7.
Criterios y actitudes del Evangelizador |
Objetivo. Mostrar la
importancia del cultivo de criterios, principios y actitudes cristianas en el
evangelizador para que con su testimonio de vida y su acción pastoral pueda
ser un servidor probado. Iluminación: A
todos, pastores y fieles se les pide asumir y profundizar en la autentica
espiritualidad cristiana. En efecto, espiritualidad que es un estilo o forma
de vivir según las exigencias cristianas, la cual es la “vida en Cristo” y
“en el Espíritu Santo”, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en
esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial (I en A
29). Discípulos misioneros de Jesús. "Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal
acogida y la participación en la fe, se reúnen, pues, en el nombre de Jesús
para buscar juntos el reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una
comunidad que es a la vez evangelizada y evangelizadora. La orden dada a los
Doce: "Id y proclamad la Buena Nueva", vale también,
aunque de manera diversa, para todos los cristianos. Por esto Pedro los
define "pueblo adquirido para pregonar las excelencias del
que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1 P 2, 9). Estas son
las maravillas que cada uno ha podido escuchar en su propia lengua (cfr. Hch
2, 11). Por lo demás, la Buena Nueva del reino que llega y que ya ha
comenzado es para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la
han recibido y que están reunidos en la comunidad de salvación pueden y deben
comunicarla y difundirla" (Pablo VI, EN 13). Por la acción del Espíritu, y una respuesta generosa de nuestra
parte, se produce en el interior del hombre
lo que Jesús el Señor llamó: “Nuevo Nacimiento” (Jn 3, 1-5); se da un
verdadero despertar a la vida de la Gracia que nos hace poner de pie,
abandonar la vida arrastrada para comenzar a caminar con los pies sobre la
tierra, es decir, con dominio propio, con lucidez y valentía en el “Camino
que lleva a Jerusalén”, tras las huellas de Jesús como sus verdaderos
discípulos (cfr Lc 9, 23); nos vamos
haciendo servidores de la “Multiforme” Gracia de Dios como ministros de la
Nueva Alianza al servicio del Evangelio (cfr 1 Cor 4, 1-3). La guía en el
nuevo caminar es la Palabra de Dios que por la fe nos conduce a la salvación (cfr
Jn 8, 31); el alimento que nutre y fortalece es la Eucaristía (cfr Jn 6, 27);
su aliento es la vida de oración (cfr Mt 26, 41); la confianza es la
fidelidad al único criterio que se nos da: “El Evangelio de Jesucristo”: “No os llamo ya siervos, porque el siervo
nunca sabe lo que suele hacer su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (cfr Jn 15, 15). Dos columnas sostienen la estructura del
Evangelizador. No hay engaños, el camino a recorrer
ha sido ya transitado, primero por Jesús (Lc 9, 51- 52), después por sus
Apóstoles y luego por miles y miles de hombres y mujeres que enamorados de la
persona de Jesús, de su Evangelio, de su Iglesia… fueron al desierto,
hicieron alianza con el Señor, para luego ir con la fuerza del Espíritu a
proclamar la Buena Nueva, y al final, plasmaron su entrega con el sacrifico
de sus vidas, sometieron su voluntad a la voluntad de Dios, para servirle con
todo, al estilo de los grandes personajes de la Sagrada Escritura: Moisés,
Josué, los Profetas, María, los Apóstoles, San Agustín, San Francisco,
Monseñor Oscar Romero, Teresa de Calcuta y miles más. Todos ellos realizaron
el objetivo del Evangelio: la amistad con Jesucristo, el amor fraterno y la
donación de sus vidas. Primera columna. Quién quiera servir al Señor ha de aceptar y
respetar incondicionalmente las “Leyes del Reino”. No hay lugar para vanas
ilusiones o falsos mesianismos. No se puede quemar etapas y ni cortar caminos
para llegar más rápido. Segunda
columna. Dejar las madrigueras y los nidos: “Las zorras tienen sus madrigueras y las aves sus nidos, pero el Hijo
del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 52); romper con
infantilismos, vicios, ataduras, para entrar en el proceso que nos lleva a
“Encarnar las grandes actitudes que configuran y definen al cristiano
misionero o apóstol de Jesucristo”, elegido por voluntad del Padre para ser
servidor del Evangelio. Servidores llenos de compasión y misericordia para
con todos, al igual que su Maestro. La actitud misionera exige una espiritualidad específica que
concierne especialmente a todos aquellos a quienes el Señor ha llamado a ser
sus misioneros. Este modo de vida es iluminado por la Palabra de Dios y
fortalecido por la Eucaristía que da la fuerza al misionero para ponerse de
pie, salir fuera e ir al encuentro de los hombres para iluminarlos con la
“luz de la verdad”; esto es, disponibilidad para el servicio evangélico. Actitudes del Evangelizador. La actitud, es una inclinación
o tendencia hacia algo o hacia alguien, está presente en la mente y en la
voluntad del hombre antes de la acción. En el fondo de las actitudes, cuando
son cristianas, se va formando lo que en espiritualidad misionera se llama “Pastoral de la caridad”: la triple disponibilidad, para hacer la
voluntad del Padre, para acercarse al hombre concreto e iluminarlo con la luz
del Evangelio y la disponibilidad de dar la vida por realizar los dos
objetivos anteriores. La actitud misionera se forja en la respuesta al llamado iluminador
de Dios que invita a crecer y madurar en la fe, mediante el seguimiento de
Jesús, El Misionero del Padre. Nunca será lo mismo tener criterios mundanos o
paganos que a poseer criterios cristianos que son el fruto del cultivo de una
voluntad firme, férrea y fuerte para amar.
La práctica asidua, continúa y permanente de la lectura y escucha de la
Palabra de Dios, unida a una vida centrada en la Eucaristía, a una vida de
intensa oración y abierta a la
práctica de las “obras de misericordia” son fuente de las actitudes y
criterios de los evangelizadores y misioneros de Jesús al servicio del Reino
de Dios y su justicia. El itinerario del Discípulo Misionero de Cristo. El Encuentro personal con Cristo a ejemplo de san Pablo. Es el punto de partida: Sucedió que, yendo de camino, cuando estaba
cerca de Damasco, de repente lo rodeó una luz venida del cielo, cayó en
tierra y oyó una voz que decía: “Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues? El respondió: “Yo soy Jesús a quien tú persigues”.
Pero levántate entra en la ciudad y se te dirá lo que tienes que hacer (Hech
9, 1ss). Pablo, elegido por el Señor
para ser un instrumento de elección para llevar su nombre a los gentiles, los
reyes y los hijos de Israel, recibe también el don de sufrir con Cristo, de
padecer por su nombre” (Hch. 9,
15- 17; Flp 1, 29). El Encuentro con Cristo Resucitado divide la vida del
Apóstol en dos: Antes, Pablo el fariseo y perseguidor de la Iglesia: Después,
Pablo el Apóstol, el Misionero y Heraldo de Cristo. ·
La
obediencia a la Palabra de Cristo. Para el Nuevo Testamento la vida
espiritual comienza cuando Dios, en Jesús, nos dirige su Palabra y nos
nosotros nos adherimos a ella con nuestro “Fiat”. A medida que acogemos y
vivimos su Palabra, ésta da fruto, y permite que la vida espiritual, es
decir, el hombre nuevo, crezca y se desarrolle hasta alcanzar la plenitud en
Cristo. Para el Apóstol sin obediencia a la Palabra de Cristo no hay
conversión, ni purificación ni renovación espiritual. “Que la Palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza”
(Col 3, 16). La Palabra que se obedece nos trasmite el mismo modo de pensar y
de actuar de Cristo. Tener la mente de Cristo (cfr Fil 2, 5), exige renunciar
a vivir según los criterios mundanos y paganos (cfr Rom 12, 2) que nos alejan
de la verdad y de la voluntad de Dios. ·
La
docilidad al Espíritu Santo. Para Pablo no ser conducidos por el Espíritu
Santo es vivir en “la carne”, una vida mundana y pagana, vida de pecado que
embota la mente, endurece el corazón y nos lleva al desenfreno de las
pasiones (cfr Ef 4, 18). Para el Apóstol, cristiano, es el que vive según el
Espíritu de Dios (cfr Gál 5, 25); Espíritu de Libertad que es quien actúa la
conversión en los creyentes: “Porque el
Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor ahí está la
Libertad. Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejamos como en un
espejo, la gloria del Señor, y nos vamos transformando en su imagen con
esplendor creciente, bajo la acción del Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 17-
18). “Les pido que se dejen conducir
por el Espíritu Santo y así no serán arrastrados por los bajos deseos”
(Gál 5, 16). En la carta a los romanos nos dice: “En efecto todos los que son guiados por el espíritu de Dios son
hijos de Dios. El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos
de Dios coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con
Él glorificados” (Rom 8, 14. 17). Para
el Apóstol, sólo con la gracia del Espíritu Santo, el cristiano, puede llegar
a ser lo que debe ser: un hombre nuevo, justificado, perdonado, reconciliado
y comprometido con la causa de Cristo. ·
La
pertenencia a Cristo. “Porque los
que son de Cristo Jesús han crucificado el instinto con su pasiones y deseos”
(Gál 5, 24). Todo el que es de Cristo es una nueva creación, ha pasado de la
muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz: “Porque si en un tiempo fueron tinieblas,
ahora son luz en el Señor: vivan como hijos de la luz, dando los frutos de la
luz: la bondad, la justicia y la verdad” (Ef 5, 8- 9). “Pero ustedes no están animados por los
bajos instintos, sino, por el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en
ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece”
(Rom 8, 9- 10). Toda la vida del Apóstol estuvo proyectada hacia su meta: Cristo,
Jesús su Señor, hasta el grado de sentirse suave “aroma de Cristo” ofrecido a Dios: “hostia viva, santa y agradable a Dios” (cfr Rom 12, 1). “Sé lo que es vivir en la pobreza y
también en la abundancia. Estoy plenamente acostumbrado a todo, a la saciedad
y al ayuno, a la abundancia y a la escasez: Todo lo puedo en Cristo que me
fortalece” (Flp 4, 12- 13). Por eso puede decirnos: “sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (Flp 3, 17). ·
Listo
para el envío. Cuando el discípulo de Jesús ha encarnado en él la
“libertad afectiva”, es decir, es ya poseedor de una doble certeza: la
certeza de que Dios lo ama incondicionalmente y que él, también ama al Señor,
acepta libremente el llamado a ser enviado como apóstol mensajero. Acepta el
compromiso de la Misión que pide al misionero la experiencia del
enamoramiento de Cristo y de su Iglesia. El Decálogo del Evangelizador. Son diez perfiles fundamentales que van dando rostro al evangelizador
para configurase con Cristo Jesús. 1.
Convertirse al Evangelio. Está primera conversión
implica reconocer la propia debilidad y el propio pecado, aceptar que se está
necesitado de ayuda, y aceptar el amor gratuito de Dios que se nos da en
Cristo Jesús. Convertirse es “llenarse de Cristo”, sacando fuera todo lo que
no “viene de la fe”. 2.
Vivir
en comunión íntima con Jesús. Esto nos pide romper en pedazos los ídolos
que se llevan en el corazón en lugar de Cristo. Ser evangelizador es vivir
con Cristo, en Cristo y para Cristo, para poder después ser trasparencia de
él ante los demás. Porque el Evangelio es Jesús mismo. 3.
Dejarse guiar por el Espíritu. El
Espíritu es el alma de la Iglesia y el primer agente de la Evangelización. La
clave del éxito para todo evangelizador es la “docilidad al Espíritu” para
dejarse plasmar interiormente por Él, y poder, así llegar a configurase con
Cristo., hasta llegar a decir con San pablo: “Ya no soy yo el que vive, es
Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 19). 4.
Tener
conciencia de enviado. Aunque parezca lo contrario, en medio de nuestras
muchas debilidades vamos encarnado una doble certeza: Primero que Dios nos
ama y nos ha elegido para ser sus ministros. Segundo nosotros también lo
amamos y con alegría y agradecimiento hemos decidido servirlo y amarlo 5.
La docilidad a
la voluntad de Dios. No
servimos a cualquier proyecto, sino al Proyecto que Dios ofrece a toda
la humanidad: El Reino de Dios. El
Proyecto es de Dios y es para todos los hombres, razón por la que nos hemos
de sentir responsables de todos y cada uno de ellos. Que nuestra única
preocupación sea poner en práctica la voluntad del Señor. 6.
Vivir en
comunión con la Iglesia. Jesús ha confiado el Ministerio de su Palabra,
de la Reconciliación y de la conducción a su Iglesia. Ella animada por el
Espíritu continua y prolonga en la Historia la “Obra Redentora de su
Fundador”. Ella llama, forma y envía a los evangelizadores: Pone en su boca
la Palabra que salva. 7.
El amor
apasionada por la Iglesia. Amarla como es; débil, enferma y pecadora en
sus miembros, pero también, fuerte, sana, santa y consagrada. En la Iglesia
no somos perfectos, tan solo perfectibles. El evangelizador acoge con
fidelidad el mensaje revelado que ella custodia y trasmite, vive en ella la
comunión de fe, de culto y de caridad, pone al servicio de ella todos los
dones recibidos de Dios y participa con su entrega en sus tareas
evangelizadoras. 8.
Tener valentía
profética. Sin confiar en sí mismo se lanza como el misionero de Cristo,
confiando en la fuerza del evangelio y en la acción del Espíritu Santo que
superan todo esfuerzo humano. Al evangelizador tan sólo se le pide su
“obediencia incondicional a Dios antes que a los hombres”. Sólo entonces
tendrá la fuerza para predicar el Evangelio,
con fidelidad en situaciones de conflicto, con plena libertad, para
corregir, denunciar y construir una nueva humanidad. 9.
Amar a los
hombres como Jesús los ha amado. El evangelizador, elegido por el Señor,
ha sido también justificado y glorificado (cfr Rom 8, 29). Dios ha derramado
su Amor en su corazón (Rom 5, 5) para que ame a Dios y a los que el Señor ama,
de manera especial a los más débiles y pobres. El evangelizador ama todo lo
que Dios ama y se gasta por dar vida a sus hermanos. 10. Buscar a los descarriados. Superando
todas las fronteras y divisiones busca a los que se han perdido, comprende a
los pecadores, les corrige con amor, abre perspectivas nuevas de vida,
reconstruye los lazos de la fraternidad y entrega su vida por los demás. En camino de crecimiento espiritual. La vida es un viaje que nos pide ponernos en camino de crecimiento
hasta llegar a la Meta. Buscar entender nuestras actitudes nos pone de frente
a una pregunta: ¿Cómo me comporto frente al dinero, al sexo, al poder, al
trabajo, servicio, a la fama, al prestigio? ¿Cómo me comporto frente a un
espíritu de soberbia, de lujuria, de amor a la riqueza? Podemos definir las
actitudes en grupos: positivas y negativas, pesimistas y optimistas, en
buenas y malas. A la luz del Evangelio decimos que las actitudes pesimistas,
negativas, derrotistas, deterministas, conformistas o totalitaristas no vienen
de la fe (cf Rm 14, 23), y por lo mismo, no nos ayudan a ser mejores personas
o mejores cristianos misioneros. Las actitudes cristianas nacen y crecen a la sombra de la Palabra de
Dios, acompañada por una vida de oración para que la Palabra sea: escuchada, guardada, cumplida y orada (Lc
8,21; 11,28). La actitud crece con el uso de su ejercicio, en la práctica en
buenos hábitos, de criterios sólidos, de virtudes cristianas hasta llegar ser
“armas de luz” (Rm 13, 12) o “armadura de Dios” (Ef 6, 11) para “revestirse
del Señor Jesucristo y no dejarse conducir en la lucha contra el mal por los
deseos del instinto (Rm 13, 14). Una mente iluminada por el Evangelio y una
voluntad fortalecida por el Espíritu Santo hacen unidad con el corazón para
dar al misionero una “conciencia moral, misionera, llena de amabilidad,
generosidad, solidaridad con todos, bondad, justicia y verdad (cfr Gál 5, 22;
Ef 5, 9). Las actitudes cristianas del misionero de Cristo, cuando se
convierten en acciones concretas a favor de la obra del Reino de Dios son
para beneficio de toda la Iglesia. Hagamos presente lo que comúnmente se dice: >>el que
no crece disminuye; el que se estanca no avanza y el que no avanza retrocede,
como “el que no junta desparrama” (Mt 12, 30). Les Leyes del Reino. Lo
que todo misionero debe saber es que el Reino de Dios crece en el mundo según
un dinamismo establecido por el mismo Dios. Todo el que se integre al Reino y
quiera desarrollar su dinamismo ha de acoger y respetar sus leyes internas.
Estas leyes fueron explicadas por el Señor Jesús a través de sus parábolas. Ø
La ley
de la gratuidad. El reino crece por su sola fuerza. Hay que tener
confianza absoluta en que la semilla fructificará por sí sola. Basta
sembrarla con valor, paciencia y perseverancias (Cfr Mc 4, 26- 29) Ø
La ley
de la acogida. La Palabra de Dios no da fruto automático, ya que éste
depende también de la respuesta del hombre. El Reino es una realidad que se
propone y, por tanto, puede ser aceptada, rechazada y descuidada. Ø
La ley
de la gradualidad. El Reino de Dios empieza siempre de forma sencilla y
humilde, para después, siguiendo un ritmo obscuro, pero creciente de
maduración, alcanzar unos resultados inesperados (Mc 4 19. 13,20). No hay que
escandalizarse porque comience pobre, sencillo y humilde, hay que respetar
sus procesos de crecimiento con paciencia y esperanza. Ø
La ley
de la contradicción. El Reino será juzgado por muchos como impiedad,
subversión o locura, y, por eso, será llevado a la cruz. Sólo si es capaz de
aceptar la crisis, la oposición y la muerte, brotará como una realidad nueva
(Cfr Jn 12, 23- 28). El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo es
más que su señor. Bástale al
discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mt 10, 24). Ø
La ley
de la donación. En el Paraíso de Dios se encuentra el “Árbol de la vida”
(Apoc 2, 7) del cual el misionero ha de alimentarse para que pueda ser capaz
de darlo todo y para poder poseer la
“Perla Preciosa”. En el Reino nadie vive para sí mismo, tanto en la vida como
en la muerte somos del Señor y para el servicio (Cf Rm 14. 8) El Señor no
pide poco, tampoco pide mucho, él lo pide todo (cfr Mt 5, 44- 45). No es
válido dejar algo en reserva; no es válido convertirse a medias; no puede
regatear la entrega, la donación, no se puede perder el tiempo, dejaríamos de
ser útiles para el Reino (cfr Lc 9, 59- 62). La fuerza del reino de Dios es
una gracia humanizadora y trasformadora que irrumpe por la fe en el corazón
de los hombres para llevarlos a su Plenitud en Cristo. Fuerza que nos pone de
pie, nos saca fuera de situaciones menos humanas para hacernos más humanos,
más personas y mejores personas, capaces de “vivir en comunión y
participación”, ser hombres y mujeres para el servicio a la “comunidad
fraterna”. Puesto que en el reino de Dios nadie vive para sí mismo (cfr Rm
14, 8). Oración: Padre nuestro…venga a nosotros tu Reino de amor, de paz, de
gozo, de justicia. |
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