La Iglesia es el Sacramento de la Reconciliación.
Iluminación. Entonces se presentó Jesús en medio
de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» Dicho esto, les mostró las manos y
el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra
vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho
esto, sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos.» (n 20, 19- 23)
1)
La Paz el
primer fruto de la reconciliación.
La paz nos ha dicho el Papa
Francisco no es tranquilidad, es más bien una armonía interior y exterior. Es
armonía consigo mismo y armonía con Dios, con los demás y con la misma
naturaleza. Es fruto de la justicia a Dios y a los hombres por encima de todo.
El profeta Isaías nos lo recuerda al decirnos: “Velen por los derechos de los
demás y practiquen la justicia”. Le hacemos justicia a Dios cuando guardamos
sus Mandamientos y cumplimos su Palabra. Le hacemos justicia a los demás cuando
reconocemos s cada ser humanos como personas, reconocemos su dignidad, lo
aceptamos como lo que es, lo respetamos incondicionalmente, cargamos con sus
debilidades y entramos con ellos en un diálogo interpersonal. Esto es lo que
significa amor recíproco Ámense los unos a los otros” (Jn 13, 34). Teniendo
como punto de partida en amor a sí mismo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”
(Mt 22, 39). La Paz es el “don de Dios” a los que han creído en su Hijo,
reconocen sus pecados y se dejan reconciliar por Él y reciben su Perdón. La Paz
siempre será fruto de la Verdad, del Amor y
de la Justicia (Ef 5, 9) Cristo, justicia de Dios es nuestra Paz (Ef 2,
14).
2)
¿Qué
significa reconciliarse?
“Reconciliarse es volver a
ser hijos de Dios, hermanos y servidores de los hombres. Reconciliarse es
volver a ser amigos, esposos, hermanos… Para eso Dios se hizo hombre para
redimirnos y liberarnos del pozo de la muerte (Ef 5,2). Es la reconciliación
que Dios ha realizado en Cristo y por Cristo. Para que podamos recibir y dar el
abrazo de la Paz. Cristo es el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro divisorio, la enemistad, y anulando en su carne la Ley con sus
mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre
Nuevo. De este modo, hizo las paces y
reconcilió con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en
sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que
estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Por él, unos y otros tenemos
libre acceso al Padre en un mismo Espíritu (Ef 2 4- 18). La reconciliación nos
gana el perdón de todo pecado y el don del Espíritu Santo. Qué hermoso es
pensar que Dios tiene para cada uno de nosotros los mismos regalos que le hizo
al “hijo pródigo: El vestido blando, el anillo, las sandalias, la fiesta,,, (Lc
15, 11ss).
3)
Con la
fuerza de la Palabra.
¿Qué significa que digamos con la
fuerza de la Palabra? Creemos que la Palabra de Dios es Poderosa, Creadora,
Liberadora. Escuchemos la invitación de Jesús a los nuevos creyentes: Decía,
pues, Jesús a los judíos que habían creído en él: «Si os mantenéis en mi
palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres.» (Jn 8, 31-32) Pablo nos ha dejado como herencia la “Palabra de Verdad
al decirnos: “Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por
la palabra de Cristo” (Rom 10, 17). Con la fuerza de su Palabra Jesús abre el
sepulcro de nuestro corazón, como en otro tiempo ordenó a Lázaro salir fuera
del Sepulcro: “Lázaro sal afuera” (Jn 11, 43). Con su Palabra nos irradia de
Luz para que nos demos cuenta de los huesos secos y de la carroña que llevamos
es nuestro interior. Por medio de su Palabra nos convence de que somos
pecadores necesitados de la gracia de Dios, (cfr Jn 16, 8) Su Palabra es Luz y
es Vida: Jesús les habló otra vez; les dijo: «Yo soy la luz del mundo; la
persona que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la
vida.» (Jn 8, 12)
Jesús el Señor limpia nuestra mente
y nuestro corazón de las tinieblas de la muerte para que podamos orientar
nuestra vida y darle significado: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la
palabra que os he dicho” (Jn 15, 3). Con toda razón pide a su Padre:
“Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn 17, 17). Su Palabra es
fuente de gozo y de felicidad: “Pero él dijo: «Dichosos más bien los que oyen
la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28). Palabra poderosa que nos conduce
a la salvación por la fe y a la perfección cristiana: “Recuerda que desde niño
conoces las sagradas Letras; ellas pueden proporcionarte la sabiduría que lleva
a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por
Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la
justicia; así el hombre de Dios se encuentra religiosamente maduro y preparado
para toda obra buena” (2 Tim 2, 14- 17). La obediencia a la Palabra nos
transforma en discípulos misioneros de Cristo, embajadores de la
Reconciliación, según las palabras del Apóstol Pablo: “Somos, pues, embajadores
de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os
suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5, 20).
4)
Por los
Méritos de Cristo y en virtud de su Sangre.
La salvación, tal como lo describe
san Pablo es la carta a los Efesios es un don gratuito e inmerecido que Dios
ofrece a todos los hombres: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, pues, por estar unidos a Cristo, nos ha colmado de toda clase de
bendiciones espirituales, en los cielos. Dios nos ha elegido en él antes de la
fundación del mundo, para que vivamos ante él santamente y sin defecto alguno,
en el amor. Nos ha elegido de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio
de Jesucristo, porque así lo quiso voluntariamente, para que alabemos su
gloriosa benevolencia, con la que nos agració en el Amado. Por medio de su
sangre conseguimos la redención, el perdón de los delitos, gracias a la inmensa
benevolencia que ha prodigado sobre
nosotros, concediéndonos todo tipo de sabiduría y conocimiento” (Ef 1, 2- 8).
En Cristo y por Él “fuimos elegidos desde la eternidad” “fuimos destinados a la
filiación divina” “Redimidos y perdonas en virtud de su Sangre” y “Recibimos el
Espíritu Santo de la Verdad”.
“Y a vosotros, que estabais muertos
en vuestros delitos y pecados, en los cuales vivisteis en otro tiempo según el
proceder de este mundo, según el príncipe del imperio del aire, el espíritu que
actúa en los rebeldes... entre ellos vivíamos también todos nosotros en otro
tiempo, sujetos a las concupiscencias y apetencias de nuestra naturaleza
humana, y a los malos pensamientos, destinados por naturaleza, como los demás,
a la ira... Pero Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos
tenía, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con
Cristo —por gracia habéis sido salvados—, y con él nos resucitó y nos hizo
sentar en los cielos en Cristo Jesús. De este modo, puso de manifiesto en los
siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con
nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados gratuitamente, mediante la
fe. Es decir, que esto no viene de
vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que
nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús
para que hagamos buenas obras, que de antemano dispuso Dios que practicáramos
(Ef 2, 1- 8). De la misma manera que la salvación es un don gratuito e
inmerecido debe de recibirse como “don” y no como “premio” ni como “recompensa”
para poder así, experimentar el agradecimiento y decir con entusiasmo: “Gracias
Señor, y, Aquí estoy para hacer tu voluntad”.
5)
Para la
Gloria de Dios.
Sólo
podemos amar y servir al Señor en la medida que tengamos un corazón limpio, una
fe sincera y una conciencia recta” (1 Tim 1, 5). Buscar en todo como Jesús
nuestro divino Maestro la gloria de su Padre. Veamos al Señor Jesús: Lo primero
que aparece en la pastoral de Jesús es el deseo de dar gloria a su Padre del cielo: “No sabéis que tengo que estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,
49), “Mi alimento es hacer la voluntad
del Padre que me ha enviado y en llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). “El Padre no me ha dejado solo, porque yo
hago siempre lo que le agrada” (Jn 8, 27-30). “Mi Padre siempre me escucha porque yo hago lo que a Él le agrada”
(Jn 14, 31) “Yo no busco mi propia
gloria. “El que habla por su cuenta busca su propia gloria; pero el que busca
la gloria del que le ha enviado, ése es veraz; y no hay impostura en él”
(Jn 7, 18) “Pero yo no busco mi gloria;
ya hay quien la busca y juzga” (Jn 8, 50)
“En verdad, en verdad os digo «Si
yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me
glorifica, de quien vosotros decís: ‘Él es nuestro Dios”(Jn 8, 54). Todas
estas palabras nos muestran que el objetivo principal de la Pastoral de Jesús
fue siempre la gloria de su Padre y no su interés personal. La recompensa que
recibe es la “exaltación a la diestra de Dios, y ser proclamado como Señor y
Mesías. (cf Fil 2, 6-11). Estos textos bíblicos nos revelan el corazón de
Cristo rebosante de amor a su amado Padre del cielo. Razón por la que en un
acto de obediencia nos amó hasta el extremo. Para ser uno con su Padre y con
todos los suyos redimidos en virtud de su Sangre.
6)
Dichosos
los que trabajan por la Paz.
¿Qué se requiere para trabajar por
la Paz? Pudiéramos decir que se requiere dos cosas: Identidad y espiritualidad
cristiana. Estar en camino de reproducir la imagen de Jesús (Rom 8, 29). El
proverbio filosófico dice: “Nadie da lo que no tiene”. Lo primero que se
requiere es haber sido justificado, tal y como san Pablo: “Así pues, una vez
que hemos recibido la justificación
mediante la fe, estamos en paz con Dios. Y todo gracias a nuestro Señor
Jesucristo, por quien hemos obtenido, también mediante la fe, el acceso a esta
gracia en la que nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de participar de
la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo
que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la
virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado” (Rom 5, 1- 5)
El Señor Jesús nos mostró un Camino
para los que se animen a vivir la aventura de trabajar por la paz:
“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos
de Dios”. Según la enseñanza del Maestro, recordamos que “Nadie da lo que no
tiene”. Para ser hombres y mujeres de Paz, hemos de ser “humildes, mansos y
trasparentes”, siempre en camino de conversión. Antes de ser pacíficos y
pacificadores, hemos de estar encarnando las otras Bienaventuranzas: “Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 3-
8).
Quién busque ser un instrumento de
paz y reconciliación al estilo de san Francisco de Asís, debe arriesgarse a ser
rechazado, perseguido, calumniado y más. Pero ha de ser también un hombre de
esperanza para anhelar de corazón la promesa del Señor: “Bienaventurados seréis
cuando os injurien y os persigan, y cuando, por mi causa, os acusen en falso de
toda clase de males. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será
grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas
anteriores a vosotros” (Mt 5, 10-12).
7)
La Iglesia
Sacramento de Reconciliación.
No podemos entender lo anterior si
no creemos en “Jesucristo resucitado” y aceptamos sus regalos para la Iglesia:
“Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con
vosotros.» Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se
alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como
el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19- 23) La Iglesia
recibió de su Fundador el Ministerio de la Reconciliación. De la misma manera
lo expresa Mateo: “«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo
os he mandado. Y estad seguros que yo estaré con vosotros día tras día, hasta
el fin del mundo” (Mt 28, 18- 20).
La Misión de Jesús el Señor, es
ahora por “Designio de Dios”, la Misión de la Iglesia: “Todo poder se me ha
dado en el cielo y en la tierra”. Una razón más sería que Jesús puede hacer con
su Iglesia lo que Él quiera, pues Él es el Redentor, quién la comprado a precio
de sangre, “ha dado su vida por ella. La misión del Señor es dar vida (Jn 10,
10); es dar Espíritu Santo y fuego (Lc 12, 49); es perdonar los pecados y
restituir al hombre pecador su dignidad perdida (Mc 2, ) Sacar a los hombres
del reino de la tinieblas y llevarlos al reino de la luz (Col 1, 13).
La Iglesia prolonga hoy, en la
historia “la Obra redentora de Jesús el Señor”. Todos y cada uno de los
miembros de la Iglesia somos llamados a ser “Discípulos Misioneros de Cristo
Jesús”. Sus mensajeros, sus representantes, los instrumentos de su amor y de su
liberación: “Pero vosotros sois linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, destinado a anunciar
las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz;
vosotros, que si en un tiempo no fuisteis pueblo, ahora sois Pueblo de Dios:
ésos de los que antes no se tuvo compasión, pero que ahora son compadecidos”
(1 Pe 2, 9- 10).
Escuchemos a Pablo: “Y todo
proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. En efecto, Dios estaba reconciliando al mundo
consigo por medio de Cristo, no tomando en cuenta las transgresiones de los
hombres, al tiempo que nos confiaba la palabra de la reconciliación. Somos,
pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En
nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5, 18- 20).
Toda la Iglesia es Reconciliadora,
es Santificadora y es Misionera: Es el Sacramento de Reconciliación, en ella y
por ella, Dios, en virtud de la Sangre y de los méritos de Cristo, está
reconciliando a los hombres con Él y entre ellos. Nos acoge y nos hace unidad
destruyendo los muros y las barreras raciales, económicas y sociales para que
“todos seamos uno en Cristo Jesús: “otro tiempo estabais lejos, habéis llegado
a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los
dos pueblos hizo uno, derribando el muro divisorio, la enemistad, y anulando en
su carne la Ley con sus mandamientos y sus decretos, para crear en sí mismo, de
los dos, un solo Hombre Nuevo. De este modo, hizo las paces y reconcilió con Dios a ambos en un solo
cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a
anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban
cerca. Por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu
(Ef2, 14- 18).
Oremos y ofrezcamos al Señor
nuestras oraciones y sacrificios por la “conversión de todos, buenos y malos al
Señor, para su Gloria y el bien de toda la Iglesia, llamada a ser “Refugio de
pecadores”.
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