Dios es Amor y nos ama.
Jesús es el Amor entregado a los hombres.
« Dios es amor, y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). « Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan
vida eterna » (cf. 3, 16).
Existe una gran
multitud que tiene una imagen falseada de Dios. Unos lo piensan lejano,
castigador, poderoso, un dios tapa huecos. Otros han escuchado que Dios es amor, lo saben de oídas,
pero no han tenido experiencia de su Amor.
Quien posea una imagen falsa de Dios, tiene a su vez, una falsa imagen
del hombre y de la vida. Es común escuchar: Nací para ser rey; para ser rico;
otros podrán decir: nací para gozar la vida.
Dios es Amor y te
ama, a ti, así como eres, pero, tal vez, por la vida que llevas no puedes
experimentar su amor. Qué gran verdad es esta, verdad que inició en mi vida el
cambio en la manera de pensar, de sentir y de actuar. Cambió mi manera de
pensar acerca de Dios, del hombre y de la vida. El pecado es lo que se opone al
amor y por lo mismo nos impide vivir la experiencia permanente de vivir en el
amor y de vivir amando.
¿Cómo nos ha amado Dios?
·
Dios ha manifestado su amor en la
Creación, al llamarnos a la existencia; el hombre ha sido creado por Dios con
amor, por amor y para amar. El hombre descubre el sentido de su vida saliendo
de sí mismo para darse, entregarse a los demás.
·
De manera especial nos ha
manifestado su amor en la regeneración es decir, al enviarnos a su Hijo
Jesucristo. San Pablo nos dice en este respecto: Dios nos manifestado su amor,
cuando aún siendo nosotros pecadores Cristo murió por nosotros. (Rm 5,6) Por
que Dios nos ama, nos perdona y nos hace libres. Libres de todo lo que nos atrofia y libres para amar.
·
Dios nos muestra su Amor enviando
el don del Espíritu Santo en nuestros corazones: Dios ha derramado su amor en
nuestros corazones” (Rm 5, 5)
·
Cristo Jesús nos manifestado su
amor al quedarse por nosotros y para nosotros en la Eucaristía.
·
Todo nos habla del amor de Dios.
Todo rostro humano es un “don de Dios” para nosotros. Nosotros mismos somos
regalo de Dios para los demás.
·
Por la acción del Espíritu Santo y
nuestra respuesta en la fe, aceptemos ser “Amor entregado de Cristo a los hombres”.
Nos dice Benedicto
XVI: El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede
suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de
ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro
entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y
el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y
sentimiento en el acto único del amor. El
Encuentro personal con el Amor de Dios es la fuente de toda espiritualidad
cristiana e implica la totalidad de la persona, de sus dimensiones y de sus
acciones individuales y comunitarias. El encuentro es liberador y gozoso. Es
liberador por Dios nos quita las cargas y gozo por que experimentamos el triunfo
de la Resurrección de Jesucristo (cf Mt 11, 28-29).
La voluntad de amar.
A partir de la
experiencia, nos dice el santo Padre, la historia de amor entre Dios y el
hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la
comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la
voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí
algo extraño que los Mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia
voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más
íntimo, es mío. El
cultivo de una voluntad para amar me hace mirar en la misma dirección con Dios:
amar lo que el ama y amar como Él lo ama. Muchos tenían las mejores
intenciones; parecían los mejores servidores, pero al no cultivar una voluntad
firme, férrea y fuerte para amar, hoy día andan dando lástimas. Se desviaron
del Camino.
Amar es darse, amar es
entregarse.
El amor de “Eros es tan sólo el principio”, los sentimientos, los
impulsos y los deseos humanos tiene que atravesar por un proceso de
purificación, que dan al hombre un estado de perfección. “Ser perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).Esta perfección es posible
cuando se entiende el amor como un “ocuparse del otro y preocuparse por el otro”.
Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que
ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al
sacrificio, más aún, lo busca. En amor no nace ni crece en un corazón lleno de grasa (cf Slm 118, 70). Escuchemos
a san Pablo: “El fin de este mandato es la caridad que procede de un corazón
limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tim 1, 5).
Amar exige salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la
entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo,
(con los demás), más aún, hacia el
descubrimiento de Dios: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el
que la pierda, la recobrará » (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia
suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10,
39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas
palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva
a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere,
dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio
personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de
la existencia humana en general. Crece entonces el
abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28).
El amor llevado a su
madurez, nos dice el santo Padre es « agapé », el cual, como hemos visto, se convirtió en la expresión
característica para la concepción bíblica del amor (cf Gál 5, 6). En oposición
al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia
del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro,
superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. El
Eros por sí mismo da muerte a los seres
amados, los cosifica, los instrumentaliza, los manipula y luego los abandona a
su suerte.
Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por
otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo,
descendente. No puede dar únicamente y
siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez
recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede
convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7,
37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber
siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo
corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).
Pero ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la
persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y
el alma. Sólo cuando ambos se funden verdaderamente en una unidad, el hombre es
plenamente él mismo. Únicamente de este modo el amor —el eros— puede
madurar hasta su verdadera grandeza.
Para Benedicto XVI
el « amor » es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los
casos, una u otra puede destacar más. Pero
cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una
caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor. También hemos visto
sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto
al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre,
interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo
tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre
todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen
del hombre.
¿Es posible amar a Dios? ¿De dónde nace el amor a Dios?
En efecto, nadie ha
visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo
invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. “Dios nos ha
amado primero”, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de
Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al
mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9).
Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). En
Jesús podemos ver lo que nosotros estamos llamados a ser: Hijos de Dios,
hermanos y servidores a los demás.
El amor brota del Encuentro con Cristo.
En el encuentro con Cristo en la fe, Él deja en nosotros una
Presencia llamada “Esperanza” que se despliega en el amor. Es el amor derramado
en nuestros corazones (cf Rom 5, 5) para realizar las buenas obras que Dios nos
ha encomendado (cf Ef 2, 10). Desde este momento mi espiritualidad me hace
decir: “no ayudo, no doy”, “no hago religión”, para salvarme, sino porque ya
estoy salvo, Cristo habita por la fe en
mi corazón (Ef 3, 17). Los Mandamientos no son
una carga, pues “mi delicia es hacer la voluntad de mi Padre”, y puedo
exclamar con valentía: “Amo los caminos del Señor”. “El que conoce mi Palabra y la guarda ese es
el que me ama” “El que conoce mis mandamientos y los guarda ese es el que me
ama”. (Jn 14, 21- 23) La finalidad de
los Mandamientos es el amor y el servicio al prójimo. La espiritualidad
cristiana es una vida conducida por el Espíritu Santo y se manifiesta en el
afuera, en favor de los demás como “Pan compartido con alegría en favor de los
demás”.
La Iglesia es sacramento del amor de Dios a los hombres.
a) La naturaleza íntima de la
Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria),
celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia).
Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para
la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que
también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es
manifestación irrenunciable de su propia esencia.
b) La
Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie
que sufra por falta de lo necesario. Pero, al mismo tiempo, la caritas-agapé
supera los confines de la Iglesia; la parábola del buen Samaritano sigue
siendo el criterio de comportamiento y muestra la universalidad del amor que se
dirige hacia el necesitado encontrado « casualmente » (cf. Lc 10, 31),
quienquiera que sea. No obstante, quedando a salvo la universalidad del amor,
también se da la exigencia específicamente eclesial de que, precisamente en la
Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en
necesidad. En este sentido, siguen teniendo valor las palabras de la Carta a
los Gálatas: « Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero
especialmente a nuestros hermanos en la fe » (6, 10).
¿Cómo tiene que ser nuestro amor a los pobres?
Tiene que ser un
amor de calidad. El cristiano tiene que ser un profesional del amor de “ágape”.
No busca el interés personal (cf 1 Cor 13, 4); dice no al proselitismo; está en
guerra contra la manipulación que es la peor ofensa contra la dignidad humana.
Cuando el amor ha madurado en corazón del hombre o de la comunidad aparecen
tres actitudes fundamentales: La
preocupación por los demás, la reconciliación continua y el compartir
permanente. Son actitudes que deben estar en la voluntad, llenar el corazón
y manifestarse en acciones concretas. No basta con ser profesionistas, hemos de
humanizar nuestro servicio a los pobres. La caridad promueve a los demás y
cambia las estructuras. Cuando el Espíritu Santo guía nuestras vidas, hay “Vida
espiritual” y hay “Espiritualidad cristina o bíblica”, sus frutos son llamados “frutos
de la fe” (Gál 5, 22); son también llamados “frutos del Espíritu” y “Valores
del reino de Dios”. Destacamos entre muchos: El compartir, la dignidad humana,
la solidaridad humana y el servicio, manifestación del amor (cf Mt 20, 28).
¿Por qué hemos de amar a Cristo?
Es propio de la madurez del amor
que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al
hombre en su integridad. No obstante, éste es un proceso que siempre está en
camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el
curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo.
Idem velle, idem nolle,[9] querer lo
mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el
auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un
pensar y desear común. Amamos a Dios porque él nos amó primero y nos entregó a
su Hijo (1 Jn 4, 10), Cristo se entregó por mí, por nosotros y por su Iglesia
(cf Gál 2, 20, Ef 5, 2. 25). He de amar a Cristo para que él se manifieste en
mi vida (cf Jn 14, 21) y para hacer Alianza de amistad con él y vivir su Pascua
para servir con él (cf 2 Tim 2, 11)
La fuente del amor: Un corazón limpio, una fe sincera y una recta
intención.
Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios,
(mediante la Palabra, la vida de oración, los sacramentos, el amor al prójimo) podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir
reconocer en él la imagen divina (ver a Jesús en el rostro de los otros). Por el
contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo
« piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la
relación con Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor.
Sólo mi disponibilidad para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace
sensible también ante Dios. Sólo el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que
Dios hace por mí y a lo mucho que me ama. Mi religión no es grata a Dios (Cf
Col 1, 10) Santiago en su carta nos die: “La religión pura e intachable ante
Dios Padre es ésta: ayudar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones y
conservarse incontaminado del mundo” (Snt 1, 27).
¿Cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad
cristiana y eclesial? La opción por los pobres. Tener un corazón que ve, aquí y
ahora. El amor es gratuito, no busca otros objetivos.
a)
Según el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano, la caridad
cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en
una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos
vestidos, los enfermos atendidos para que se recuperen, los prisioneros
visitados, etc. (cf Mt 25, 31ss)
Un primer requisito fundamental es
la competencia profesional, pero por sí sola no basta. En efecto, se trata de
seres humanos, y los seres humanos necesitan siempre algo más que una atención
sólo técnicamente correcta. Necesitan humanidad. Necesitan atención cordial.
Cuantos trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia deben
distinguirse por no limitarse a realizar con destreza lo más conveniente en
cada momento, sino por su dedicación al otro con una atención que sale del
corazón, para que el otro experimente su riqueza de humanidad. Por eso, dichos
agentes, además de la preparación profesional, necesitan también y sobre todo
una « formación del corazón »: se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios
en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo
que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir
impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual
actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6).
b) La
actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e
ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no
está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y
ahora del amor que el hombre siempre necesita. De acuerdo al Mandamiento Regio:
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros; que, como yo
os he amado, así os améis también entre vosotros. Todos conocerán que sois
discípulos míos en una cosa: en que os tenéis amor los unos a los otros.» (Jn
13, 34- 35).
Los tiempos modernos, sobre todo
desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas
variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia
marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder
injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al
servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta
cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se
paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a
la caridad como un sistema conservador del statu quo. En realidad, ésta
es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc
del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La
verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por
el momento, a comportarse de manera inhumana.
A un mundo mejor se contribuye
solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea
posible, independientemente de estrategias y programas de partido (cf Rom 12,
9). El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de
Jesús— es un « corazón que ve ». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa
en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la
Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe
añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras
instituciones similares.
c)
Además, la caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera
proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos.[30]
Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de
lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia,
la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Quien
ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás
la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es
el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El
cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar
sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor (1 Jn 4,
8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar.
Y, sabe —volviendo a las preguntas de antes— que el desprecio del amor es
vilipendio de Dios y del hombre, es el intento de prescindir de Dios. En
consecuencia, la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el
amor. Las organizaciones caritativas de la Iglesia tienen el cometido de
reforzar esta conciencia en sus propios miembros, de modo que a través de su
actuación —así como por su hablar, su silencio, su ejemplo— sean testigos
creíbles de Cristo.
En la
espiritualidad del Amor, el adentro sale de sí mismo para encontrarse en el
afuera para darse a sí mismo como regalo de Dios para los demás. Primero es el “Ser”
que recibe de Dios “el Don” que viene a visitar a su pueblo como fuerza
salvadora y redentora (cf Lc 1, 69), para sacarlos del pozo de la muerte (Cf Ez
37, 12; Gál 4, 4); para después, realizar las “Buenas Obras en favor de los
hombres necesitados (cf Ef 2, 10).
Hay espiritualidad
cristiana donde hay Vida espiritual, y hay Vida espiritual, ahí, donde el Espíritu
Santo se mueve y nos guía.
Entresacado de “Deus
caritas est”. (Benedicto XV1)
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