EL TESTIMONIO DE SER LLAMADO A SERVIR JESÚS.
Iluminación: “No me habéis elegido vosotros a mí,
sino que yo os he elegido a vosotros, (Jn 15, 16)
1.
Ser testigos del amor de Cristo
A la luz de la primera carta de Juan,
el servidor debe ser un testigo que ha oído, contemplado, tocado con la mano lo
que anuncia a los demás (1 Jn 1,1-3). Uno que tiene a Cristo en su corazón, en
su mente, en sus labios y en sus manos. Un hombre o una mujer que han tenido un
“encuentro en la fe con Cristo Jesús”. Alguien que es portador de una Presencia
que lo ha transformado en Testigo del Evangelio para que anuncie el Amor de
Dios manifestado en la persona de Cristo y su Obra redentora en favor de todos
los hombres (Rom 5, 1-5).
Recordemos las palabras del mismo Jesús: “La boca habla de lo
que abunda el corazón” (Mt 12, 34) El Apóstol san Pablo nos dice: “Qué Cristo
habite por la fe en vuestros corazones, para qué enraizados en el amor, (Ef 3,
17) podáis comprender la sublime riqueza de su Gracia y cuán grande y sublime
es la esperanza que nos da su llamamiento (Ef 1, 17). La experiencia de Cristo
nos introduce en el camino del Discipulado. Discípulo es el que ha escuchado la
Palabra de Dios y la ha puesto en práctica. Ha probado lo bueno que es el Señor
(Jn 6, 67), y seducido por él, acepta libre y conscientemente pertenecerle,
amarlo y seguirlo (Jer 20, 7).
2.
El primero en creer, vivir y anunciar
El predicador tiene que ser como el
campesino, el primero en comer de los frutos de la cosecha (2 Tim 2, 5), así el
servidor de Cristo debe ser el primero en creer, en vivir y en predicar lo que
ha creído y ha vivido. Ser un testigo del Poder de Cristo que lo ha
transformado en un testigo de la resurrección. Un servidor de Jesucristo conoce
el desierto porque ha sido llevado a él como un primer paso para iniciarse en
la escuela del Discipulado de Jesús. El desierto teológico es el lugar donde
habitan los demonios, y es, a la vez el lugar de la victoria de Dios. Al final
del desierto, el discípulo de Jesús, hace la opción fundamental y radical de
pertenecer, seguir y servir a Cristo.
Opción que implica dar la espalda al mundo y dar muerte a las apetencias
de la carne (Col 3, 5ss) para ser una “hostia viva, santa y agradable a Dios”
(Rom 12, 1).
3. El Encuentro con Jesús Resucitado.
El Encuentro con Jesús es liberador y es gozoso. Liberador porque nos quita las cargas, y gozoso porque experimentamos el triunfo de la Resurrección (Mt 11, 28; Lc 19,1ss). El encuentro es posible, porque el mismo Señor es el Buen Pastor que busca a las ovejas perdidas, y las busca hasta encontrarlas (Cfr Lc 15, 4) El en el encuentro con el Señor, él dice a los descarriados: “andas equivocado, vuélvete al camino que te lleva a la Casa del Padre”. Dejarse encontrar significa:
V Reconocer que no sé es feliz. Reconocer el vacío
existencial, la vida convertida en Caos.
V Reconocer que se ha equivocado. No culpo a nadie, yo
lo hice, soy culpable de todo el daño que me hecho a mí mismo y a otros.
V Reconocer la necesidad de un cambio de vida, de mente,
de corazón: Quiero cambiar y no puedo” “Quiero dejar de pecar y no puedo”.
V Reconocer que estoy necesitado de ayuda; yo no puedo
salvarme a mí mismo; yo con mis solas fuerzas no puedo llegar a la Casa
paterna. No puedo salvarme, ni salvar a otros.
V Reconocer que esa ayuda que necesito, no está lejos,
está aquí, es Jesús que ha irrumpido en mi vida de pecado y me pregunta: “Qué
necesitas de mí” “Qué quieres que haga por ti”. Jesús dice: “Yo estoy a la
puerta y llamo, el que me abra la puerta” (Apoc 3, 20). Abrir la puerta es
creer en él, es obedecerlo, es dejarlo entrar en nuestras vidas.
4. La
experiencia del Encuentro es inolvidable.
La experiencia deja huellas profundas y nos inicia en cambios profundos de la mente y del corazón: derrumba barreras, abre brechas, tumba criterios y nos inicia en la Vida Nueva. La experiencia de Cristo no fue en un retiro espiritual, no fue en una Iglesia, no estaba leyendo la Biblia; tampoco estaba en oración. Fue en una autopista y manejando un camión de carga. Iba echando pestes y blasfemando. La lectura de una calcomanía que llevaba un vehículo en la parte trasera fue mi encuentro con la Palabra. Tres palabras iniciaron en mi vida un proceso de conversión: “Dios te ama”. Mi primera reacción fue de soberbia y lancé blasfemias, diciendo a la vez gente fanática de la religión. Dejé de maldecir al experimentar como si aquellas tres palabras se desprendieran de aquel vehículo y se clavaran en mi pecho. La experiencia fue hermosa, nunca había sentido algo tan bello. Vinieron a mi mente o a mi corazón estas palabras: Dios te ama, así como eres, pero, por la vida que llevas no puedes experimentar su amor. Aquello se repitió por segunda vez y vino a mi mente la vida de pecados y de vicios que arrastraba. Dios estaba tocando mi corazón. Mi respuesta fue decir bañado en lágrimas: Si Dios me ama como soy, entonces, no soy un caso perdido; experiencia que dejó en mí una “esperanza”. Si Dios me ama, así como soy, puedo cambiar, y desde momento mi vida tomó otro rumbo… hacia la casa del Padre.
5. El inicio de
una vida nueva.
Todo empezaba a ser nuevo. El recuerdo de la “experiencia me aguijoneaba de día y de noche. No sabía orar, sólo rezaba tres aves marías y un tiempo después le añadí el Padre Nuestro y el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. También hacía oraciones leídas y comencé a leer literatura religiosa. Comencé a ver cambios en mi manera de pensar acerca de las mujeres, acerca de los pobres y acerca de mí mismo. Mis criterios sobre la vida se derrumbaron: “Cuánto tienes, cuánto vales” “Soy un caso echado a perder, nací para condenarme, no tengo remedio”, para dar paso a cambios que no entendía, pero que yo siempre había deseado, como el cambiar mi manera de hablar morbosa e inmoral.
Varios cambios en mi
manera de pensar fueron como las primeras maravillas que descubrí en mi nueva
experiencia: Mi pensar sobre Dios: De un Dios poderoso lejano y castigador que
amaba a los buenos y condenaba a los malos, a un Dios misericordioso y
compasivo que ama a todos. Eran mis pecados los que me privaban de experimentar
el amor misericordioso de Dios.
6. La
irrupción de Cristo en mi vida.
Lo que realmente
pasó es que Cristo Jesús irrumpió en vida para darme un despertar espiritual
que orientó mi vida hacia la Casa del Padre. Fue un caminar lento que me inició
en la oración y en la lectura espiritual, realidad que me ayudó descubrir que
mi “alma tenía sed de Dios”. Fueron tres años que caminé sólo y con muchas
dificultades. Fue el tiempo necesario para hacer mi examen de conciencia, de admitir
que poseía una mente servil y un espíritu de esclavitud; que vivía en las
apariencias buscando la felicidad en el tener, en las diversiones, en el sexo,
llevando una vida vacía y sin sentido.
7. Viviendo de
encuentros con Jesús.
Durante ese tiempo empecé
a leer la Biblia. Haciéndome un asido a su lectura. Fue una etapa de tomar
conciencia de mi pecaminosidad de injusticias cometidas desde muy temprana edad,
de recordar los mejores tiempos de la vida pasada, de mi vida de seminarista,
de deseos de cambiar, aunque no sabía lo que sería la conversión. Me daba
cuenta que yo quería dejar de pecar y no podía, me sentía como vendido al
pecado. No obstante, miraba algunos cambios de vocabulario que lograba sin
tantos esfuerzos. Hasta me preguntaba a mí mismo: ¿Será porque leo la Biblia y
hago algunas oraciones?
Hubo personas convencionales que me hacían pensar para mostrarme el camino hacia la Casa del Padre: La Iglesia. Llegó el día. A mi madre le dio una embolia. Me decían que quedaría como un vegetal. Me pedían que orara por ella, pero yo recordaba que para pedirle a Dios había que tener las manos limpias. Mi hermana me llamó para invitarme a ir a la confesión, parecía que adivinaba lo que yo pensaba. El mismo día me llamó para decirme donde había confesiones y a qué hora. Era el primer viernes del mes de noviembre del año 1980, entré en la Iglesia de la Sagrada Familia de Artesia, California, a eso de las siete de la noche, había varios sacerdotes confesando.
Allí viví momentos
de lucha, confusión y caos antes de la confesión. Como si alguien me recordara
que ya no creía en la Iglesia y que me iba arrodillar ante un cura a los que
había criticado, me hacía sentir hipócrita. Estaba por vivir la más grande y
hermosa experiencia de mi vida.
Frente al confesionario
hice mi oración invocando a María la Madre: “Señor creo en su Hijo; creo que él
murió por mí para que mis pecados fueran perdonados. Quiero cambiar de vida y
dejar de pecar, pero no puedo. Ayúdeme Usted Señora”.
Entré al
confesionario con miedo, me faltaba la fe. Sólo llevaba un corazón contrito con
muchos deseos de cambiar. Pregunté al sacerdote que si hablaba español. Me
respondió que hablaba siete idiomas que escogiera el que más me agradara. Me
hizo una oración poniendo su mano en mi frente. Lo que experimenté, nunca he
tenido las palabras para explicarlo. Fue una experiencia sensible que me ayudó
a comprender después, lo que estaba sucediendo. Cuando el sacerdote me dijo
“diga sus pecados”, en ese momento se me bloqueó la mente, tenía tres años
haciendo mi examen de conciencia, pero, sólo recordé los pecados más groseros.
Seguía la “experiencia sensible”.
El sacerdote con una
gran misericordia me dijo: “La Iglesia de Jesucristo es una Madre cariñosa que
anhela y espera el regreso de sus hijos ausentes, bienvenido a su Iglesia, lo
estábamos esperando”. Sus palabras me estremecieron, no me juzgó y ni me
condenó. De lo profundo de mi ser brotó un borbollón de llanto que no pude
evitar. Me sentí amado, reconciliado, había vuelto a las manos del Señor, era
un hombre nuevo. Luego el sacerdote me impuso amablemente la penitencia diciendo:
“Con eso que usted gasta en sus noches de parranda, dé lo que gasta en una
noche, a una familia pobre”. Entendí la penitencia diez y siete años después,
siendo ya sacerdote. La noche de parranda era mi vida de pecado. Lo que yo
derrochaba eran los dones que Dios me había dado para mi realización y para
ayudar a los demás. La familia pobre era la Iglesia a la que el Señor me
llamaba a servirla con mi vida.
8. Ser miembro
de una Comunidad.
De ese confesionario
salí con la impresión que caminaba sobre las nubes: “En el poder de Dios” Fue
el día más feliz de mi vida. Esa noche hice mi primera consagración al Señor
antes de orar por mi Madre enferma: Romper con el “tabaquismo”. Cigarros y
marihuana por toda la vida. Luego dejar los antros y romper con toda
pornografía, adulterios y otras cosas. Es hermoso encontrarse con el Señor. El
encuentro es Liberador y gozoso. La experiencia de vivir el encuentro es el Motor
de la vida nueva.
El Señor me regaló
una Parroquia, la Sagrada Familia, sin ella yo no hubiera permanecido y muy
pronto se hubiera terminado la experiencia de Dios. En ella viví mi luna de
miel con el Señor y con la Comunidad. La Comunidad o Grupo de oración me enseñó
a orar, a leer la biblia, a prestar mis primeros servicios y a vivir mis
primeras experiencias propias del crecimiento espiritual.
9.
La experiencia del desierto.
Días de formación y
preparación para la misión. El mismo Espíritu que guio al Señor Jesús al
desierto, ahora lleva a cada futuro misionero a vivir la experiencia de
desierto. El desierto teológico, entendido como el lugar de la victoria de
Dios. Para la literatura rabínica, el desierto, es el lugar donde habitan los
demonios a los que hay que descubrir, vencerlos y echarlos fuera. Es un tiempo formación,
de preparación, de crisis, de confrontaciones, de purificaciones; en el
desierto se aprende a escuchar la voz de Dios y otras voces que buscan
confundir, meter miedo, desviar del camino o entorpecer la Obra de Dios.
Aparecieron las
primeras pruebas para sacarme del infantilismo espiritual y seguir a Cristo por
lo que él es y no por lo que él da. Para destruir los antiguos y los nuevos
ídolos para que no ocupen el lugar que le corresponde a Cristo. Para evitar las
enfermedades del principio de la conversión, como la soberbia espiritual que da
a luz al fariseísmo.
Los días del
desierto nos llevan adquirir un rostro de temple, un corazón limpio de
criterios mundanos, una fe sincera y una conciencia recta (1 Tim 1, 5). Son los
días en los que aceptamos hacer alianza con el Señor, guardando sus
Mandamientos, aceptando su Voluntad y Aceptando a la Iglesia como es y no como
quisiéramos que fuera. En el desierto, como lugar de la Victoria de Dios, me sentí
seducido por el Señor (Jer 70, 7) “Con un hágase en mi tu voluntad” acepté para
mi vida su “Designio de Salvación”.
10.
Hacer la “Opción radical por Jesucristo”.
Al final de la
experiencia del desierto, el Espíritu Santo nos lleva como de la mano hacer la
“Opción fundamental por Cristo y por la Iglesia”. Es un momento de gracia. Por
un lado, el mundo el mundo me presentaba su reino de atracciones y seducciones.
Mi Opción por Jesucristo fue en un “antro de vicio”, al cual fui invitado con
mucha insistencia por un amigo. No puedo decir que el Espíritu Santo me llevó,
fue mi decisión, pero allí iba yo a tomar, de manera consciente y libre, la más
grande decisión de mi vida: seguir a Cristo.
Era el día catorce
de febrero, día del amor y de la amistad. Tres meses después de mi encuentro
con Cristo. Cuando llegué con mi amigo al antro, me recibieron a lo grande:
“Llegó el que andaba ausente”, me decía el mesero sirviéndome una copa de
cogñac hasta los bordes, diciéndome: “La casa paga”. Era mi bebida favorita. Meseras,
amigos de parrada, exnovias que me invitaban a irme a sus mesas, todos estaban ahí;
todo era elogios y distinciones que me hacían sentirme importante, la vanidad
mordía.
En un momento me
separé de la barra y de la pista del baile, para ir el lado del restaurant que
ya se encontraba vacío. Desde donde pude contemplar aquel ambiente y sopesar
las palabras que había escuchado. Me dije a mi mismo: “Palabras vacías” “Así andaba yo antes” “Buscando amores y
amistades por medio propinas y pagando tragos” “Viviendo en la apariencias y
llevando una vida doble”.
Entrando en un
diálogo con el Señor vino a mi mente lo “bueno que el Señor había sido conmigo”
y le dije: “Gracias Señor porque me sacaste del pozo de la muerte: del dominio
de Satanás y me llevaste a tu Casa, a la Comunidad. Luego hice una promesa: “Te
prometo no volver a tomas bebidas alcohólicas” Mi oferta no fue aceptada. Entonces
dije: “Te prometo no volver a pisar un “antro de vicio”. Experimente como un
aplauso en mi interior, era lo que el Señor me pedía: romper con el mundo y sus
seducciones para poder seguir a Cristo.
Desde ese momento,
libre y conscientemente decidí seguir a Cristo, pertenecerle, amarlo y
servirlo. Una hora más tarde estaba en casa leyendo la Biblia en el Evangelio
de Juan. Encontré en el Capítulo 15, estas palabras: “El Mundo los odia porque
ustedes me aman, si ustedes me odiaran el mundo los amaría.” Era el día que el
mundo celebra el día del amor y de la amistad. Día en el que rompí la amistad
con el mundo para ser amigo de Jesucristo.
11.
Para ser hombres de virtud probada.
“Hijo mío te has decidido servir al
Señor prepárate para la prueba” (Eclo 2, 1ss) El servidor de Cristo está
llamado a ser un “varón de virtud probada, para que se le pueda llamar un
“hombre según el corazón del Señor”. El Señor quiere y necesita “testigos” con
voluntad, firme, férrea y fuerte, que no seamos como niños sacudidos por
cualquier viento de doctrina“ (Ef 4, 15). En la escucha y obediencia a la
Palabra de Dios, nos hacemos discípulos de Jesucristo. Hombres capaces de
abandonar las guaridas y los nidos, es decir, abandonar la vida mundana y
pagana, capaces de romper con los infantilismos para abrazar el compromiso de
seguir a Cristo (Lc 9, 58ss) Sin esfuerzos y renuncias no hay virtud probada.
No hay profetas de rostro templado.
12.
Tener sentido de Iglesia.
A un servidor de la Iglesia lo que se
le pide es tener sentido de Iglesia. Desde sus orígenes, es algo que el servidor cultiva y lo hace
aceptar la Iglesia como es, y no como un museo de santos y de beatos, sino
verla como un hospital de enfermos y pecadores en proceso de sanación y
liberación. La Iglesia de perfectos no es la del Señor Jesús. En ella hay
santos y pecadores, débiles y fuertes, buenos y malos, maduros e inmaduros; el
que quiera ser de uso especial que se consagra al Señor (cfr 2 Tim 2, 20) Amar
a la Iglesia para sentirse Iglesia y tener sentido de Iglesia nos ayuda amar
sus Pastores, sus Sacramentos, sus enseñanzas y sus laicos. Por el bautismo
somos el pueblo adquirido por Dios para proclamar sus maravillas (1 Pe 2, 9).
Gracias a Dios y gracias a la Iglesia y gracias a todas las
personas que me ayudaron a volver a las manos del Señor Jesús y a la Casa del
Padre.
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