Exigencias de la Misión.
Objetivo: Descubrir el sentido de la Misión para despertar el amor y la pasión por ella, para llamar a os hombres a la salvación ofrecida por el Padre en Jesucristo su amado Hijo.
Iluminación: “Rueguen al dueño de la
mies que envíe trabajadores a sus campos” (Lc 10, 2). “Para que la Palabra de
Cristo habite en ustedes con toda su riqueza”
(Col 3, 16) “Que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la
verdad y a la salvación, por Cristo Jesús Nuestro Salvador” (2 Tim 2, 4).
La vocación a la Misión. “El encuentro con el Señor produce una profunda
trasformación de quienes no se cierran a él.
El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los
demás la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro” (I en A 68). La
vocación a la misión tiene cuatro elementos:
Ø
La Llamada. Es Dios quien tiene
la iniciativa y marca la vida del elegido. No somos nosotros quienes elegimos a
Dios; ha sido Él quien por amor nos eligió desde antes de la creación del mundo
(Cfr Ef 1, 4). La elección divina es gratuita, Dios llama por amor. El llamado
suscita la búsqueda y el seguimiento de Jesús. Seguirle es vivir como Él vivió,
aceptar su mensaje, asumir sus criterios, abrazar su suerte, participar su
propósito que es el Plan del Padre.
Ø
La Misión. Es llamado para
desempeñar una tarea específica y especial. Llamados para ser enviados con la
fuerza del Espíritu como mensajeros de la Buena Nueva. Primero discípulos y
después apóstoles, pero sin dejar de ser discípulos. Enviados a ofrecer a los hombres la “comunión con Dios y con los
hermanos.
Ø
La Respuesta. El hombre tiene que
responder poco a poco por el don de la gracia. Dios llama a crecer y madurar en
la fe, quien responde al llamado vive como hijo de Dios. El don de Dios se
puede rechazar, descuidar o abandonar; la elección es inalterable, está ahí,
esperando que el hombre la descubra y responda con su vida.
Ø
La Consagración. El llamado de Dios
al hombre es funcional: es elegido para algo, para una misión que pide que el
misionero comprometa toda su existencia y comprenda que no se pertenece, es
propiedad, total y exclusiva de Cristo.
La experiencia de
Dios. Esta experiencia es el punto
de partida de la vida nueva que encarna en el “elegido” una doble certeza: De
que Dios lo ama y que él también ama a su Señor. Dios irrumpe en la vida de una persona,
hombre o mujer, no importa su estrato social, ni su vida moral, fama o
reputación… El Señor, Buen Pastor se acerca, nos hace entender que andamos
equivocados; nos invita a volver al camino que nos lleva a la casa del Padre; nos perdona, sana y
libera; al pecador, tan solo le toca responder
a la iniciativa de Dios dejándose amar, perdonar y conducir. A esto es
lo que llamamos la experiencia de Dios; experiencia que se vive y que
compromete nuestra vida: “Déjame ir contigo Señor” Le dijo el hombre que Jesús
había liberado de una “legión de demonios”. Jesús lo envía como su primer
misionero a tierra de paganos. (Mc 5, 18- 20).
Encontrar
a Cristo vivo es aceptar su amor primero, optar por Él, adherir libremente a su
persona y proyecto, que es el anuncio y la realización del Reino de Dios” (I en
A 68) El encuentro tiene una dimensión eclesial y conlleva al compromiso
misionero. Un ejemplo de lo anterior es la “sanación de la suegra de Pedro” (Mc
1, 29- 31), a quien Jesús sanó de la fiebre, la levantó de la cama, y ella se
puso a servirles. La fidelidad al
servicio es la garantía de que el Señor sostiene al elegido en su trabajo; al
misionero tan sólo se le pide que se fiel al amor de aquel que lo llamó.
Del encuentro con Cristo
a la conversión del corazón. El
hombre liberado, reconciliado y renovado es ahora un misionero en potencia, con
su testimonio y su palabra estará, en su momento, al servicio de la familia, de
la sociedad o de la Iglesia. No habrá cambio de estructuras en la sociedad, si,
primero, no cambia el corazón de los hombres. La soberbia, madre y raíz de todo
pecado (incluyendo los pecados capitales) es el peor enemigo de la realización
humana. Recordemos a lo largo del camino que el hombre se realiza cuando vive
su compromiso, en la donación y en la entrega a favor de todos los demás.
El
Señor Jesús nos sana de la fiebre de las concupiscencias: la soberbia, la
avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza para que podamos
ser mejores servidores. La enfermedad del pecado atrofia a los hombres y los
incapacita para el servicio a favor de los demás: hedonismo, consumismo,
materialismo, instrumentalismo, individualismo…son manifestaciones de una
sociedad enferma que genera frutos de muerte: angustia, miedo, odio,
frustraciones, resentimientos, supersticiones…mientras la enfermedad persista,
los hombres encerrados en sí mismos, se pasan la vida buscando razones para
sentirse bien; buscan su propio bienestar al margen de los demás. La iniciativa
de Dios para liberar y sanar el corazón de los hombres tiene como fin, además,
del bien individual, el bien de la sociedad. Cuando el corazón del hombre sana
por la acción de Dios, es mejor esposo, mejor, padre…san Lucas nos diría: “Si los demonios empiezan a ser expulsados
es que el Reino de Dios ha llegado a
ustedes” (Lc 11,20).
Las exigencias de la
misión. Colaborar en la misión de Cristo
tiene sus exigencias y compromete la vida entera de los misioneros. Es propio
del discípulo de Cristo gastar su vida como sal de la tierra y luz del mundo
(DA 110) Veamos cuales son las indicaciones que hace Jesús a los 72 discípulos
recién enviados. (Lc 10, 1- 11)
Ø
Reconocer que Dios
es el Dueño de la obra y que uno nos es más que un jornalero o trabajador.
Ø
Que “la
cosecha es mucha y los trabajadores pocos”, que se necesitan muchas manos y
corazones bien dispuestos para que la Obra del reino se extienda y alcance a
muchas más personas.
Ø
Que la misión es
gracia y no voluntarismo humano; y que por tanto, es necesario no dejar de
rogar “al Dueño de la mies que envíe
trabajadores a sus campos”.
Ø
Que la misión está
bajo el signo de la debilidad y de la mansedumbre: “los envío como corderos en medio de lobos”.
Ø
Que la misión es
urgente y no hay que perder tiempo en saludos, reconocimientos y protagonismos:
“No se detengan a saludar a nadie por el
camino”.
Ø
Que el misionero ha
de ser siempre un amante y protagonista de la paz: “Cuando entren en una casa
digan: “Que la paz reine en esta casa”.
Ø
Que el misionero ha
de estar siempre donde hay más necesidad y dolor, y ha de mostrar con signos que Dios es Padre y tiene un Reino
para nosotros: “Curen a los enfermos que
haya y dígales: “Ya se acerca a ustedes el reino de Dios”.
Ø
Que no hay que
sentirse mal por no ser bien recibidos en algunas ciudades: “Sacúdanse hasta el polvo de los pies” en
señal de protesta y distanciamiento de esa cerrazón.
Ø Y que todo esto ha de hacerse con entusiasmo, confianza y alegría: “Alégrense más bien de que sus nombres están grabados en el cielo”.
El Misionero conoce el Camino de la
Misión. Al misionero fiel y consagrado a
su Misión, Dios, por la acción del Espíritu Santo le abre caminos para que vaya
a los lugares y personas que el Señor le designe para que siembre en ellos la
semillas del Reino y abra campos de acción que sean signos permanentes de
Iglesia. Recordemos las palabras del poeta Charles Péguy: Caminante no hay
camino, el camino se hace al caminar. El misionero ha de estar atento a recibir
las indicaciones de lo Alto que siempre serán confirmadas por los Pastores de
la Iglesia.
Ø
El contacto con la Palabra. La lectura asidua de la Palabra de Dios irá abriendo la
mente del misionero y ayudándole a descubrir la voluntad de Dios para su vida; también,
en el contacto con la Palabra, Dios hace nacer los deseos de conocerlo amarlo y
servirlo (cfr Flp 2, 13).
Ø
La oración íntima, cálida y continua. Juntamente con la “escucha de la Palabra, el misionero
orante va creciendo en la capacidad de escucha y respuesta. Oración y
Palabra van llenando el corazón del
misionero de caridad pastoral, de amor por la voluntad de Dios, por el servicio
y de amor a la Iglesia y a las almas.
Ø
La opción por los pobres. El discípulo misionero de Jesucristo no busca quedar bien
y no busca que le vaya bien, razón por la que siguiendo las huellas de su
Maestro, sin excluir a nadie, hace una “opción preferencial” por los pobres a
quienes sirve y ama con alegría.
Ø
La universalidad de la Misión. La oración y Palabra nos llevan a descubrir que Dios
ama a todos los hombres y que Cristo murió por todos, por lo tanto, Dios quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (2 Tim
2, 4). El discípulo de Jesús ha de ser un hombre abierto a la verdad, y a la universalidad de la
salvación.
Ø
El desprendimiento de cargas inútiles. Seguir a Jesús sin tantas maletas, significa vivir el
Evangelio sin componendas ni arreglos ni matices. Desprenderse de las cargas
del corazón es renunciar a la lujuria, a la soberbia, a todo aquello que hoy se
llaman malos deseos o desorden de las concupiscencias.
Ø
Soportar las pruebas.
Pablo, apóstol y siervo de Cristo Jesús recuerda su discípulo Timoteo la
exigencia de soportar como buen soldad de Cristo Jesús los sufrimientos por la
causa de la predicación del Evangelio (2 Tim 2,4)
Ø
Fiel a su Identidad.
De la misma manera le recuerda, que para recibir el premio y no ser
descalificado, hay que jugar limpio, sin mezclar las cosas del mundo con las
cosas de Cristo; sin mezclar la luz con las tinieblas; la carne con la gracia
de Dios: “No se puede servir a dos señores”. (2 Tim 2, 5 )
Ø
Ser primero para amar.
Dios es Aquel que nos amó primero (1 Jn 4, 10) Él siempre toma la iniciativa.
Pablo le dice a Timoteo que el misionero es como el agricultor: tiene el
derecho a ser en primero en comer de los primeros frutos de la cosecha (2 Tim
2, 6 ) De la misma manera el misionero tiene que ser el primero en creer, en
vivir lo que cree y en anunciar lo que vive. En apóstol de Cristo habla de su
experiencia de fe, iluminada por la Palabra de Dios.
La experiencia del
desierto. La exigencia fundamental es el ser llamados, lo que
equivale a entrar por la puerta del redil (Jn 10, 1ss) Si escuchamos la voz del
Buen Pastor, la ponemos en práctica, tengamos la seguridad que nos iremos
llenado con sus mismos sentimientos, con sus mismos pensamientos, con sus
mismos preocupaciones, con sus mismas intereses y con sus mismas luchas (cfr
Flp 2, 5) Una segunda exigencia, consecuencia de la
anterior es la dejarnos conducir al desierto por la acción del Espíritu Santo.
El desierto es la etapa de la preparación para la misión. Es el lugar de la
victoria de Dios, donde al comprender su voluntad, nos rendimos a su acción
amorosa para decir con Jeremías: “Me sedujiste Señor, y me dejé seducir” (Jer
20, 7). En el desierto el futuro
misionero aprende a escuchar y discernir lo que es y vine de Dios y lo que
viene de otros espíritus.
Al final del desierto, cuando la lección ha sido
aprendida, ha llegado el momento de la opción fundamental: Opción por Jesucristo, abrazando la voluntad de Dios, se confirma el
llamado respondiendo con una triple afirmación: “Sí amaré, sí obedeceré y sé serviré.
Para confirmarse como el misionero de Cristo que ha vencido al demonio y lo ha
atado para quedar totalmente disponible para servir por amor al Señor en el
lugar y con las gentes que le sean asignadas. Aceptar el momento presente y el
lugar que se le designe es una señal de la madurez y de la fidelidad del
Misionero a la Misión: “Iré a donde Tú Señor, me lleves, y diré las palabras
que Tú pongas en mi boca”. Al salir de misiones el Misionero de Cristo no pide
cartas de recomendación, tampoco exige que le vaya bien o bonito, como de la
misma manera no buscará quedar bien… tan sólo hacer la voluntad del que lo
envió.
Oremos
con María, Madre y Modelo de Misioneros: «He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» (Lc 1, 38)
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