PARA
ENTRAR AL REINO DE DIOS HAY QUE CREER EN JESUCRISTO Y CONVERTIRSE.
El
Reino de Dios es un reino de justicia, de paz y de gozo, para entrar a este Reino
hay que creer en Jesucristo y convertirse a él (Mt 4, 17) Hay que nacer de
Nuevo (Jn 3, 1- 3) Y vivir como hijos de Dios, como hombres nuevos que están
incorporados a Cristo (Ga 3, 26- 27) Renunciando al pecado para poder vivir
para Dios (Rm 6, 11) Guardando los mandamientos y la Palabra de Dios (Jn 14,
21. 23) Practicando las virtudes (Col 3m 12) y viviendo o encarnando las
Bienaventuranzas (Mt 5, 3- 11) Para esto el hombre no está solo, Jesús está y
camina con él. (Mq 6, 8; Mt 18, 20; 28, 20) Creer en Cristo es apropiarse de
los frutos de la redención: El perdón, la paz, la resurrección y el don del
Espíritu Santo, juntamente con el ser parte viva de la Comunidad fraterna,
solidaria y servicial.
Ahora
estáis en Cristo Jesús. Ahora, por la sangre de Cristo, estáis cerca los que
antes estabais lejos. Él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos, judíos
y gentiles, una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba:
el odio. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y reglas, haciendo las
paces, para crear en él un solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos
pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en él al
odio. (Ef 2,13-16)
Reconciliados
en virtud de la sangre de Cristo, para ser unidad, un solo Cuerpo en Cristo.
Ser una Comunidad reconciliada, en la cual el odio ha sido abolido. Todos somos
hijos de Dios, hermanos y servidores de los demás. El que está en Cristo es una
Nueva Creación lo viejo ha pasado (2 de Cor 5, 17) Cristo ha derribado el muro
que dividía y separaba, pero, el hombre es experto y ha levantado otros muros
que dividen y separan, muros de pecado.
Podemos
ser creyentes, pero construyendo muros de división, sin fe y sin conversión.
Nos encerramos en nuestro propio círculo de egoísmo, soberbia, odio. Y en vez
de vivir como hermanos somos adversarios. Que importante es que vivamos como
Familia para que podamos rezar juntos el Padre Nuestro: “Santificados sea tu
Nombre, venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad así en el cielo como en
la tierra (M t 6, 9) Orar juntos, para caminar juntos y trabajar unidos con
Cristo y con todos, como Iglesia, como seres sinodales.
“Como
os inclinasteis a apartaros de Dios, así convertidos lo buscaréis diez veces
más, pues el que trajo sobre vosotros el castigo, os traerá con la redención la
eterna alegría”. (Ba 4, 28-29) Nuestra vida se divide en dos, en un antes y en
un después. Antes de conocer a Cristo, tal vez llevábamos una vida inclinada al
pecado. Una vida en la que abundaba el pecado (Rm 5, 20) Pero ahora por el encuentro
con Cristo hemos sido reconciliados, perdonados y salvados, ahora sobre abunda
la gracia de Dios, somos hombres nuevos, revestidos de Cristo (Rm 13, 14) Ahora
podemos conocer a Dios, amarlo y servirlo (1 de Jn 2, 3-4). El hombre nuevo es
aquel que ayudado por la fe, ha roto con el pecado (1 de Jn 1, 8) Ha dado la
espalda al mundo (1 de Jn 2, 15) y a los falsos profetas (1 de Jn 2, 18) para
seguir a Cristo y servirlo con amor (Lc 9, 23)
Dios
no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33, 10) Como
tampoco quiere que el hombre peque (1 de Jn 2, 1-2) Ni que se haga impío. El
profeta Isaías nos dice: Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus
pensamientos, y vuélvase a Yahveh, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios,
que será grande en perdonar. (Is 55, 7) El
libro de la sabiduría nos dice: Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la
destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera; las creaturas
del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del
abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. (Sb 1, 13-15)
Y
la justicia de Dios se ha manifestado en Jesucristo para reconciliarnos,
perdonarnos y salvarnos (Rm 3, 21- 23) Y Jesús nos dejó como un legado su Palabra:
“Vengo para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10) Para tener
esa vida solo nos pide creer en él y convertirnos. (Jn 6, 40)
Pablo
predica: “Enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada
por Dios antes de los siglos para nuestra gloria, que no conoció ninguno de los
príncipes de este siglo; pues si la hubieran conocido, nunca hubieran
crucificado al Señor de la gloria. Pero, según está escrito: «Ni el ojo vio, ni
el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los
que le aman.» Pero a nosotros nos lo ha revelado por su Espíritu”. (1Co
2, 7-10ª)
¿Qué
nos ha revelado Dios por el Espíritu? En efecto, todos los que son guiados por
el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de
esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos
adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos,
también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos
con él, para ser también con él glorificados. (Rm 8, 14- 17) Nuestra herencia
es la Vida eterna, es Dios mismo.
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