PERMANEZCAN
EN MI AMOR COMO YO PERMANEZCO EN EL AMOR DE MI PADRE
Desbordo
de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de
gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como a una novia que se adorna
con sus joyas. (Is 61, 10)
El
manto de triunfo es la santidad de Dios que llega a nosotros por la escucha de
la Palabra y la conversión. La conversión pide despojarse del traje de tinieblas
para revestirse de justicia y santidad, revestirse de luz, de la armadura de
Dios. “Sed para mí santos, porque yo, SANTO. Para ser santos hay que despojarse
del hombre viejo y revestirse de Jesucristo (Ef 4, 23- 24; Rm 13, 12- 14) Sin
fe y sin amor no hay santidad. Santo es el que es portador del amor de Dios. Y
no de amores fingidos (Rm 12, 9)
“Señor,
soy santo, y os he separado de entre los pueblos para que seáis míos.” (Lv 20,
26) La santidad de Dios exige no mezclarse con las cosas mundanas, paganas y
pecaminosas: “Apártense de las pasiones de su juventud” (2 de Tim 2, 22; 1 de
Cor 6, 18; 2 de Pe 1, 4) Y dedíquense a buscar a Dios que lo encuentran en la
bondad, la verdad y la justicia (Ef 5, 9) En la humildad, en la mansedumbre y
en la misericordia (Col 3, 12) Hay santidad donde hay verdad que nos hace
libres, es decir donde hay amor. El amor es la señal que hemos salido de las
tinieblas y de la esclavitud del pecado para entrar a los terrenos de Dios.
Hijos,
clamad al Señor: él os librará de la tiranía y de la mano de vuestros enemigos.
Yo espero del Eterno vuestra salvación, del Santo me ha venido la alegría, por
la misericordia que llegará pronto a vosotros de parte del Eterno, vuestro
Salvador. (Ba 4, 21b-22) Nuestro Salvador es Jesucristo que nos invita a
creer y a convertirnos (Mt 4, 17) Tal como lo dice Pablo: “Huye de las pasiones
juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz,
en unión de los que invocan al Señor con corazón puro. Evita las discusiones
necias y estúpidas; tú sabes bien que engendran altercados. Y a un siervo del
Señor no le conviene altercar, sino ser amable, con todos, pronto a enseñar,
sufrido, y que corrija con mansedumbre a los adversarios, por si Dios les
otorga la conversión que les haga conocer plenamente la verdad,” (2 de Tim 2,
22- 25)
Tú,
Dios nuestro, eres bueno, leal y paciente, y con misericordia gobiernas todas
las cosas. La perfecta justicia consiste en conocerte a ti, y reconocer tu
poder es la raíz de la inmortalidad. (Sb 15, 1. 3) “Le hacemos justicia a Dios
cuando creemos en Jesucristo y cuando nos amamos unos a los otros” (cf 1 de Jn
3, 23) Creer en Jesucristo es confiar, obedecer y amarlo. El que lo ama, le
pertenece, y el que le pertenece lo ama y lo sirve. Por eso afirmamos que santo
es el que ama a Cristo y ama a su prójimo.
Dos
textos de Juan nos hablas de la justicia y del amor: “Si sabéis que él es
justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de él.” (1 de Jn 2,
29) “Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que
ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.” (1 de Jn 4, 7) Practicar la justicia y
practicar la caridad nos lleva a nacer de Dios: ser sus hijos, hermanos y
servidores de los demás. El que práctica la justicia y la caridad guarda los
mandamientos de la Ley de Dios: En esto sabemos que le conocemos: en que
guardamos sus mandamientos. Quien dice: «Yo le conozco» y no guarda sus
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su
Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él.(1 de Jn 2, 3- 5)
Cuando
se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la
ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser
hijos por adopción. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que
ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de
Dios. (Gál 4, 4- 7) Jesús, el Hijo de Dios ha venido a liberarnos del pecado y
a traernos el Espíritu Santo que nos ayuda a ser santos. Nos libera, nos
reconcilia y nos lleva a apropiarnos de los frutos de la redención de Cristo: El
perdón de los pecados, la paz, la resurrección y nos da el Espíritu Santo que
nos guía y nos conduce a Cristo para que creyendo en él nos salvemos. (Hch 4,
12) Nos conduce para que nos apropiemos de la herencia de Dios:
En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues
no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos
de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. (Rm 8,
14- 17)
Somos santos en la medida que
estemos en Comunión con Cristo para que seamos gratos a Dios (Heb 11, 6) Y
podamos dar fruto en abundancia. El fruto es el amor: La gloria de mi Padre
está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos. Como el Padre me amó, yo
también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de
mi Padre, y permanezco en su amor. (Jn
15, 8- 10)
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