CONSOLIDAR
VUESTRA VOCACIÓN Y ELECCIÓN.
Hermanos,
poned más empeño todavía en consolidar vuestra vocación y elección. Si hacéis
así, nunca jamás tropezaréis; de este modo se os concederá generosamente la
entrada en el reino eterno de nuestro Señor y salvador Jesucristo. (2Pe 1,
10-11)
Llamados
a salir del exilio, la tierra de la servidumbre y de la esclavitud; salir del egoísmo,
del pecado, para ir a los terrenos de Dios: el amor, la verdad, la libertad y
la santidad. Salgan de Babilonia e id a Jerusalén, a la Casa del Padre. (cf Mt
4, 17; Ef 1, 4; Ef 4, 23- 24) ¿Qué hacer para no caer? La respuesta es
consolidad nuestra vocación y nuestra elección, ¿Cómo? Fortaleciendo en el
Señor con la energía de su Poder (Ef 6, 10) Con una conversión firme y fuerte,
dejando atrás la idolatría y con la mira fija en Jesús, seguirlo a él (1 de Ts
1, 9; Heb 12, 2) La conversión es llenarse de Cristo para afianzarnos en la fe,
la esperanza y la caridad (1 de Ts 1, 3; 1 de Ts 5, 8).
Creer
en Jesús para entrar en comunión con Dios, con la luz y con el Amor (1 de Jn 1,
5) nos lleva a romper con el pecado (1 de Jn 1, 8) y a guardar sus Mandamientos
y su Palabra (1 de Jn 2, 3-4) Porque en el encuentro con Jesús nos da el perdón
de los pecados y nos da el Espíritu Santo para nacer de lo Alto, nacer de Dios:
“Sepan
todos los pueblos de la tierra que el Señor es Dios y no hay otro. Que vuestro
corazón sea todo para el Señor, nuestro Dios, como lo es hoy, para seguir sus
leyes y guardar sus mandamientos”. (1R 8, 60-61)
Cuando
nuestro corazón le pertenece al Señor, entonces nosotros, le pertenecemos, lo amamos
y le servimos. Recordando lo que dice el evangelista: “No podemos servir a dos
señores, a Dios y al dinero” (Lc 6, 45) Decimos que creemos en el Señor, pero,
hacemos lo que nos da la gana y le ofrecemos nuestros sacrificios a nuestros
ídolos, como al dinero. Cometemos entonces el pecado del cual habla Jeremías:” Doble
mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen”. (Jer 2, 13)
Corazones vacíos y heridos por el pecado.
Comprendemos
entonces al profeta que nos dice que somos pecadores, nunca dice que somos
buena gente: “Nada más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo entenderá? Yo,
el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas; para dar al hombre según su
conducta, según el fruto de sus acciones”. (Jr 17, 9-10) Pero, recordemos
que él nos llama a ir al encuentro de Jesús, llevando un corazón contrito y
arrepentido para que nos perdona, nos libere y lave nuestros corazones de los pecados
que llevan a la muerte (cf Jn 16, 8-19; Heb 9, 14)
Dios
quiere salvar a todos los hombres por eso nos envío a su Hijo que murió por
nosotros para abrirnos el camino para que viniera el Espíritu Santo y realizará
en nuestra vida la Obra redentora de Jesus. En el Espíritu nos convence de
nuestros pecados, hace nacer en arrepentimiento y nos lleva a Cristo con un
corazón contrito para que confesemos nuestra pecaminosidad y seamos perdonados,
reconciliados y salvados (Jn 16, 8- 9; 1 de Jn 1, 9- 10) Es Dios el que nos convierte,
nos hace salir de la esclavitud: “Entonces Yahveh dijo así: Si te vuelves porque
yo te haga volver, estarás en mi presencia; y si sacas lo precioso de lo vil,
serás como mi boca. Que ellos se vuelvan a ti, y no tú a ellos”. (Jer 15,
19)
Por
eso los sabios de la Biblia nos dijeron: “La sabiduría de Dios, aún siendo
sola, lo puede todo; sin salir de sí misma, todo lo renueva. Se despliega
vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera
todo el universo”. (Sb 7, 27a; 8, 1) Y en el libro de los Hechos de los
Apóstoles Jesús resucitado nos dijo: El les contestó: «A vosotros no os toca
conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino
que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines
de la tierra.» (Hch 1, 7- 8) Hasta los rincones de nuestro corazón alcanza la
Gracia de Dios para que nuestra conversión sea sincera y radical.
Lo
que importa saber es que nosotros ya no somos extranjeros, ni turistas ni residentes
del Reino, sino, ciudadanos. “Para nosotros, nuestros derechos de ciudadanía
radican en los cielos, de donde esperamos que venga como salvador Cristo Jesús,
el Señor. Él transfigurará nuestro cuerpo de humilde condición en un cuerpo
glorioso, semejante al suyo, en virtud del poder que tiene para someter a su
imperio todas las cosas”. (Flp 3, 20-23)
Como
ciudadanos del Reino de Dios tenemos derechos y tenemos deberes. Nuestros
deberes los podemos manifestar en tres áreas: Como hijos de Dios, como hermanos
de los demás y como servidores de todos. Podemos reducirlos en un sólo: “Hacer
la Voluntad de Dios” Como Jesús lo dijo: “Mi alimento es hacer la voluntad de
mi Padre y hacer su Obra” (Jn 4, 34) Para nosotros en dos peticiones del Padre
nuestro encerramos nuestros deberes: Santificar el nombre de Dios y entrar y
crecer en el Reino de Dios. (Mt 6, 9- 10) Este es el precio que hemos de pagar
por nuestra salvación que es gratuita, pero, no barata. En el Reino de Dios hay
derechos y hay deberes. Los deberes los podemos reducir a uno sólo: el Amor,
ámense los unos a los otros, como yo los he amado (Jn 13, 34)
Con
nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha
cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no
codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu
prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por
tanto, la ley en su plenitud. (Rm 13, 8- 10)
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