiento (Heb 10, 5), hasta su muerte de cruz (Fil 2,
8); la vida de Cristo fue obediencia total a la voluntad de su amado Padre.
Obediente a la voluntad santa y pura de su Padre, de la cual hace su alimento:
“Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4,
34). El fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia,
sino un acto de obediencia; un acontecimiento, por lo tanto, no se halla en la
razón, sino en el Kerigma, fundamento de la predicación apostólica: “Cristo se hizo
obediente hasta la muerte” (Fil 2, 8). En la carta a los hebreos encontramos
que la obediencia cristiana es camino de perfección: “Cristo, aprendió sufriendo a obedecer. Alcanzada así la perfección, se
hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5, 8-
9).
La obediencia de Cristo es la fuente y la causa de nuestra salvación:
“Por la obediencia de uno sólo todos
alcanzarán la justificación” (Rm 5,
19). Se trata de la obediencia de Cristo al Padre manifestada ya por el Hijo en
la oración del huerto: “Padre si es
posible aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya”
(Lc 22, 42). Esta obediencia de Cristo es la antítesis de la desobediencia de
Adán. ¿A quién desobedeció Adán? No a sus padres, ni a las autoridades, ni a
las leyes, sino a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una
desobediencia a Dios, y en origen de todas las obediencias está la obediencia
de Cristo al Padre.
3.
La obediencia de Cristo
¿Cómo pensar la obediencia de Cristo? Jesucristo a lo largo de toda
su vida hizo la voluntad de su amado Padre, pero, en su pasión llega al colmo
su obediencia, al entregarse sin resistir a los poderes inhumanos e injustos,
haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia
(Heb 5, 8), haciendo de su muerte el
sacrificio más precioso a Dios, el de la obediencia (Heb 10, 5-10; cfr 1Sm
15, 22).
Con toda razón la carta a los hebreos
designa a Cristo como “el autor y el
consumador de nuestra fe” (Heb 12, 2). “Por
un acto de obediencia de Cristo al Padre, hemos sido salvados”. La Fe de Cristo
es ante todo, obediencia al Padre, es su “sacrificio espiritual” del cual hace
su alimento (Jn 3, 34).
El mal consiste en desobedecer a
Dios y el bien consiste en obedecerle. Si como dice la Escritura, Cristo fue
obediente hasta la muerte, la obediencia de Cristo consiste en una sumisión,
total y absoluta, en situaciones extremadamente difíciles a la voluntad de
Dios. El profeta Isaías nos dice estas palabras que las podemos aplicar a
Jesús, el Señor: “Yo no me he resistido
ni me he echado para atrás” (Is 50, 6). Podemos decir entonces, que la
obediencia de Cristo es fuerza para destruir la antigua desobediencia que hubo
en el paraíso, y que hay hoy en nuestras vidas.
4.
El Espíritu Santo es dado a los que
obedecen.
La obediencia abarca toda la vida de Jesús.
San Juan pone en los labios de Jesús estas palabras: “Mi alimento es hacer la
voluntad del que me ha enviado”, (Jn 4, 34) “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn,
8, 29). Tanto para San Juan como para San Pablo el señorío de Cristo tiene su
origen en la obediencia, al Padre del cielo.
A las tentaciones del Maligno en el
desierto, Jesús responde: “Está dicho”. Para Jesús las palabras de la Escritura
son órdenes de Dios a las que hay que obedecer sin titubeos. Tras la última
tentación Jesús, el vencedor del Maligno, vuelve a Galilea con la Fuerza del
Espíritu (Lc 4, 14). El Espíritu Santo es concedido a los que obedecen a Dios
(cfr Hech 5, 32). Quien se resiste al Maligno, se somete a Dios y a la inversa,
quien se somete a Dios resiste al Maligno (cfr St 4, 7).
La obediencia de Jesús es a toda la Escritura que se refiere a él:
La ley, los salmos y los profetas, puesta en práctica, es una obediencia
perfecta, realizada con amor y con libertad interior. Pero a la misma vez, esta
obediencia se manifestó en las “cosas que padeció”: “El Mesías tenía que padecer antes de entrar en su Gloria” (Lc 24,
26), por eso en Él brilla en sumo grado la obediencia filial, hasta en los
momentos extremos cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión: “Dios mío, Dios mío, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La obediencia filial, es causa y
fuente de salvación porque es “Obediencia hasta la vergonzosa muerte de
Cruz” (Fil 2, 8). Para Cristo obedecer es abandonarse en las manos
del Padre.
La obediencia a Dios es obediencia a la Ley.
Una obediencia que se hace por amor, por amistad, guarda los
Mandamientos de la ley de Dios. Las diez palabras que palabras divinas y santas
que han salido de la voluntad de Dios para defender sus derechos y los derechos
de los hombres. San Juan lo ha dicho: El que tiene mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de
mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.» Le dice Judas - no el Iscariote
-: «Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?»
Jesús le respondió: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará,
y vendremos a él, y haremos morada en él. (Jn 14, 21- 23) Cada vez que faltamos
a los Mandamientos estamos desobedeciendo a Dios, estamos pecando. Entramos en
la esclavitud del pecado y de la ley.
5.
Dos clases de esclavitud
La primera es la esclavitud del pecado: “Todo el que peca es esclavo” (cfr Jn 8, 34). También Pablo afirma
las palabras que Juan pone en los labios de Jesús: “Mientras que ustedes eran esclavos del pecado, estaban en la muerte” (Rm
6, 20). La esclavitud del pecado es esclavitud de la ley; es esclavitud del
Mal, de las cosas y de las personas.
“Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os
convertís en sus esclavos: esclavos del pecado que os llevará a la muerte”
(Rm 16, 16). El esclavo no se pertenece, es un ser oprimido carente de libertad
interior, y por lo mismo es estéril y su vida está vacía del verdadero amor. Por
la obediencia de Cristo hemos sido rescatados de la esclavitud de la ley para
ser libres en Cristo Jesús con la libertad de los hijos de Dios (cfr
Gál 4, 5).
La segunda esclavitud de la obediencia que conduce a la vida y genera
vida. Escuchemos a San Pablo: “La esclavitud de la obediencia a Dios que
os conducirá a la salvación” (cfr
Rm 6, 16). Cristiano es aquel que se ha puesto libremente bajo la
jurisdicción de Dios, lo ha aceptado como su Salvador, Maestro y Señor: “Vosotros que antes eráis esclavos del
pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido trasmitida, y
liberado del pecado os habéis puesto al servicio de la salvación” (Rm 6,
17). Es un verdadero cambio de dueño y de obras: es el paso de la muerte a la
vida; del pecado a la justicia; de la desobediencia a la obediencia. Ha habido
un rompimiento, una renuncia y una afirmación de fe: Renuncio al pecado y creo
en “Jesucristo que me amó y se entregó a
la muerte por mí” (Gál 2, 19). He pasado de la muerte a la vida, de la
esclavitud a la libertad; he cambiado de Padre, ahora soy hijo de Dios y siervo
de Cristo Jesús, elegido para anunciar la Buena Noticia (Rm 1, 1ss).
Salimos de la primera esclavitud, la del pecado, por la fe en
Jesucristo, para entrar a la esclavitud del amor y del servicio bajo el Señorío
de Cristo para ser servidores de Cristo y de los hombres desde su Iglesia. (Jn
13, 13)
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