10. LA FE: CAMINO DE MADUREZ HUMANA

 

1.              LA FE: CAMINO DE MADUREZ HUMANA

 

Objetivo: Enfatizar que la fe viva, animada por la caridad, es un camino de realización humana que toca todas las dimensiones de la persona para que en la obediencia a la Palabra de Cristo y en la docilidad al Espíritu Santo, el cristiano, creación nueva, se realice en la donación, en la entrega y en el servicio a los demás.

Iluminación: Jesús dijo a los judíos que habían creído en Él: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libre” (Jn 8, 31- 32)

El que cree en Cristo se convierte en hijo de Dios. Esta adopción filial lo trasforma, dándole la posibilidad  de seguir el ejemplo de Cristo. Lo hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la Gracia culmina en vida eterna, en La gloria del Cielo (Catic 1709)

1.         La fe crece creyendo, es decir, crece en la medida que realicemos los ejercicios de la fe.  

 

La fe es un camino de realización humana que nos lleva a la Plenitud y a la madurez en Cristo. ¿Cómo se crece? Con una sola palabra podríamos dar la respuesta: En la obediencia a la Palabra de Cristo. Aceptando la voluntad de Dios como norma para la vida. Llevando una vida orientada a Él, tras las huellas de Jesús. Dios nos llama a crecer como personas y como cristianos. La vida como respuesta al llamado de Dios nos hace responsables y libres. La fe es un camino de maduración humana, nos hacer ser personas plenas. Pero para una mejor compresión  a la luz de la fe, pensamos en cuatro estilos de vida que se fusionan entre sí para dar consistencia  a la estructura de la fe:

 

a)          Vivir en la verdad, reconociendo la propia dignidad como personas y como hijos de Dios, y  la misma vez, reconociendo el rostro de Cristo en los demás. La vida en la verdad exige desechar toda mentira, falsedad y engaño y cultivar los valores morales, tales, como la honestidad, sinceridad, lealtad e integridad, la hospitalidad… (Cfr  Rm 13, 9-21). Las Palabras de Jesús son tan actuales ayer como hoy y lo serán mañana: “La verdad os hará libres (Jn 8, 32).

 

b)         Practicar la justicia, exige guardar los Mandamientos de Dios y cultivar el amor fraterno y los valores del Reino: El compartir, la solidaridad, el servicio libre y voluntario (Jn 14, 21-23) El Apóstol nos describe la señal de la fe adulta: “Nosotros los fuertes debemos llevar las flaquezas de los débiles, y no buscar lo que nos agrada”. Qué cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo buscando su bien y su madurez en la fe” (Rom 15, 1-2).

 

c)          Caminar en la libertad de los hijos de Dios que tiene como fundamento la verdad, evitando el libertinaje que lleva a la fornicación (1 Tes 3, 3), pues no nos ha llamado Dios a la impureza sino a la santidad (1Tes 4, 3). Libres en Cristo para amar, conocer la verdad y servir a la obra del Reino.

 

d)         Llevar una vida centrada en la Eucaristía, sacramento del amor de Dios a los hombres en Cristo: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56) En El Pan eucarístico encontramos la fuerza para la práctica del amor mutuo y para con todos (1Tes 3, 12) El amor es donación y entrega. La Palabra de Dios y la Eucaristía son las dos mesas de la fe, pero no son dos alimentos, sino el mismo: Cristo Jesús, Palabra de verdad y Pan de vida.

 

Estilos de vida que levantan y restauran las “casas en ruinas” para ir dando brillo a los rostros humanos. La persona está llamada a ser original, responsable, libre y capaz de amar. Estilos de vida que responden al Plan de Dios y que despiertan la “capacidad de los creyentes” a realizar las obras que desde antaño les fueron encomendadas (Ef 2, 8- 10).

2.         Los frutos de la Fe.

 

Para conocer y saborear los frutos de la fe, primero hemos de ser evangelizados, para luego entrar en el proceso de la fe–conversión a la luz de las “Leyes del Reino de Dios”. Sin cultivo no hay cosecha. Frutos que son también llamados “Los frutos del Espíritu Santo” (Gál 5, 22). Para conocerlos, poseerlos y saborearlos existen tres “ideas fuerza”:

 

“Ser de Cristo”, “Vivir en Cristo” y “Vivir para Cristo”. Estos  son los “ejes fuerza” de la fe y de la vida cristiana, y a la vez, son manifestación de la Gracia de Dios y de la voluntad humana que se abre a la acción del Espíritu que guía a los hijos de Dios (Rm 8, 14). Por la fe fecunda y fértil, el creyente, puede “Ir pasando de la muerte a  la vida; de la esclavitud a la libertad; del pecado a la gracia”. El fruto de la acción del Espíritu Santo en la vida del creyente es el “Hombre nuevo” (2Cor 5, 17). Los frutos son manifiestos: Una vida en la verdad en la cual se practica la justicia, se camina en libertad, se ejerce la caridad y se cree en el bien común. La carta a los Gálatas enumera nueve frutos: El amor, la paz, el gozo… (Gál 5, 22). Sabemos que no son los únicos, encontramos en la Sagrada Escritura varias listas que nos hablan de los frutos de la fe (Ef 4,23; 5, 9; 6, 14ss; Col 3, 12ss; 2 Pe 1,5ss).

 

3.         La descendencia  de la fe.

 

“Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Catic 1710; GS 22,1) Todo cristiano está llamado a dar fruto; llamado a dejar descendencia. Una vida estéril, infecunda y sin frutos, lleva el signo de la infelicidad, de la desgracia, de la frustración. Tal como lo dice Santiago: “una fe sin obras está muerta” (St. 2, 14)

El pastor de Hermas dejó a la Iglesia un camino para llegar, no sólo  a la santidad, sino también, a la madurez humana; un hermoso itinerario espiritual que no admite invertir los factores. Son siete virtudes que fundamentan la estructura espiritual del cristiano:

 

V  La fe. La virtud teologal de la fe es la fuerza que nos pone de pie (Hech 3, 6). La fe sincera nos pide “guardar los Mandamientos y escuchar, guardar y cumplir la Palabra de Dios”, es a lo que llamamos la “Obediencia de la fe”. Una fe que se vive, se celebra y se anuncia para que abarque todas las dimensiones de la vocación cristiana.

 

V  La continencia, primera hija de la fe, sin la cual no podremos caminar y llegar  a la Meta. Caminar con los pies sobre la tierra, con dominio propio; dueños de sí mismo, con la capacidad de soportar las tentaciones y las pruebas de la vida (cfr Mt 7, 21ss). La continencia contiene la templanza, la castidad y el dominio propio.

 

V  La sencillez, hija de la continencia nos enseña a vivir en comunión con Dios, con los demás y con la naturaleza. Cuando no se posee la sencillez somos personas conflictivas, violentas y agresivas. La sencillez es inseparable de la humildad y de la mansedumbre, sin ella no podremos hacernos como niños, exigencia para entrar al reino de Dios.

 

V  La pureza, hija de la sencillez nos aporta un corazón puro y limpio, sin malicia; una fe sincera y una recta intención (1Tim 1, 5). En la primera de las Bienaventuranzas el Señor nos dice: “Felices los limpios de corazón porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3ss). La conciencia limpia, nos dice, san Pablo es el guardián del “Misterio de la fe” (Col 3, 17)

 

V  La santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Heb 12, 14). La santidad, hija de la pureza, nos pide llevar una vida libre del dominio de la carne, para vivir en Cristo, según Dios o viviendo en el Espíritu (Rm 8, 1-9). Para Pablo la santidad es la vocación de todo cristiano y se alcanza por la comunión con Cristo y llevando una vida digna del Señor (1 Tes 4, 1-7). Santa es la persona que unida a Cristo, ama y se dona sin más interés que la gloria de Dios y el bien de los demás.

 

V  El compromiso de la fe implica toda la vida del cristiano, con todas sus dimensiones: familiar, laboral, eclesial, vida de piedad, diversiones, estudios, amistades, negocios, noviazgo, etc. La vida en santidad es una vida iluminada y conducida por el Espíritu Santo. La medida de la santidad es el amor, la caridad, corona de todas las virtudes cristianas (2Pe 1, 1-10). Santo es el que ama a Dios y a sus semejantes. El amor cristiano y fraterno se expresa en el compromiso y en el servicio a Dios en la Iglesia y en la sociedad.

 

V  La ciencia, entendida, en primer lugar, como conocimiento. Lo que exige profundizar en el conocimiento de las verdades de la fe o del Misterio de Cristo. En segundo lugar la ciencia, entendida como sabiduría divina que nos hacer gustar de las cosas de Dios. Saborear su palabra, gustar de los Sacramentos, de la oración y del compromiso con los menos favorecidos.

 

V  El amor, corona del proceso. Es la fe llevada a su madurez (Gál 5, 6). Presencia de Dios en el corazón del creyente (Jn 14, 21- 24) que lo capacita para una vida consagrada al Señor que se gasta en la donación, entrega y servicio por la “causa de Jesús”.

 

La fe es la madre de todas y cada una de las virtudes cristianas, y a la vez, cada una, es madre de la que le sigue. Cada una de estas virtudes son manifestación de un “alumbramiento permanente”, que nos llevaría a la “configuración con Cristo” (El Pastor de Hermas. Fuentes Patrísticas 6.  Pág. 121).

 

Quien se olvide del cultivo de las virtudes humanas- cristianas, está desnudo, ciego y corto de vista (2 Pe 1, 9; Apoc 3, 17)  Se engaña a sí mismo, y no responde al Plan de Dios que quiere hacer de cada cristiano: “alabanza de su Gloria” (Ef 1, 12-14). Pero, quien las cultiva es “Hombre nuevo”, original, responsable, libre y capaz de amar. Es el hombre que en Cristo se convierte en “don” para los demás (cfr Rm 14, 8)


4.         El Desafío de la fe. Todo empezó con Abram de Ur de Caldea: Yahvé dijo a Abram: “Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12, 1). Abraham creyó a Dios, y se puso en camino. De una cosa podemos estar seguros: la fe no nos pide carta de recomendación y no garantiza que habrá éxito, no exige que nos vaya bien como tampoco quedar bien. La fe pide escuchar, levantarse, salir fuera y ponerse en camino. ¿Hacia dónde? Abraham, Moisés, Samuel y los profetas nos dirían: “Hacía lo desconocido”, y lo desconocido es Dios.

Jesús dijo a alguien que quería unirse a sus discípulos: “Las zorras tiene sus madrigueras y las aves sus nidos, pero el Hijo del hombre, no tiene donde reclinar su cabeza” (Lc 9, 58). No hay garantías ni seguridades ni vacaciones pagadas. Ponerse de pie, salir fuera y ponerse en camino es aceptar el desafío de la fe; es creer para después entender; es ponerse en camino para después ver las maravillas del Evangelio. El desafío de la fe es aventurarse en búsqueda de “La Perla preciosa”. Pide la confianza de responder al llamado sin saber de qué se trata.

Para los discípulos, Pablo y las primeras comunidades fue dar el salto de la Antigua Alianza a las manos de Cristo, quien con su sangre selló la Nueva Alianza, con la confianza de no ser defraudadas, para luego abandonarse en las manos de Dios y esperarlo todo de Él. Para quien quiera dar el salto de la fe, éste exige la renuncia a los ídolos: soltarse de toda agarradera en la que se ponía la confianza, y a la vez orar para que el Espíritu Santo sea el principal protagonista y no se caiga en la tentación de hacer de los actos de fe un show o un negocio.

Aprendamos de Zaqueo que escuchó el llamado, creyó y dio el salto de la fe: con alegría se bajó de su “monopolio de dinero”, y abrió las puertas de su corazón y de su casa a Jesús (Lc 19, 1ss).

De Levy, el cobrador de impuestos, a quien Jesús lo llamó a seguirlo, y él dejándolo todo lo siguió (Mc 2, 13-14). Del mismo José el esposo de María: “No temas tomar  contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un  hijo a quien pondrás el nombre de Jesús…” (Mt 2, 20- 25). José creyó, abandonando sus planes, aceptó el desafío de la fe, fue por María su esposa y la acogió en su casa para desde ese momento dedicar su vida al cuidado del Niño y de su Madre.

5.         La mirada de la fe.

 

El hombre nuevo, aquel que ha salido del “Encuentro con Cristo”, que se ha puesto en camino, a partir de la “Experiencia de la fe” estrena un nuevo sentir, una manera nueva de pensar y de ver las cosas. El hombre que está en Cristo mira con los ojos del corazón. Existe en la vida de los hombres un antes y un después de conocer a Cristo. En el antes no se tenía la luz de la verdad que da la nueva mirada, por lo tanto, la mirada podía ser pesimista, negativa, derrotista, violenta y agresiva. Los juicios eran despectivos, cargados con una porción de envidia, odio y egoísmo. La fe nos dice: “No juzgues para no ser juzgado; no condenes para no ser condenado; perdona y serás perdonado” (Mt 7, 1) La realidad es que no podemos ver y escuchar y no juzgar.

¿Cómo entender entonces las palabras de Jesús? El Señor quiere que seamos maduros en la fe para que nuestros juicios estén llenos de misericordia y compasión, de justicia y solidaridad >>para que no hagamos a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros<< (cfr Mt 7, 12).  

La mirada de la fe es amable, misericordiosa, compasiva, solidaria, abierta a la donación, la entrega y el servicio. La mirada de la fe descubre al pobre en su situación concreta de necesidad que clama por ayuda; mirada que reconoce la huella de Dios en todas sus creaturas; descubre a Cristo en sí mismo y en los demás. El cristiano de ojos limpios es un buscador de valores: se sabe un don de Dios para los demás; se reconoce persona, y descubre el sentido de las cosas y de la vida misma. La mirada de la fe responde a cinco preguntas fundamentales para saber quién soy y para que estoy aquí: ¿Cómo te piensas? ¿Cómo te miras? ¿Cómo te valoras? ¿Cómo te aceptas? ¿Cómo te amas? Ahora pregúntate: ¿Te piensas, te miras, te valoras, te aceptas y te amas como Dios te ama?

 

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