JESÚS Y LAS MUJERES.
Las mujeres que se acercaron a Jesús
pertenecían, por lo general al entorno más bajo de aquella sociedad. Bastantes
eran enfermas curadas por Jesús. Otras eran viudas indefensas, esposas
repudiadas o mujeres solas, sin recursos, poco respetadas, de no muy buena
fama. Había también algunas prostitutas. Otras eran consideradas por todos como
la peor fuente de impureza y contaminación. Jesús las acogía a todas. Y se
sentó a la mesa con ellas provocando escándalo entre sus contemporáneos.
1. ¿Cómo
las trató Jesús?
Habla
con ellas con naturalidad, espontaneidad, sin afectación; pero siempre con sumo
respeto, discreción, dignidad y sobriedad, evitando el comportamiento
chabacano, atrevido, peligroso. Nadie pudo echarle en cara ninguna sombra de sospecha
en este aspecto delicado. No tiene intenciones torcidas o dobles.
Jesús y la mujer adúltera. Traen ante Jesús una mujer
sorprendida mientras estaba teniendo relaciones sexuales con un hombre que no
era su marido. Del varón adulto no se dice nada: es lo que ocurría siempre en
aquella sociedad machista. Se humilla y se condena a la mujer, porque ha
deshonrado a su familia. La ley dice que la mujer debe de ser castigada. Jesús
no soporta esta hipocresía social construida por los varones y les dice: “Aquel
de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Todos
empezando por los más viejos se van retirando avergonzados por el desafío de
Jesús. Ellos saben que son los más responsables por los adulterios que se
cometen en aquellos pueblos.
La
mujer sigue ahí en medio, avergonzada y humillada. Jesús se queda a solas con
ella. Ahora la puede mirar con ternura, con respeto y con cariño como nunca
antes alguien lo ha hecho. Mujer, ¿Nadie te ha condenado? La mujer que acaba de
escapar de la muerte le responde atemorizada: “Nadie Señor”. “Tampoco yo te
condeno. Vete y, adelante, no peques más” Jesús no la juzga, no la acusa, no la
condena. Sólo la ama y la sana del miedo a la muerte, de la vergüenza y del
adulterio. (Jn 8, 1-11)
Jesús y la mujer pecadora. Jesús va la casa de un fariseo llamado Simón. Ya en
casa mientras están a la mesa una mujer de mala reputación entra, se dirige a
Jesús y se postra a sus pies. Los abraza, los baña con sus lágrimas, los besa y
los seca con sus cabellos. Jesús se deja tocar, no teme a la impureza y al qué
dirán. Jesús no mira a la mujer como tentación ni como fuente de posible
contaminación. Los invitados se escandalizan diciendo sin duda: Éste no es un
profeta de Dios”. “Este hombre es amigo de pecadoras”. Sin embargo para ella
que nunca habían estado tan cerca de un Profeta, que jamás habían escuchado
hablar así de Dios, llora de agradecimiento al sentirse acogida por Jesús que
hace presente el amor comprensivo del Padre que derrama su amor en el corazón de
aquella mujer maltratada y oprimida por los varones, con sed de justicia y
hambre de saberse respetada y amada por alguien. Ese es Jesús que valora su
acción, la ama, la perdona, la libera y la salva: “Tus pecados te son
perdonados”. “Vete en paz” “Tu fe te ha salvado”.. (Lc 7, 36-50)
Jesús y la mujer hemorroisa. Una mujer enferma se acerca
tímidamente a Jesús. No conocemos su nombre ni su vida. Quizá siempre ha sido
así: tímida y callada. Lleva muchos años sufriendo pérdidas de sangre. Es una
mujer enferma en las raíces mismas de su feminidad, excluida de la intimidad y
del amor conyugal. En estado de impureza ritual que la obliga a apartarse del
templo, de la sociedad y de su esposo. Su ser más íntimo de mujer está herido.
Sólo busca una vida más digna. Su deseo de ser como todos la ha llevado a
gastarse todo lo que tenía en médicos y en curanderos. Ahora, arruinada, sola y
sin futuro. Sólo le queda Jesús, toca con su fe el manto y se siente curada.
Jesús quiere saber quien lo ha tocado. No siente temor que una mujer impura la
haya contaminado. Lo que desea es que esta mujer no se marche avergonzada: ha
de vivir con dignidad. Cuando ella Atemorizada y temblorosa lo confiesa todo,
Jesús con afecto y cariño la despide así: “Hija tu fe te ha salvado; vete en paz
y queda curada de tu enfermedad”. (Mc 5, 25- 34)
Jesús y la mujer encorvada. La enfermedad de esta mujer es la
esclavitud. Desde niña marginada por el solo hecho de ser mujer. Luego pasa de
las manos del padre y de los hermanos a las manos del esposo. Encorvada, es
decir, doblegada por la opresión que le ha causado el maltrato del marido y el
miedo a un día ser abandonada. Con una esperanza en su corazón se acerca a
Jesús. Espera ser curada después de 18 años de enfermedad, quizá el tiempo que
tenía casada. No podía en modo alguno enderezarse: ser ella misma. (Lc
13,10ss).
Jesús
la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre
de tu enfermedad». Inmediatamente se enderezó y glorificaba a Dios. Esa
mujer encorvada, a quien Jesús le grita, «¡quedas libre!», y que puede levantar
la cabeza, ver a las personas a la cara, ver el cielo, glorificar a Dios,
sentirse también ella una persona, es un símbolo poderoso. No es sólo una
mujer; representa a la condición femenina; es esa innumerable cantidad de
mujeres que no caminan encorvadas a causa de una enfermedad, sino por la
opresión a la que han sido sometidas en casi todas las culturas. Qué
liberación, qué esperanza, y qué alegría encierra este grito de Jesús.
2. Las
Mujeres en el Ministerio de Jesús.
El Evangelio de
Lucas nos dice que junto con los Doce acompañaban a Jesús un grupo de mujeres.
Algunas había sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades: entre ellas
María Magdalena, Juana, mujer de Cusa, Susana y otras muchas que le servían con
sus bienes.
Les permite que le sigan de cerca, que
le sirvan con sus bienes
(cf. Lc 8, 1-3). Esto era inaudito en ese tiempo. Rompe con los esquemas
socioculturales de su tiempo. ¿Por qué iba Él a despreciar el servicio amoroso
y solícito de las mujeres? Ahora uno entiende mejor cómo en las iglesias
siempre la mujer es la más dispuesta para todos los servicios necesarios, pues desde el tiempo de Jesús ellas estaban con las manos
dispuestas a servir de corazón.
Les corrige con amor y respeto, cuando es necesario, para enseñarles
la lección. A su Madre la fue elevando a un plano superior, a una nueva
maternidad, que está por encima de los lazos de la sangre (cf. Lc 2, 49; Jn 2,
4; Mt 12, 48). A la madre de los de los
hijos del Zebedeo le echó en cara la ambición al pedir privilegios para sus
hijos (cf. Mt 20, 22). A las mujeres que lloraban en el camino al Calvario les
pidió que sus lágrimas las reservasen para quienes estaban lejos de Dios, a fin
de atraerles a la conversión (cf. Lc 23, 28).
Les premia su fe, confianza y amor con
milagros: a
la hemorroísa y a la hija de Jairo (cf. Mt 9, 18-26). A la suegra de Simón
Pedro (cf. Mc 1, 29-39). Al hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17). A la
hija de la cananea (cf. Mc 7, 24-30). A la mujer encorvada (cf. Lc 13, 18-22).
Jesús es sumamente agradecido con estas mujeres y sabe consolarles en sus sufrimientos.
Jesús acepta la amistad de las
hermanas de Lázaro: Marta y María,
que lo acogen en su casa con solicitud y escuchan con atención sus palabras
(cf. Lc 10, 38-42). La amistad es un valor humano, y Jesús era verdadero
hombre. ¿Cómo iba él a despreciar un valor humano? La llama a ser apóstol de su
resurrección (Jn 20, 17). Las mujeres se convierten en las primeras enviadas a
llevar la buena nueva de la victoria de Cristo a los Apóstoles. .
Conclusión.
Su
experiencia de Dios Padre, defensor de las viudas, de los huérfanos y de los
pobres, y su fe en la llegada de su reinado hacen que Jesús se comporte de tal
manera que pone en crisis las costumbres, las tradiciones y prácticas que
oprimían a la mujer. Jesús no tolera el
carácter patriarcal de la sociedad de su época. Él quiere crear un espacio sin
dominación masculina en el cual hombres y mujeres vivan como hijos de un mismo
Padre, iguales en dignidad.
Jesús
mira a todos como personas igualmente responsables ante Dios. Jesús quiere
poner las bases para que existan estructuras que no generen superioridad del
varón ni sumisión de la mujer. En el
reino de Dios, pobres y ricos, hombres y mujeres, blancos y negros, todos somos
uno en Cristo Jesús. No hay lugar para el racismo, para la discriminación ni
para el machismo. Todas estas anomalías tendrán que desaparecer. Jesús pone las bases para la nueva humanidad
en la cual no deben existir las familias patriarcales, sino, familias y comunidades de iguales, espacios
sin dominación masculina y en la cual las mujeres ganen dignidad, respeto y
admiración. No olvidemos que al final de la vida de Jesús, durante su última
hora, los Discípulos lo abandonaron, y que sólo las mujeres permanecieron a su
lado, fieles hasta el último momento. Así es la Mujer.
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