2. LA ESPIRITUALIDAD DEL REINO DE DIOS
1. Características de la espiritualidad
del Reino.
La
primera es la Verdad. Según
las Palabras del Señor Jesús la Verdad es liberadora de toda clase de
opresiones, explotaciones y de toda forma de esclavitud que son consecuencias
de la falsedad, la mentira y el engaño. “La Verdad os hará libres” (Jn 8,
32.36) Libres para buscar la comunión con el prójimo, con el oprimido, con el
marginado y con el excluido del “patrimonio común”; hombres y mujeres que viven
al margen de su realización. Lo anterior nos descubre el sentido de las
palabras de Jesús a la Samaritana: “Para adorar a Dios, ni en Garitzin ni en
Jerusalén; a Dios se le adora en Espíritu y en verdad”. (cf Jn 4, 21) Según
esto, el amor al prójimo ocupa la centralidad de la espiritualidad del Reino de
acuerdo al mensaje de la Escritura: “El que Dice que ama a Dios que ame también
a su prójimo” (1Jn 4, 21 ) “Todo el que práctica la justicia conoce a Dios y ha
nacido de Dios” (1 Jn 3, 8-9) La mentira sería pretender vivir una relación
intimista y cultual con Dios, sin tener en cuenta al prójimo; como también,
pretender vivir cómodamente la fe, sin preocuparse por los menos favorecidos.
La Verdad evangélica nos
lleva como de la mano a la “reconciliación” con Dios y con los marginados. La
mentira nos hace ciegos, sordos y mudos; nos encierra en la indiferencia, en la
apatía, nos hace individualistas y relativistas, dos enemigos modernos de la
salvación, para muchos los más peligrosos. La mentira divide a la Sociedad y a
la Iglesia en clases, en categorías, en grupos de poder: los que tienen, los
que pueden y los que saben de frente o por encima de los que ni tienen, ni
pueden ni saben. No olvidemos que la Iglesia es una Familia de iguales, en la
cual todos somos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, el Señor.
La
segunda es la Justicia. Hacemos justicia a Dios cuando elegimos
el “Camino” que Él nos propone para llevarnos a la Paz. Este camino es Cristo.
Ha sido Él quien nos abrió el camino para llegar y entrar en la Casa del Padre
y para que el Espíritu Santo viniera a nosotros y nos enseñara a ser “Comunidad
fraterna”. Le hacemos justicia a Cristo cuando elegimos el camino que Él nos
propone: El Amor, y el amor a los hermanos: “Ámense los unos a los otros como
yo os he amado” (Jn 13, 34) Le hacemos justicia a los hermanos cuando los
ayudamos a salir de la pobreza, de la explotación y de la miseria en la que se
encuentran. Les ayudamos a remover los obstáculos y las barreras que impiden su
realización personal, y a la misma vez, ponemos a su disposición los medios que
ellos necesitan y que todos tenemos como “bendición de Dios”.
El Mayor acto de amor o
de justicia que podemos hacerle a una persona pobre, no es, darle dinero o
cosas; sino, ayudarle a ponerse en camino; a iniciarse en su proceso de
realización humana. Una cosa es ser pobre y otra es ser miserable. La persona
miserable es aquella que se niega a levantarse, sacudirse y ponerse en camino;
todo lo quiere hecho y en la mano. Su más grande pobreza es no reconocer su
dignidad humana o poner su vida en las manos de otros; que ellos sean los que
piensan, decidan y actúen. Se auto justifican diciendo: mi pobreza, mi
sufrimiento, mi situación actual es “la voluntad de Dios”. “Así nací, así soy y
así voy a morir”.
La
tercera es la Libertad. La liberación de la miseria humana,
de los vicios, de tradiciones y costumbres que muchas veces lo único para lo
que sirven es para empobrecer a los pueblos, es una señal de los tiempos
Mesiánicos: “Los ciegos, ven, los sordos oyen, los mudos hablan, los leprosos
quedan limpios, los cojos caminan, los muertos resucitan y a los pobres se les
anuncia la Buena Noticia del Reino” (cf Lc 7, 22) Un ejemplo lo encontramos en
el ciego de Jericó, llamado Bartimeo. Éste no pidió dinero, ni grandezas
humanas, solo una cosa: “Que yo vea”. (Lc 18, 41) La espiritualidad del Reino es
liberadora y reconciliadora, promotora de la “dignidad humana” y defensora de
los “derechos humanos”. Exige, no solo eliminar el mal del corazón del hombre,
sino también, ha de haber una denuncia profética de las injusticias sociales,
aún, acosta de irritar a los promotores del desorden establecido. La misión
profética de la Iglesia debe defender y concientizar a los pobres protestando
contra la pobreza que es fruto de todas las injusticias. A los pobres también
se les evangeliza, se les promueve y se les defiende.
La
cuarta característica es la Solidaridad evangélica. El
Concilio Vaticano II nos dice que la espiritualidad apostólica libera de todo
individualismo a los hombres para integrarlos en el contexto más amplio del
Plan de Dios: “Fue voluntad de Dios en salvar y santificar a los hombres, no
aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un
pueblo que lo confesara y le sirviera santamente” (LG 9). El servicio a Dios
pide servirle con el amor que nace de un corazón limpio, de una fe sincera y de
una conciencia recta (1 Tim 1, 5). No se trata de una solidaridad de grupo o de
partido, sino, humana y por lo tanto evangélica, no excluye a nadie.
Solidaridad con todos los que pertenecen a la familia humana, sin importar el
color de la piel, el credo religioso o el status social.
Todos son invitados a
vivir intensamente los lazos de una fraternidad evangélica semejante a la
comunidad primitiva, que es presentada como la “comunidad ideal” en la cual se
presentan algunos componentes que son la fuerza que da consistencia a la
estructura de toda comunidad que pretenda ser solidaria con la “Comunidad
Apostólica: “La docilidad al Espíritu que habla y enseña por medio de los
Apóstoles; la comunión de bienes que hace que nadie pase necesidades; una vida
centrada en la Eucaristía y en la oración como expresión de que la comunidad se
identifica y camina en Cristo, el Señor, único Mediador entre Dios y los
hombres; una comunidad fiel y dócil al Espíritu que distribuye los Carismas que
crecen con el uso de su ejercicio cuando son puestos al servicio del bien común
en la edificación de la Iglesia. (cf Hech 2, 42ss) La solidaridad es fruto de
la Comunión de amor con el Señor, con la Iglesia y con todo el género humano
(NMI # 42).
La
Quinta característica del Reino es la lucha espiritual. En
el Padre Nuestro rezamos: “No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal”
(Mt 6, 13) En otro contexto Jesús nos dice: “El reino de los cielos está en
tensión y es de los que lo arrebatan” (cf Lc 16, 16) “Velen y oren para no caer
en tentación” (Mt 26, 41) La lucha espiritual entre “reinos” no es entre
ángeles y demonios, al menos no solamente, sino que todo hombre que quiera
crecer en Cristo, vivir en la voluntad de Dios y alcanzar la santidad a la que
Dios le ha llamado, tiene necesariamente que luchar contra toda realidad que
impida el crecimiento del Reino en su corazón. La lucha es contra el pecado y
sus aliados: mundo, maligno y carne (cf Ef 2, 1-3). Las armas para la lucha son
las “armas de Dios”, llamadas también “armas de luz” (Rm 13, 12; Ef 6, 11)
entre las cuales ocupa un lugar privilegiado la “Oración” recomendada por el
Señor Jesús. La finalidad de la lucha es establecer el Reino de Dios, aquí y
ahora; es “el vivir como hijos de la Luz, como hijos de Dios” (Ef 5, 9) desde
esta vida, y no dejarlo para después de la muerte.
La primera carta de san
Juan es un auténtico tratado de espiritualidad cristiana, y por lo tanto, del
Reino. Para vivir como hijos de la Luz e hijos de Dios, el Espíritu Santo
recomienda a todos los que ya están en comunión con Cristo cuatro cosas: “Romper
con el pecado” (1 Jn 1, 5 -2,2; 3, 3- 9). “Guardar los Mandamientos,
especialmente, el del amor” (1 Jn 2, 3-11; 3, 10- 24). “Cuidarse del mundo” (1
Jn 2, 12- 17; 5, 4- 6) y “Cuidarse de los anticristos” (1 Jn 2, 18- 27; 4, 1-
6) La lucha en el corazón del cristiano es una realidad, la victoria, una
posibilidad: “Todo el que es hijo de Dios vence al mundo; y ésta la victoria
que venció al mundo: nuestra fe” (1Jn 5, 4)
2. La espiritualidad y la Comunidad
Cristiana.
La espiritualidad del
Reino se vive dentro de una Comunidad fraterna reconciliada y reconciliadora
que está cimentada en la Verdad, la Justicia y la Vida, éstas son las tres
columnas fundamentales de la Comunidad de Jesús en la que ningún ser humano se
ha de sentir excluido y en la cual, todos son valiosos e importantes con una
misión profética, sacerdotal y regia. Con un sentido de igualdad fundamental
que se nutre con la conciencia filial y fraterna, de hombres y mujeres que ha
sido liberados en Cristo Jesús: “Para ser libres nos liberó Cristo” (Cf Gál 5,
1) La esclavitud es signo de la miseria y de la pobreza humana: El esclavo se
encuentra como el ciego del Evangelio, al margen de su realización. Dios
primero nos libera y luego hace alianza con nosotros. Libre, según el
Evangelio, es aquel, que ha sido justificado por la fe; reconciliado con Dios y
sus hermanos; con conciencia clara de quien es, y para que está aquí; sabe de
dónde viene y para donde camina: Hacia el compromiso con el prójimo. Es capaz de decidir por sí mismo y elegir el
camino que Dios le propone: La construcción del Reino de Dios y la liberación
de sus hermanos.
3. La espiritualidad de Comunión.
La espiritualidad del
Reino hemos dicho que es una espiritualidad iluminada, conducida y nutrida por
el Espíritu Santo. Hay vida espiritual, y por lo tanto, espiritualidad, allí
donde el Divino Espíritu se mueve, toca, actúa, transforma y santifica. Hemos
de cuidar la armonía que debe existir entre oración, culto, compromiso, vida,
trabajo, para no caer en una espiritualidad de “intervalos” que nos haría
salirnos de las manos de Dios, nos llevaría a un “divorcio” entre fe y vida, vaciándonos
de su auténtico contenido: Cristo Jesús. Decimos por eso, que la espiritualidad
del Reino, es espiritualidad de comunión, o nada tendríamos que ver con ese
Reino de amor, de paz y de justicia que el Apóstol nos habla en la carta a los
romanos (14, 17). Según la teología de Juan Pablo II, esta espiritualidad de
comunión es a la vez promotora de personas, liberadora, reconciliadora y
transformadora de estructuras humanas: familia, educación, política, economía,
religión. El Pontífice nos presenta unos elementos que deben estar
estrechamente vinculados entre sí para poder dar consistencia a la estructura
de toda verdadera espiritualidad.
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