TÚ
TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA Y NOSOTROS HEMOS CREÍDO QUE TÚ ERES EL SANTO DE
DIOS
Iluminación. “Yo soy la luz del
mundo; el que me siga no caminará en la obscuridad, sino que tendrá la luz de
la vida.” (Jn 8, 12)
El relato
evangélico. En aquel tiempo Jesús
dijo a los judíos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida”. Al oír estas palabras muchos discípulos de Jesús dijeron: “Este modo
de hablar es intolerable, ¿Quién puede admitir eso?”. Dándose cuenta Jesús de
que sus discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto les escandaliza? ¿Qué sería si
vieran al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da
la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son
espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen”. (En efecto,
Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo habría de traicionar): Después
añadió: “por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo
concede”. Desde entonces, muchos de sus discípulos
se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a
los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?” Simón Pedro le respondió: “Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que
tú eres el Santo de Dios”. (Jn 6, 55. 60-69)
La
explicación del texto. Jesús
ha llegado a la revelación final de su Obra por qué el Padre Dios lo ha enviado
al mundo: Para dar vida al mundo. Y esa vida nos la comunica en la medida de la
escucha y obediencia de su Palabra y en la medida que comamos su Carne y
bebamos su Sangre. Ese es el deseo eterno de Dios, darnos Vida, y para eso, nos
ha dado a su Hijo, y para eso, inventó la Eucaristía. Tan solo nos pide creer
en su Enviado, su Hijo amado. Su Palabra suscita en el hombre, por la escucha
la fe bíblica, que se ha de convertir en norma para su vida, en luz en su
camino, hasta llegar a decir con Jesús.
“Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn
4, 34)
Sólo entonces la Palabra podrá dar en
nosotros frutos de vida eterna. Jesús quiere dar vida a cada hombre, para que
podamos dar como él, ser capaces de fraccionarnos, de darnos a los demás como
alimento que da vida al Pueblo de Dios. Todo aquel que ha creído en Jesús, se
ha encontrado con él y lo ha aceptado como el “Don de Dios,” “el Hijo de Dios,”
entra en la experiencia de la fe para ser llevado al “desierto” como discípulo
de Jesús para ser probados y tomar la decisión de “Optar por Jesucristo” por lo
que es, y no por lo que tiene. Opción por seguir a Cristo, y a la misma vez,
renunciar al mundo y sus ideologías para amar a su Maestro y aceptar su
señorío.
La vuelta
del corazón a Dios es abrirse a la Voluntad de Dios manifestada en su Palabra
para hacernos discípulos de Jesucristo. El Pueblo de Dios es el grupo de hombres y mujeres que han creído en
Jesucristo, escuchan su palabra y lo siguen, rompiendo las ataduras o dejando
atrás todo aquello que es incompatible con la vocación de ser hijos de Dios, y
a la vez, abrazando el compromiso de servir al Señor en los demás, a quienes,
Dios ama y quiere salvar. La conversión
del corazón nos invita a abandonar los ídolos y volvernos al Dios vivo y
verdadero para amarlo y servirlo con generosidad, donación y entrega. (cf
1ª de Tes 1, 9) Ídolo es todo aquello que ocupa en el corazón el lugar de
Cristo. Cuando el hombre ha tenido la experiencia personal de Dios mediante el
encuentro con Cristo; cuando ha probado lo bueno que es el Señor; después de un
poco caminar en la “vida nueva”, el Señor lo invita al compromiso de hacer
“Alianza con él, y, a romper la amistad con el mundo. Cuando se pretende servir
a Dios y al Mundo se cae en la infidelidad, en la tibieza espiritual y por
último en la idolatría (cf Apoc 3, 15). Tomar la decisión, libre y consiente de
seguir a Cristo nos pide una doble certeza: la certeza de que Dios nos ama y la
certeza de que también nosotros lo amamos, es entonces cuando podemos decir con
Josué: “Mi familia y yo hemos decidido
servir al Señor”. (Josué 24) Aceptemos la invitación amorosa que Dios nos
hace a seguirlo, sirviéndole.
¿Qué significa servir al Señor? En la vida hay decisiones
demasiado serias como para tomarlas a la ligera, para sólo salir del paso, sin
algún compromiso. Servir al Señor significará, para quien le pronuncie su sí,
saber escuchar su Palabra y obedecerla; es, antes que nada, apropiársela uno
mismo y vivirla; y si se comunica a los demás se hace desde la propia
experiencia que nos convierte en testigos, más que charlatanes de las cosas de
Dios. El compromiso es personal; en ese compromiso se podrá involucrar, a lo
más, a la propia familia, con la que uno ha caminado y de quien se siente
miembro como de un solo cuerpo. Así, todas las personas y familias que deciden
servir al Señor formarán el Pueblo de quienes, sin ligerezas, sino con toda la
seriedad de la respuesta comprometida a Dios, han decidido tenerlo como su
único Señor y amarlo sobre todas las cosas. Entonces será posible que desde esa
auténtica comunidad de fe, Dios pueda manifestar su amor hacia todos los
pueblos, pues el Señor la convertirá en un instrumento de su amor y de su
salvación. Así lo entendió y lo vivió Jesús que nos dice: “No he venido a ser
servido, sino a servir y dar mi vida por muchos” (Mt 20, 28).
El camino de Jesús debe ser nuestro camino. Jesús, el
Hijo de Dios hecho uno de nosotros, tenía como alimento hacer la voluntad de su
Padre Dios, y pasó haciendo el bien entre nosotros para que experimentáramos el
perdón y la misericordia del Señor. Su camino debe ser nuestro camino, ya
que no sólo queremos llamarnos hijos de
Dios, sino, serlo de verdad. El camino de la fe es para recorrerse siguiendo
las huellas del Maestro para que podamos realizar el sentido de la vida y
realicemos el Plan de Dios, en comunión con miles y miles de hermanos y
hermanas que han tomado la decisión de seguir a Cristo. El Padre Dios tiene un
proyecto sobre nosotros, que somos su Iglesia: que vivamos en comunión con Él
por medio de su Hijo. Y para eso nos ha purificado con la sangre del Cordero
inmaculado para que estemos ante Él resplandecientes, sin mancha ni arruga, ni
cosa semejante, sino santos y libres de todo pecado (cfr Efesios 5, 21-32).
¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros
creemos que tú eres el Santo de Dios. Ojalá y, junto con Pedro, permanezcamos
fieles a esa confesión de fe y no escuchemos la Palabra de Dios como discípulos
distraídos; Ojalá y nos iniciemos en un verdadero camino de conversión y de
buenas obras, como fruto que la misma Palabra del Señor produce en nosotros. Y
junto con la escucha fiel de la Palabra de Dios, hemos de alimentarnos con el
Cuerpo y la Sangre de Cristo. Hacernos uno con el Señor nos debe llevar a ser
un signo de su amor y de su entrega en medio de nuestros hermanos.
Por eso, la participación en la
Eucaristía no puede tomarse a la ligera; no podemos ir a ella sólo por
tradición. Quienes estamos en la presencia del Señor venimos con el compromiso
de llegar, junto con Él, a dar nuestra vida por nuestro prójimo, para que,
alimentado con nuestro cariño, amor, respeto, comprensión y misericordia,
pueda, también él, tener vida, y tenerla en abundancia. Para luego hacer en
favor de otros lo que el Señor de la casa ha hecho con nosotros: “Como Cristo
nos amó, amemos también nosotros a nuestros hermanos” (Jn 1 Jn 4,7).
Digamos con Pedro, ¿A dónde
iríamos? Volver a la sinagoga, volver a la casa de la suegra, o volver a las
redes viejas y remendadas. Nosotros, volver a la vida sin sentido que se vivía
antes de conocer a Cristo; volver a los centros de vicio o ir por la vida
buscando razones para sentirse bien o ser feliz. Digamos con Pedro: Sólo Tú
tienes palabras de vida eterna. ¿Queremos estar con Él eternamente? Tomemos en
serio al Señor Jesús y hagamos nuestra “Opción fundamental” por él y demos la
espalda al mundo. Hagamos de su Palabra la norma para nuestra vida y sigamos
las huellas, del aquel que se pasó la vida haciendo el bien y liberando a los
oprimidos por el mal (Jesucristo) (cfr Hech 10, 38).
Vayamos tras él cargando nuestra
cruz de cada día y luchando contra la tentación de abandonar a Cristo porque
nos parecen excesivas sus enseñanzas respecto a la fidelidad conyugal, a la
interrupción del embarazo, al amar aún a los enemigos. Jesús nos dice que para
entrar en la vida hay que guardar sus Mandamientos, que tienen como finalidad
dar vida a los hombres mediante el amor y el servicio. No basta con leer la
Biblia, no basta con rezar, de nada nos serviría, si éstas obras de piedad no
van acompañadas de una desinteresada entrega y donación a favor de los nuestros
hermanos: “Una fe sin obras está muerta” (Snt 2, 14).
¿De qué compromiso hablamos? Hablamos del compromiso de la fe.
Comprometidos con Cristo a favor de nuestros hermanos. Este compromiso se
inserta en la “Opción fundamental” que sella nuestra Alianza con el Señor que
nos amó y se entregó por nosotros (cf Ef 5, 2). Este compromiso pide haber
probado lo bueno que es el Señor, Encuentro que el compromiso cristiano tiene
que estar sostenido por tres columnas a las que podemos llamar las “leyes del
Compromiso”. Entre las tres existe una correlacionalidad y una indivisibilidad
que una sin las otras pierden su consistencia y el edificio espiritual se
derrumba:
La Ley de la pertenencia. Soy del
Señor, y a él le pertenezco (Gál 5, 24) La Ley del Amor. Amo al Señor porque
hago lo que a él le agrada, guardo sus Mandamientos y amo a mis hermanos. (Jn
13, 34) La Ley del servicio. Sirvo con amor al Señor (Mt 20, 28: Jn 13, 13ss)
Creo en Jesucristo, me entrego a
él, para amarlo y servirlo todos los días de mi vida. Estoy en tus manos Señor,
soy tuyo, haz con mi vida lo que Tú quieras, por lo que hagas con migo, te
alabo y te doy gracias. La centralidad del Compromiso cristiano es el Amor a
Dios y al prójimo. Jesucristo es el Fundamento y a la misma vez el contenido de
nuestra fe cristiana: Creo en ti Señor Jesús, Confío en ti y me fío de ti…. Soy
siervo de Jesucristo por voluntad del Padre, para servir a mis hermanos por
Amor a Jesús (Ef 1, 1; 2 Cor 4, 5)
Roguémosle a nuestro Dios y Padre
que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y
Madre nuestra, la gracia de vivir fieles, tanto, en la escucha de su Palabra
como en la puesta en práctica de la misma, así como en una auténtica comunión de
vida con el Señor por la participación de su Cuerpo y de su Sangre, que nos
convierta en auténticos signos de su salvación para todos; llevándoles así, no
la muerte, sino, la vida eterna que Dios nos ofrece en Cristo Jesús. Amén.
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