Iluminación. “Cristo, aprendió
sufriendo a obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación
eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5, 8- 9).
Jesús es el siervo obediente. La Escritura define a Jesús como
el “Obediente”. Desde su nacimiento (Heb 10, 5), hasta su muerte de cruz (Fil
2, 8); la vida de Cristo fue obediencia total a la voluntad de su amado Padre.
Obediente a la voluntad santa y pura de su Padre, de la cual hace su alimento:
“Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4,
34). El fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia,
sino un acto de obediencia; un acontecimiento, por lo tanto, no se halla en la
razón, sino en el Kerigma, fundamento de la predicación apostólica: “Cristo se
hizo obediente hasta la muerte” (Fil 2, 8). En la carta a los Hebreos
encontramos que la obediencia cristiana es camino de perfección: “Cristo, aprendió sufriendo a obedecer.
Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los
que le obedecen” (Heb 5, 8- 9).
La obediencia de Cristo es la
fuente y la causa de nuestra salvación: “Por
la obediencia de uno sólo todos alcanzarán
la justificación” (Rm 5, 19). Se trata de la obediencia de Cristo al
Padre manifestada ya por el Hijo en la oración del huerto: “Padre si es posible aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Esta obediencia de Cristo es la
antítesis de la desobediencia de Adán. ¿A quién desobedeció Adán? No a sus
padres, ni a las autoridades, ni a las leyes, sino a Dios. En el origen de
todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios, y en origen de todas las
obediencias está la obediencia de Cristo al Padre.
La obediencia de Cristo. ¿Cómo pensar la obediencia de Cristo?
Jesucristo a lo largo de toda su vida hizo la voluntad de su amado Padre, pero,
en su pasión llega al colmo su obediencia, al entregarse sin resistir a los
poderes inhumanos e injustos, haciendo a través de todos estos sufrimientos la
experiencia de la obediencia (Heb 5, 8),
haciendo de su muerte el sacrificio más precioso a Dios, el de la obediencia
(Heb 10, 5-10; cfr 1Sm 15, 22).
Con toda razón la carta a los
Hebreos designa a Cristo como “el autor y
el consumador de nuestra fe” (Heb 12, 2). “Por un acto de obediencia de Cristo al Padre, hemos sido salvados”. La
Fe de Cristo es ante todo, obediencia al Padre, es su “sacrificio espiritual”
del cual hace su alimento (Jn 3, 34). El mal consiste en desobedecer a Dios
y el bien consiste en obedecerle. Si como dice la Escritura, Cristo fue
obediente hasta la muerte, la obediencia de Cristo consiste en una sumisión,
total y absoluta, en situaciones extremadamente difíciles a la voluntad de
Dios. El profeta Isaías nos dice estas palabras que las podemos aplicar a
Jesús, el Señor: “Yo no me he resistido
ni me he echado para atrás” (Is 50, 6). Podemos decir entonces, que la
obediencia de Cristo es fuerza para destruir la antigua desobediencia que hubo
en el paraíso, y que hay hoy en nuestras vidas.
El Espíritu Santo es dado a los que obedecen. La obediencia
abarca toda la vida de Jesús. San Juan pone en los labios de Jesús estas
palabras: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”, “Yo hago
siempre lo que le agrada” (Jn 4, 34; 8, 29). Tanto para San Juan como
para San Pablo el señorío de Cristo tiene su origen en la obediencia al Padre
del cielo.
A las tentaciones del Maligno en
el desierto, Jesús responde: “Está dicho”. Para Jesús las palabras de la
Escritura son órdenes de Dios a las que hay que obedecer sin titubeos. Tras la
última tentación Jesús, Vencedor del Maligno, vuelve a Galilea con la Fuerza
del Espíritu (Lc 4, 14). El Espíritu Santo es concedido a los que obedecen a
Dios (cfr Hech 5, 32). Quien se resiste al Maligno, se somete a Dios y a la
inversa, quien se somete a Dios resiste al Maligno (cfr St 4, 7).
La obediencia de Jesús es a toda
la Escritura que se refiere a él: La ley, los salmos y los profetas, puesta en práctica, es una obediencia
perfecta, realizada con amor y con libertad interior. Pero a la misma vez, esta
obediencia se manifestó en las “cosas que padeció”: “El Mesías tenía que padecer antes de entrar en su Gloria” (Lc 24,
26), por eso en Él brilla en sumo grado la obediencia filial, hasta en los
momento extremos cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión: “Dios mío, Dios mío, en tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La obediencia filial, es causa y
fuente de salvación porque es “Obediencia hasta la vergonzosa muerte de
Cruz” (Fil 2, 8). Para Cristo obedecer es abandonarse en las manos
del Padre.
Dos clases de esclavitud. La primera es la esclavitud del
pecado: “Todo el que peca es esclavo”
(cfr Jn 8, 34). También Pablo afirma las palabras que Juan pone en los labios
de Jesús: “Mientras que ustedes eran
esclavos del pecado, estaban en la muerte” (Rm 6, 20). La esclavitud del pecado
es esclavitud de la ley; es esclavitud del Mal, de las cosas y de las personas. “Sabido es que si os ofrecéis a alguien
como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del
pecado que os llevará a la muerte” (Rm 16, 16). El esclavo no se pertenece,
es un ser oprimido carente de libertad interior, y por lo mismo es estéril y su
vida está vacía del verdadero amor. Por la obediencia de Cristo hemos sido
rescatados de la esclavitud de la ley para ser libres en Cristo Jesús con la libertad
de los hijos de Dios (cfr Gál 4, 5).
La segunda esclavitud de la
obediencia que conduce a la vida y genera vida. Escuchemos a San Pablo: “La
esclavitud de la obediencia a Dios que os conducirá a la salvación” (cfr Rm 6, 16). Cristiano es aquel que se ha
puesto libremente bajo la jurisdicción de Dios, lo ha aceptado como su
Salvador, Maestro y Señor: “Vosotros que
antes eráis esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os
ha sido trasmitida, y liberado del pecado os habéis puesto al servicio de la
salvación” (Rm 6, 17). Es un verdadero cambio de dueño y de obras: es el
paso de la muerte a la vida; del pecado a la justicia; de la desobediencia a la
obediencia. Ha habido un rompimiento, una renuncia y una afirmación de fe:
Renuncio al pecado y creo en “Jesucristo
que me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gál 2, 19). He pasado de la
muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad; he cambiado de Padre, ahora
soy hijo de Dios y siervo de Cristo Jesús, elegido para anunciar la Buena
Noticia (Rm 1, 1ss).
El lugar de la trasferencia ha sido el Bautismo. “Por el bautismo hemos muerto con Cristo;
hemos sido sepultados con él y hemos resucitado a una nueva vida” (Rm 6,
4). “Sabemos que nuestra condición
pecadora ha sido crucificada con él, para que se anule la condición pecadora y
no sigamos siendo esclavos del pecado” (Rm 6, 6). La obediencia cristiana
radica en el bautismo, por el que todo bautizado queda consagrado a la
obediencia. Digamos entonces, y en primer lugar, que la obediencia cristiana es un don, es una
gracia. No sólo tenemos el deber de obedecer, también tenemos la gracia para
obedecer. En segundo lugar es una respuesta.
En el bautismo entramos en la
Nueva Alianza y aceptamos a Jesús como Señor de nuestras vidas, razón por la
cual la obediencia es una prolongación necesaria en nuestra vida: sin
obediencia no hay señorío de Cristo. De la misma manera que él obedeció, el
creyente, si quiere ser cristiano, está llamado a obedecer al Señor a quien le
pertenece para llegar a ser semejanza de él. “Hemos sido elegidos, consagrados y santificados por el Espíritu según
el designio redentor de Dios para obedecer a Jesucristo” (cfr 1Pe 1,2). La vocación cristiana es una vocación a la
obediencia. Hoy quiero retomar la decisión de obedecer a Cristo en toda
circunstancia de mi vida. Solo entonces podré alcanzar la santidad a la que
Dios me llama. Sin obediencia no hay santidad.
Las dimensiones de la obediencia cristiana. La salvación que
Dios nos ofrece en Cristo tiene dos dimensiones: nos saca del pecado, de las
tinieblas, de la esclavitud y nos lleva al reino del Hijo de su amor (Col
1, 13). Perdona nuestros pecados y nos da su gracia redentora. En la vida
existencial: se abandona el mal para hacer el bien. En un primer momento recibimos a
Cristo como “Don” de Dios. En segundo momento lo recibimos como “modelo” a
imitar en nuestra vida. En un primer momento recibimos una
obediencia como gracia y en un segundo momento expresamos otra obediencia como
respuesta, es nuestra imitación práctica de la obediencia de Cristo. La obediencia como obligación a los superiores
o los padres será siempre obediencia a Dios.
Sin obediencia no hay identidad. San Pablo habla de la
obediencia de la fe (Rm 1, 5), a la enseñanza (Rm 6, 17), al evangelio (Rm 10,
16; 2Ts 1, 8), a la verdad (Gál 5, 7), a Cristo (2Cor 10, 5). De lo anterior
podemos decir que la obediencia fortalece, afirma y robustece la identidad
cristiana, sacerdotal y apostólica. La identidad es el ser con… ser hijo con el
Padre, ser hermano con el hermano, ser sacerdote con Cristo Sumo y Eterno
Sacerdote. Ser esposo con mi esposa y ser esposa con mi esposo; ser padres con
nuestros hijos y ser hijos con nuestros padres. Esto nos enseña que la
obediencia al Mandamiento Regio de Jesús, el Señor: “Ámense los unos a los otros como yo os he amado, para que el mundo
crea que el Padre me ha enviado” (cfr Jn 13, 34-35), es fuente y causa de
identidad cristiana, es por encima de todo, obediencia al Evangelio.
¿Qué hacer cuando la obediencia de un superior se opone a la obediencia a
Dios? “El que a ustedes escucha a
mí me escucha; el que a ustedes desprecia a mi me desprecia; y quien a mí me
desprecia, desprecia al que me envío” (Lc 10, 16). La voluntad de Dios
ha quedado manifiesta en Cristo Jesús, Palabra de Dios hecha carne; La
obediencia espiritual a Dios no impide la obediencia a la autoridad visible e
institucional; al contrario la renueva, refuerza y vivifica, hasta el punto que
la obediencia a los hombres se convierte en criterio para juzgar si hay
auténtica obediencia a Dios.
¿Cómo se logra
entender la obediencia a Dios? San Pablo nos dice: “Porque es Dios quien, según sus designios, produce en ustedes los
buenos deseos y quién les ayuda a llevarlos a cabo” (Fil 2, 13). Nos queda
claro, es Dios quien toma la iniciativa. Se siente en el corazón el relampagueo
de la voluntad de Dios. Se trata de una “moción” o “inspiración” del Espíritu
que suele nacer de una palabra de Dios escuchada o leída en algún momento de oración.
No se sabe cómo, ni de dónde viene, pero ha llegado un pensamiento, que está
allí como algo frágil, más aún, puede ser ahogado por cualquier cosa. Uno se
siente interpelado por esa palabra, por esa inspiración; se siente que Dios nos
pide algo nuevo y se responde con un “Sí”. Puede ser algo vago y obscuro
respecto a lo que pide hacer, cómo hacerlo, pero clarísimo y firme conforme a
la sustancia.
¿Qué hacer en
estas circunstancias? No sirve de nada darle vueltas a la mente porque eso no ha
nacido de la carne, sino del Espíritu, y la respuesta sólo la puede dar el
Espíritu. Lo único que nos queda es orar y volver a orar; esperar orando que
Dios realice su Voluntad en nosotros, o que nos use como instrumentos para que
realice por medio nuestro, sus planes de vida eterna. Mientras tanto, hemos de
depositar la llamada en las manos de los superiores, o de aquellos, que de
alguna manera tengan alguna autoridad espiritual sobre nosotros. Se ha de creer
que sí es de Dios el llamado, Él hará que sus representantes lo reconozcan como
tal. Uno de los criterios del
discernimiento es la inmediatez divina: Seguridad de una vocación en la
docilidad eclesial. Por un lado, Dios da la certeza y por otro lado, la
Comunidad la confirma.
Quiero ser sacerdote, Dios me ha dado
la certeza de ello, pero, no quiero someterme al discernimiento de los
superiores de la Comunidad o de la Iglesia, lo más seguro es que la llamada no
venga de Dios (cfr Gál 1, 18).
Obedecer siempre y en toda circunstancia. Obedecer a Dios es
algo que podemos hacer siempre. En cuanto más se obedece, más se multiplican
las órdenes y las obediencias. Cuando Dios encuentra un corazón dispuesto a
obedecerlo, se hace cargo de su vida y la conduce por sus caminos hacia la
conversión del corazón; hacia la paz y la libertad interior. Digamos también
con claridad que obedecer a Dios es algo que podemos hacerlo todos. El camino
de la obediencia está abierto a todos los bautizados. Consiste en presentar los
asuntos a Dios. No hacer las cosas sin antes haber preguntado a Dios si es su
voluntad que las hagamos. Orar para que todo salga bien. Cuando se ama la
obediencia, primero se pregunta al Señor y después se actúa. Se trata de
renunciar a decidir por sí mismo sin tener en cuenta a Dios, sino que se le da
la oportunidad a Dios de intervenir en nuestros asuntos, sometemos nuestra
voluntad a la voluntad de Dios.
Cuanto más se obedece, más se
multiplican las órdenes de Dios. En cada momento, en cada circunstancia Dios
dirige y gobierna nuestra vida cuando somos dóciles al divino Espíritu. Podemos
decir, que el camino de la obediencia a Dios está abierto a todos los
bautizados. Cuando se ama a Dios, se le pregunta antes de actuar para que el
acto de obediencia no sea una iniciativa nuestra. Renuncio a decidir por mí mismo
y le doy a Dios la oportunidad de realizar en mi vida sus designios, su
voluntad, su querer; para que todo lo que yo realice, desde hoy sea obediencia
a Dios, sea mi “sacrificio espiritual”: Someter mi voluntad a la voluntad de
Dios.
Para conocer la voluntad de Dios
se ha de cultivar el hábito de la oración humilde y confiada, a la misma vez
que se ha de cultivar la apertura y docilidad a las mociones del Espíritu Santo
que guía a los hijos de Dios y hace de ellos “hostias vivas y santas y
agradables a Dios” (Rm 12, 1). La mente mundana y pagana no puede ni quiere
conocer la voluntad de Dios, sólo, dejándose renovar en lo más profundo de la
mente, puede el cristiano conocer la voluntad divina: lo justo, lo bueno y lo
perfecto (cfr Rm 12, 2-3).
Amar la voluntad de Dios es amar la obediencia. Podemos
afirmar con el salmista que cuando la voluntad de Dios se convierte en la
delicia de nuestra vida, Él ilumina nuestra mente, purifica nuestro corazón y
fortalece nuestra voluntad, y del fondo de nuestro ser brotará siempre el grito
más liberador de la historia: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad”
(Heb 10, 7). Seremos personas enamoradas de la obediencia y de la voluntad de
Dios, a la misma vez que Dios se complace con todo lo que abarque nuestra
actividad pastoral. Escuchemos a personas como Abraham decir: “Aquí estoy” (Gn
22, 1); Moisés: “Aquí estoy Señor” (Ex 3, 4); Samuel: “Aquí estoy” (1Sam 3, 1);
Isaías: “Aquí estoy” (Is 6, 8); María: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1,
38); Jesús dice: “Aquí vengo para hacer tu voluntad” (Heb 10, 9).
La obediencia del cristiano. Jesucristo
por su obediencia fue constituido Señor (Flp 2, 11). “Revestido de todo poder,
tanto en el cielo como en la tierra” (Mt 28, 18), tiene derecho a la obediencia
de toda criatura. “La voluntad del Padre es que todo el que ve al Hijo y cree
en él, tenga vida eterna” (Jn 6, 39-40). Creer en Jesús significa adherirse a
su Persona por la fe. Aceptar su palabra como Norma para la vida. Significa
amarlo, seguirlo y consagrarle la vida. Por
Jesucristo, por la obediencia a su evangelio y a la palabra de su Iglesia (2Ts
3, 14), alcanza el hombre a Dios en la fe: “Por medio de él recibimos la gracia
del apostolado, para que todos los pueblos respondan con la obediencia de la fe
para gloria de su nombre” (Rm 1, 5). Por la fe el hombre escapa a la
desobediencia original y entra en el misterio de la salvación: Jesucristo,
única ley del cristiano. Esta ley comprende la obediencia a los padres (Col 3,
20); a los superiores y a las autoridades humanas legítimas, a los esposos (Col
3, 18); a los maestros (Col 3, 22); y a los poderes públicos, reconociendo en
todas partes la autoridad de Dios (Rm 13, 1-7). Pero como el cristiano no
obedece nunca, sino, para servir a Dios, es capaz, sí es preciso, de
enfrentarse con una orden injusta y obedecer a Dios más que a los hombres”
(Hech 4, 19). Cristo es capaz de enfrentarse a toda orden que atente contra la
dignidad de las personas.
Si un superior invita u ordena a
pecar, o hacer algo contra los Mandamientos de la Ley de Dios, no se le debe
obedecer. Como el caso que un padre de
familia, quiere obligar a su hija a casarse con alguien que ella no ama o
conoce, porque el Evangelio es más grande que la cultura
Oración. Dios mío, dame un
corazón que ame siempre tu voluntad y dame la fuerza de ponerla en práctica.
Deseo obedecerte en todo, tanto, en las cosas pequeñas como en las grandes.
Dame Señor la capacidad para captar las mociones de tu Espíritu a lo largo de
cada día de mi vida. Qué pueda yo Señor, decir con tu Hijo: “Heme aquí oh Dios
para hacer tu voluntad”. Te pido la obediencia a mi Obispo y a tu Iglesia para
que a ejemplo de María sea obediente a tu Palabra hasta la muerte.
Publicar un comentario