MARÍA,
VIRGEN Y MADRE DE DIOS.
OBJETIVO: Presentar
a María como Virgen y Madre de Dios, Madre e Imagen de la Iglesia. María es ya
lo que la Iglesia está llamada a ser; es signo de esperanza cierta para
la Iglesia que camina hacia la casa del Padre.
"María cuida con amor materno de los
hermanos de su Hijo que todavía peregrinan hasta que sean conducidos a la
Patria Celestial. Por ello, la Virgen María es invocada en la Iglesia con los
títulos de Abogada, Auxiliadora, Ayuda y Mediadora" (LG 62).
"Se
alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; porque ha mirado la humillación de su
esclava" "María dijo: Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha
mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es
santo. Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. El
hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios, de corazón, derriba del
trono a los poderosos, y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma
de bienes y a los ricos Is despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia —como lo había prometido a nuestros padres—, en favor
de Abrahán y su descendencia para siempre" (Lc 1, 46-55).
María,
humilde mujer judía, vive anticipadamente el misterio de las bienaventuranza. María es una humilde mujer judía: como pobre de Yahvé, pone
totalmente su confianza en Dios. En el canto del Magnificar, transmite
Lucas una tradición que conserva el sentido y los sentimientos de fondo de la
oración de María, modelo de la del Pueblo de Dios. Según la forma clásica de un
salmo de acción de gracias, celebra María las maravillas que Dios hace en la
historia de la salvación en favor de los humildes. En su propia pobreza vive
anticipadamente el misterio de las bienaventuranzas.
María
creyente: "De fe en fe" La fe de María es la
misma del Pueblo de Dios: una fe humilde que se ahonda sin cesar a
través de las oscuridades y de las pruebas. Ella vive cada momento en una
situación de no comprender todavía (Cfr. Lc 2, 19-51) con referencia a algo
venidero que ha de traer solución y cumplimiento. Lo hace con fe profunda y
confiada. En esa fe actúa la misma gracia que después, cuando llega la hora,
trae la luz. Pero, al surgir, la luz se convierte en punto de partida para una
nueva expectación creyente. Así María camina "de fe en fe" (Rm 1,
17).
La vida de
Jesús es para María un misterio progresivamente iluminado. Desde la anunciación, la vida de Jesús se presenta a María como
misterio de fe, misterio que es progresivamente iluminado por mensajes
enraizados en las profecías del Antiguo Testamento. El niño se llamará Jesús,
será hijo del Altísimo, hijo de David, el rey de Israel, el Mesías
anunciado (Lc 1, 31-33). En la presentación en el templo oye María aplicar
a su Hijo la profecía del Siervo de Yahvé, luz de las naciones y signo de
contradicción (Cfr. Lc 2, 29-35). A los doce años, en medio de los
doctores, Jesús habla a su madre con palabras llenas de resonancia profética:
"¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49).
María reconocerá en ellas no sólo la misión y vocación de su hijo, sino también
la superioridad de la fe sobre la maternidad carnal.
Fe de María
ante los caminos insospechados de Dios. El Evangelio
de San Lucas recoge las reacciones de María ante los caminos insospechados que
Dios va abriendo en su vida: su turbación ante el saludo del ángel (Lc 1,
28ss), su dificultad ante lo que parece imposible (1, 34), su asombro ante la
perspectiva profética que descubre Simeón (2, 33), su perplejidad ante la
respuesta de Jesús en el templo (2, 50). En presencia de un misterio que la
desborda todavía, reflexiona sobre el mensaje, piensa sin cesar en el
acontecimiento misterioso, conservando sus recuerdos, meditándolos en su
corazón (1, 19.51). Atenta a la palabra de Dios, la acoge con generosidad aun
cuando desborda sus perspectivas y aun cuando haya de sumir a José en la
ansiedad (Mt 1, 19-20). En razón de esta fe, Jesús mismo proclamó
bienaventurada a la que le había llevado en sus entrañas (Lc 11, 27-28). María,
creyente y fiel, lo es en el silencio cuando su Hijo entra en la vida pública y
así permanece hasta la cruz.
Un saludo
mesiánico: "Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo". En
nombre de Israel y de la humanidad, María acoge el anuncio de la salvación:
"Aquí está la esclava del Señor..." ¿Cómo
pudo María mantenerse en tal vocación? Porque en su pura sencillez se escondían
una plenitud y profundidad de vida que no tenían parangón, una sencillez, que
no excluye ninguna dote de espíritu y que se llama gracia: "Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1 ,28). El "alégrate"
del ángel no es un saludo corriente: evoca las promesas de la venida del Señor
a su ciudad santa (So 3,.14-17; Za 9, 9). El "llena de gracia", o
colmada de favor y del amor divino, puede evocar a la esposa del Cantar de los
Cantares, una de las figuras más tradicionales del pueblo elegido. Sólo ella
recibe, en nombre de Israel y de la humanidad, el anuncio de la salvación. Ella
lo acepta y hace así posible su cumplimiento: "Aquí está la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). La fe de María, su
aceptación del mensaje divino, repercute en la salvación de toda la humanidad.
En esta aceptación de María, realiza Dios el acto salvífico de la venida de
Cristo al mundo.
María, sin
mancha de pecado, desde su concepción. María es por
excelencia la elegida por Dios y la plenamente salvada por Cristo. Es
llena de gracia, sin mancha desde su concepción, enemiga del mal desde el
principio (Cfr. Gn 3, 15), conforme al plan de Dios. Orígenes llama Santa a
María antes de la Anunciación: esto lo ratifica el apelativo "llena de
gracia", que a nadie se aplicó jamás. Crece en santidad mediante las
acciones que son fruto de la caridad y la fe (Hom. in Lucam: 6, 7, 8, 9). San
Ambrosio dice que María está libre de toda mancha (In Ev. sec Lc 3, 9). San Agustín
excluye de María todo pecado; si bien, en cuanto al original se refiere, no es
suficientemente explícito (contra Iulianum 4, 122). San Juan Damasceno resume
la tradición oriental: "La Santísima hija de Joaquín y Ana, que habita en
la cámara nupcial del Espíritu preservada de todo pecado, cual corresponde a la
Esposa y Madre de Dios" (Hom 1 in Nat.). Duns Escoto enseñó con
claridad la Inmaculada Concepción de María como fruto de la bondad de Dios, que
pudo hacerlo así con María, convenía hacerlo y lo hizo (Th. marianae
elementa, 190). Recogiendo la fe de la Iglesia universal, con el refrendo
de los Obispos de todo el mundo, el Papa Pío IX (el 8 de diciembre de 1854)
proclama como dogma de fe la Inmaculada Concepción de María: "Por la
autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y
Pablo y la Nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que
sostiene que la Bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda
mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción... en
atención a los méritos de Jesucristo... es doctrina revelada por Dios y debe
ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles" (DS
2803; cfr. LG 53-59).
María,
siempre virgen. María es "siempre
virgen" (DS 301; 422; 502ss; 1880). Dice San Agustín: "María concibió
siendo virgen, dio a luz como virgen y permaneció siempre virgen" (Sermo
196, 1). En el momento de la anunciación, la virginidad de María es puesta de
relieve por la objeción que ella misma dirige al ángel: "¿Cómo
será eso, pues no conozco varón?" (Lc 1, 34). Esta pregunta da pie al
ángel para anunciarle la concepción virginal de Jesús: "El Espíritu Santo
vendrá sobre tí, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el
santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios" (Lc 1, 35). El
Espíritu de Dios que dirigió la creación del mundo (Gn 1, 2) va a inaugurar en
la concepción de Jesús la creación de un mundo nuevo. Por una parte, San Lucas
presenta la concepción virginal como una exigencia de la filiación divina de
Jesús. Por otra, en el anuncio de su maternidad misteriosa, conoce María su
vocación virginal. Esta virginidad implica una actitud interior. Así lo dice
San Agustín: "De nada le hubiera valido a María ser Madre de Dios si no
hubiera llevado antes a Cristo en su corazón que en su seno" (De sancta
virg. 3, 3).
María, la
Virgen Madre. A todos los. niveles de la tradición
evangélica es María, ante todo, "la madre de Jesús".
Diversos textos la designan sencillamente con este título (Mc 3, 31-32; Lc 2,
48; In 2, 1-12; 19, 25-26). Con él se define toda su función en la obra de la
salvación. El protoevangelio anuncia ya que es madre la mujer cuya descendencia
aplastará la cabeza de la serpiente (Gn 3, 15). Luego, en los relatos de esterilidad
hecha fecunda por Dios, las mujeres que dieron a luz a personajes decisivos en
la historia de Israel prefiguran remotamente a la Virgen Madre. Esta maternidad
virginal se insinúa en la profecía del Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7,
14), profecía que los evangelistas reconocerán cumplida en Jesucristo (Mt
1, 23; Lc 1, 35-36).
María, unida
a Cristo en la totalidad de su misterio. María, por su
maternidad virginal en la fe, es la única persona humana que interviene
inmediatamente en el acontecimiento salvífico supremo de la venida del Hijo de
Dios al mundo. Al concebir virginalmente en su fe y en su seno al Salvador del
mundo, María hace posible la Encarnación, que es obra exclusiva de Dios. Ella
es la que recibe inmediatamente al Hijo de Dios en su mismo hacerse
hombre. Según el plan de Dios, María estuvo unida a Cristo en la totalidad
de su misterio desde el nacimiento hasta la muerte y resurrección. El vínculo
de María con Cristo está constituido por su fe y su maternidad virginal
inseparablemente unidas entre sí.
María, Madre
de Dios. María, la madre de Jesús, es por esto mismo
verdadera Madre de Dios (Theotokos). Esta expresión brota como
afirmación auténtica del Verbo y se hace universal en la Iglesia del siglo IV.
No es extraño, pues, que el Concilio de Efeso (año 431) afirme
solemnemente: "Si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente
Dios y que, por esto, la Santísima Virgen es Madre de Dios (Theotokos), puesto
que engendró, según la carne, al Verbo de Dios encarnado, sea anatema" (DS
252). San Cirilo de Alejandría, que presidió el Concilio, escribía a
continuación a sus fieles: "Sabéis que se reunió el santo sínodo en la
gran iglesia de María, Madre de Dios. Pasamos allí el día entero... Había allí
unos doscientos obispos reunidos. Todo el pueblo esperaba con ansiedad,
aguardando desde el amanecer hasta el crepúsculo la decisión del santo
Sínodo... Cuando salimos de la iglesia, nos acompañaron con antorchas hasta
nuestros domicilios, porque era de noche. Se respiraba alegría en el ambiente; la
ciudad estaba salpicada de luces; incluso las mujeres nos precedían con
incensarios y abrían la marcha" (Epístola 24).
(Extraído del Catecismo de la Conferencia Episcopal
Española)
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