1.
LA EUCARISTÍA EXPERIENCIA DE INTIMIDAD
CON EL SEÑOR.
“Yo soy el pan de, vida, El que venga a
Mí, no tendrá hambre, y el que crea en Mí, no tendrá sed” (Jn 6, 35). Es el
Cuerpo de Cristo crucificado, resucitado y glorificado, es vida divina
La Eucaristía es el sacramento en el cual, bajo “las especies de pan y
vino”, Jesucristo se halla verdadera, real y sustancialmente presente, con su
cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad. Jesús en la Eucaristía está radiante y glorioso como en el cielo,
aunque oculto por las apariencias sacramentales. Quitadas las apariencias no
hay ninguna diferencia sustancial entre Jesús a la diestra de Dios Padre en el
cielo y Jesús en el más humilde sagrario de la tierra.
En cada
Eucaristía, Jesús nos hace una
gozosa invitación: permanecer en íntima relación con Él, cuando nos dice:
“Permaneced en Mí y Yo en vosotros” (Jn 15, 4), “Permanezcan en mi Amor” (Jn
15, 9) ¿Cómo permanecer en el amor de Dios? La respuesta es del mismo Jesús:
guardando su Mandamiento: “Hagan esto en memoria mía”. Celebrar la eucaristía
es permanecer en su Amor y poder amarnos como Él mismo nos amó. “Esta relación
de íntima y recíproca “permanencia” nos permite anticipar en cierto modo el cielo en la tierra… Se nos da la Comunión Eucarística
para “saciarnos de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en
el cielo” (Mane nobiscum Domine, 19).
2. La
Eucaristía edifica la Iglesia.
El estar sentados a la Mesa con el Padre celestial,
manifiesta que la Eucaristía forma la familia de Dios, la comunidad de
hermanos, es una cena de hermanos, una comida fraterna. Formar la Iglesia y la
unidad de los hermanos es uno de los frutos de la Eucaristía. Todos los que
reciben la Eucaristía con “dignidad” se unen más estrechamente a Jesucristo y
por ello mismo con todos los miembros de su Cuerpo que es la Iglesia.
En la Iglesia la comunión nos renueva, fortalece y
profundiza la incorporación al Cuerpo de Cristo, realizada por el Bautismo, por
el que fuimos llamados a formar un solo cuerpo. La Eucaristía realiza la
Comunión con Dios y entre los fieles: “El
Cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque
aún siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos
de un solo pan? (1 de Cor 10, 17). Todos comemos de un mismo pan y bebemos
de un mismo cáliz, por eso creemos que la Eucaristía es vínculo de caridad y
símbolo de unidad: Nos une con Dios, con los hermanos y nos hace que nos amemos
más.
“Yo soy el pan de la vida, el que venga a Mí, no tendrá hambre, y el que
crea en Mí, no tendrá sed” (Jn 6, 35). La Cena del Señor y la cena fraterna
están de la mano. Eucaristía y vida de caridad no pueden nunca estar separados.
El Pan es comida, la comida es alimento y el alimento es vida, vida que nutre,
transforma, nos hace Eucaristía, es decir, regalo de Dios para los demás.
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo
resucitaré el último día”. La vida eterna es la vida de Dios que Cristo nos da
gratuitamente en la Eucaristía. El comer el Cuerpo de Cristo y el beber su
Sangre me une a él, y él habita en mi ser; entonces, Cristo hablará en mí;
mirará a través de mis ojos y amará a través de mi corazón. Lo llevaré conmigo
a mi casa, a mi trabajo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera
bebida… quien come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él… quien me
come vivirá por mí…” (Jn 6, 54-58). En la Eucaristía, Cristo me asemeja a él,
me asimila. De la Eucaristía deberíamos salir más hermanos, más unidos y más
llenos del amor de Dios, con la disponibilidad de servir a los demás.
3.
La Eucaristía:
el sacrificio de Cristo.
La Eucaristía contiene todo el bien espiritual y
toda riqueza de la Iglesia, es su Tesoro. Y la riqueza de la Iglesia es Cristo.
De manera que Jesús nos muestra un amor que llega hasta el extremo, un amor que
no conoce medida y que no tiene límites: No
solamente nos dice: Tomen y coman…tomen y beban, para luego decirnos: “Este es
mi Cuerpo y esta es mi Sangre” sino que añadió que será entregada por nosotros…
derramada por nosotros (Lc 19, 20). De esta manera la Iglesia siempre ha
visto y creído que la Eucaristía es “Presencia, Banquete y Sacrificio”. Cristo
presente en la Misa nos habla y se nos da en alimento y se ofrece por nosotros
en sacrificio.
San Pablo nos
dice: “Cuantas veces se celebra en el Altar, el sacrificio de la cruz, se realiza
la obra de nuestra salvación” (1 Cor 5,7) Jesús había dicho: “he venido para
que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10); “Mi vida no me la
quitan, Yo la doy, porque soy el buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn
10, 18) y no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,
13).
¿Qué hace Jesús
para darnos vida? Abrazó la voluntad del Padre hasta el fondo, de modo que
podemos decir que por un acto de obediencia de Cristo al Padre, y por un acto
de amor de Cristo a los hombres, hemos sido salvados, en ese acto de amor sin
límites en el corazón de Cristo se mezclan la obediencia y el amor al Padre y a
los hombres. Eso quiere decir san Juan cuando afirma: “Nos amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1) Cristo nos amó humillándose a sí mismo; entregándose a su
Pasión, sufriendo y muriendo en la Cruz.
4.
Cuerpo y Sangre
de Cristo.
Al ofrecer
Cristo su cuerpo y su sangre, es toda la persona la que se está ofreciendo, no
hay división entre cuerpo y sangre. Cuerpo y Sangre, es decir, la persona de Jesús de Nazaret. Cristo al
ofrecer su cuerpo está ofreciendo todo lo que hizo, todo lo que sucedió desde
su nacimiento hasta la Cruz, sus trabajos, sus milagros, su predicación, no se
reserva nada para sí, ni siquiera a su Madre, lo entrega todo. Y al ofrecer su
Sangre significa que nos amó hasta la muerte: al ofrecer las humillaciones, los
desprecios, los rechazos, el desamor que recibe, significa que nos amó hasta la muerte, y
hasta la muerte de Cruz.
Cristo es
sacerdote, víctima y altar. Sacerdote, porque ofreció un sacrificio para sellar
la Nueva Alianza de Dios con los hombres; víctima porque se ofreció por amor a
los hombres, con palabras de Pablo: “Se humilló a sí mismo para destruir el
cuerpo del pecado que nos separaba de su Padre y nos privaba de su presencia
salvadora” (Fil 2, 7-8); y Cristo es altar, porque hizo de corazón un altar
donde se ofreció como Hostia Santa, viva y agradable a Dios. Con su muerte y
resurrección Cristo instaura en la tierra el nuevo culto a Dios. Con el único
sacrifico agradable a Dios sella la Nueva Alianza.
5.
La Eucaristía:
Celebración de la Muerte y Resurrección de Cristo.
En la Misa, la
Iglesia celebra y hace memoria de la Pascua de Cristo: su muerte y su
Resurrección, y por lo tanto, hace presente el Sacrificio que Cristo ofrece de
una vez para siempre en la Cruz, permanece siempre actual (Hb 7, 25-27). De
manera, que cada vez que se renueva en el altar el sacrificio de la Cruz, en el
que Cristo nuestra Pascua fue inmolado, se realiza la obra de nuestra Redención
(1 Cor 5, 7; CATIC 1364; LG 3).
La Eucaristía
hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no se le multiplica,
lo que se repite es su celebración memorial (I. de E. 12). La Eucaristía es
entonces sacrificio en sentido propio, porque Cristo se ofrece, no sólo como
alimento a los fieles, sino que es un
“don a su Padre” para sellar la “Nueva y eterna Alianza”; es el don de su amor
y obediencia hasta el extremo de dar la vida a favor nuestro. Más aún, don a
favor de toda la Humanidad (Iglesia de Eucaristía 13).
6.
La Eucaristía,
Misterio de Fe.
Decir que la
Eucaristía es un Misterio, es afirmar que no podemos abarcarlo con nuestro
entendimiento, por muy inteligentes que seamos. Después de la Consagración, el
celebrante dice: “Este es el Misterio de nuestra Fe”. Y esta fe es un don de
Dios que él gratuitamente da a quien se la pida con sencillez y humildad. En la
Eucaristía nos encontramos en el corazón del Misterio en el cual se funda la fe
cristiana: la resurrección del Señor Jesús. “si no hay resurrección de los
muertos, Cristo no resucitó y vana es nuestra (1Cor 15, 13-14. En cada
Eucaristía celebramos la “Muerte y Resurrección del Señor Jesús”.
7.
El sacrifico de
Jesús y nuestro sacrificio
Cristo quiso
integrar a su Iglesia a su sacrificio redentor para hacer suyo el sacrificio
espiritual de la Iglesia (I. de E. 13b). En la Misa, la Iglesia, no solamente
ofrece al Padre el sacrificio de Cristo: Sacrificio Sacramental, sino que
ofrece a la misma vez, su mismo sacrificio espiritual. De manera que la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, participa en la Ofrenda de su Cabeza, con Cristo se
ofrece totalmente. En la Misa el sacrificio de Cristo y el Sacrificio de la
Eucaristía, son un único sacrificio de manera que el Sacrificio de Cristo es
también el Sacrificio de los miembros de su Cuerpo. Nosotros en la Misa, nos
unimos con Cristo para ofrecernos al Padre, con un Sacrificio Espiritual, de
manera que podemos afirmar que sobre el altar están dos ofrendas, la de Cristo
y la de la Iglesia.
¿Qué podemos ofrecer con Cristo al Padre en la Misa?
¿Cuál
es nuestro Sacrificio? Recordemos que por las Palabras de la Consagración y por
la acción del Espíritu Santo, el Pan y el Vino son transformados en un Cristo
vivo que ofrecemos como Hostia Viva al Padre por la salvación de los hombres: “Esto es mi cuerpo que será entregado por
Vosotros, esta es mi Sangre que será derramada por Vosotros”. “Haced
esto en Memoria mía”.
Este es el
“Mandamiento de Jesús”, pide que hagamos lo que Él hizo: partió el Pan, es
decir, se fraccionó, se inmoló, se entregó como ofrenda viva al Padre por los
hombres. Él quiere que nosotros repitamos su gesto: “Que nos inmolemos y
ofrezcamos en la presencia de Dios como “Hostias vivas, que ese sea nuestro
culto espiritual” (Rom 12, 1). Ofrecemos nuestra vida, nuestra alabanza,
sufrimientos, oraciones, trabajos, humillaciones, que todo lo que hagamos se
una a Cristo, para que Él se lo ofrezca al Padre. Nosotros ya no ofrecemos la
sangre de toros ni de machos cabríos. Podemos decir con Jesús: “Sacrificios y
holocaustos no te han agradado, pero, heme aquí Oh Dios, para hacer tu voluntad
(Hb 10, 9). Nosotros hoy, podemos ofrecer con Jesús en la Misa: nuestro cuerpo
y nuestra sangre, es decir, nuestra vida para que seamos una “alabanza de la
gloria de Dios”; ofrecemos el pan y el vino que somos nosotros; ofrecemos
nuestro sufrimiento, oración, trabajo, sus fracasos y humillaciones… (Catecismo
de la Iglesia Cat 1368).
8.
¿En qué consiste
nuestro sacrificio espiritual?
“Consiste en someter nuestra voluntad a la voluntad
de Dios”.
Para eso somos, por amor de Cristo, sacerdotes, profetas y reyes. Al someter
nuestra voluntad a la voluntad de Dios, estamos sellando nuestra alianza y
nuestra Comunión con Dios y con la Iglesia, estamos renovando nuestro Bautismo
y estamos dando nuestro “sí” a Dios y a la Comunidad fraterna; estamos diciendo
que sí queremos ser Comunión, Alianza, Comunidad solidaria y fraterna. El
sacerdote se ofrece con Cristo al Padre e invita a los fieles a hacer lo mismo,
cada uno según su naturaleza: “Oren
hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Todopoderoso”.
Por el Bautismo,
todos los bautizados, participan del sacerdocio común y real de los fieles, por
lo mismo, pueden ofrecer su sacrificio espiritual, cada uno de los
participantes de la Misa, puede ser sacerdote, víctima y altar para ofrecer un
sacrificio, ser víctimas y a la misma vez altar: ofrecerse en el altar de su
corazón, el sacrificio de someterse a la voluntad de Dios. Llevar una vida como
la de Cristo que se pasó la vida haciendo el bien y liberando a los oprimidos
por el diablo (Hch 10, 38). La adoración a Dios se extiende fuera de la Misa,
en un culto existencial, viviendo como hijos de Dios y como hermanos de los
demás con quienes se ha de vivir en Comunión.
9.
El Mandamiento
de Jesús.
"Haced
esto en memoria mía". Asistir a Misa es cumplir este mandato del Señor. Y
no es sólo una memoria histórica, es una memoria que lo hace presente. Jesús te
invita y se te entrega… no responder, ser indiferente a su llamado, sería un
desprecio bastante considerable.
El Concilio Vaticano II afirma que la Eucaristía contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y nuestro Pan
vivo que, a través de su “Carne resucitada, vivificada y vivificante por el
Espíritu Santo”, da vida a los hombres, invitados así, y conducidos a ofrecerse
a sí mismos, con sus trabajos y todas las cosas, juntamente con Él. Por lo
cual, la Eucaristía aparece como fuente y culminación de toda evangelización
(Presbyterorum ordinis, n. 5. Ver también Documento de Puebla, n. 923).
Jesús es el
Verbo Eterno del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, nacido de la
María Virgen que vivió y murió como hombre verdadero y fue resucitado con el
poder de Dios y que ahora está en Cielo sentado a la derecha del Padre como
Sacerdote eterno que intercede por nosotros: Él es nuestro Redentor y Salvador,
quien sin dejar el Cielo está presente en la Hostia consagrada. El es Viático,
Alimento y Medicina mientras avanzamos las jornadas de esta vida. El es
Maestro, Amigo, Compañero y Dialogante, todo sabiduría y encanto, mientras
vamos de un lugar a otro, como aquellos dichosos caminantes de Emaús al
atardecer del día luminoso de la Pascua.
10. La
Eucaristía edifica la Iglesia, y la Iglesia hace la Eucaristía.
Los Apóstoles al comer del cuerpo y beber la sangre de Cristo en el
Cenáculo, entraron por primera vez en comunión sacramental con Cristo. Desde
aquel momento y hasta la consumación de los siglos la Iglesia se edifica a
través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros en
el altar de la Cruz (I. de E. 21c).
La Eucaristía es el Sacramento de la Comunión; Comunión con Dios y comunión
entre los fieles que comulgan, une al cielo con la tierra. Al unirse a
Cristo el Pueblo de la Nueva Alianza, éste se convierte en “Sacramento de
salvación” para la humanidad, en obra de Cristo, en “luz del mundo y sal de la
tierra” para la redención de todos (Mt 5, 13; I. de E. 22)
Cuando recibimos
el “Cuerpo Eucarístico” recibimos el don de Cristo y de su Espíritu. Cristo y el Espíritu son inseparables,
son las manos de Dios, en la Redención y Santificación de la Comunidad de la
Nueva Alianza. La Eucaristía construye la Iglesia como “Comunidad fraterna y
solidaria”.
La Comunidad
primitiva de Hechos de los Apóstoles, nos da un ejemplo de esto: “Asistían
asiduamente a las enseñanzas de los Apóstoles, a la Comunión, a la fracción del
Pan y a las oraciones (Hch 2, 42). Estos cuatro elementos son el fundamento de
toda comunidad cristiana cimentada en la verdad, en el amor y en la vida (Jn 14,
6), y que por lo mismo debe estar centrada
en la Eucaristía, alimento y fuerza de los fieles.
Juan Pablo II,
en la Iglesia de Eucaristía, de acuerdo con el Vaticano II nos ha dicho: “No se construye ninguna comunidad
cristiana, sí ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la Sagrada
Eucaristía” (I. de E. 33; PO 6). Es una lástima que sean muchos los que
asisten a la Misa y no comulgan, ya sea porque no creen en la presencia real de
Cristo en las “especies eucarísticas”, porque no están preparados, porque no
tienen hambre del Pan vivo o porque no se creen dignos.
El Cristo que
recibimos en la Eucaristía es, verdaderamente el mismo que vivió, enseñó y
murió en Palestina hace más de dos mil años. Pero al mismo tiempo es mucho más
que eso. El Jesús que recibimos es el Cristo resucitado que está con nosotros,
vivo y activo en la Iglesia y en el mundo. Es “el cuerpo y la sangre, alma y
divinidad”, “toda la persona” de Cristo “resucitado y glorificado”. Es el que
recibimos en la sagrada comunión.
11. La exigencia para comulgar.
Para recibir el
Sacramento de la Comunión, el Papa, nos recuerda la exigencia de estar en
estado de Gracia por medio de la cual participamos de la naturaleza divina (2
de Pe 1, 4). El mismo Apóstol nos dice: “Examínese, pues cada cual, para que no
coma el pan y beba de la copa indignamente (1 Cor 11, 28). El Catecismo de la
Iglesia nos recuerda no pasar a comulgar con una conciencia manchada y
corrompida; Al estar en pecado grave se debe recibir el Sacramento de la
Reconciliación antes de pasar a comulgar (Catic 1335). La Eucaristía y la
Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí que ayudan a
los fieles a estar en un continuo proceso de conversión.
Lo que nos pide
el Señor para participar dignamente del “Banquete de Bodas”. Lo que nos pide es
el “vestido de fiesta”, la pureza o limpieza de corazón. Qué estemos
reconciliados con él y con los hermanos, y el lugar para reconciliarnos con
Dios es el sacramento de la Confesión. Con tristeza, con firmeza y a la misma vez
con una gran caridad hemos de recordar que las personas que están viviendo en
unión libre, en amasiato o en una situación de adulterio permanente, no deben
pasar a comulgar, sería recibir indignamente el cuerpo de Cristo. Pero no por
eso deben sentirse rechazadas por la Iglesia que es Madre y Maestra, y sufre
con esta situación de muchos de sus hijos. Estás parejas pueden y deben venir a
la Misa, escuchar la Palabra de Dios, hacer oración, practicar la caridad, dar
testimonio, hacer actos de fe, esperanza y caridad, practicar otras virtudes
cristianas y “hacer una comunión espiritual”, abriendo su corazón al Señor que
tiene sus caminos para llevar a sus fieles a la salvación por la fe en Cristo
Jesús y a la perfección cristiana (cfr 2 Ti, 3, 14ss).
12. La Eucaristía como “Culto existencial”
Al salir de “Misa”,
fuera del templo, somos portadores del Amor de Cristo que se nos ha dado
en el Pan de la Eucaristía, hemos de irradiarlo por donde vayamos pasando
haciéndonos prójimos al estilo del Buen Samaritano de todos los hermanos que
encontremos a nuestro paso, sin discriminación o “acepción de personas”. Cuando
damos un trato “según Cristo”
comprenderemos que “Participar en la
Misa es un compromiso para vivir el misterio de “Comunión”, al estilo de la
primera comunidad.
Con la
disponibilidad de hacer la voluntad de Dios en cada situación de nuestra vida;
con la disponibilidad de salir de sí mismo para ir al encuentro del pobre, del
necesitado, de los demás para iluminarlos con la Luz del Evangelio; y con la
disponibilidad de dar la vida por realizar los otros dos objetivos. El Eucaristía:
Sacramento del Amor, nos trasforma en “regalo de Cristo a los hombres. Amén,
Amén.
13. Cinco llaves para entender la Eucaristía.
Muchas son las
personas que no entienden lo que está pasando a lo largo de la celebración de
la eucaristía, y algunos se aburren al no encontrarle el sentido a la Misa.
Sabemos que se trata del Sacramento de nuestra fe. Lo esencial es creer que
Jesús está presente en el Pan y en el Vino que se han consagrado por las
palabras de la consagración y por la acción del Espíritu Santo”.
La primera llave es el “silencio”. Para lograrlo
hay que tener recogimiento interior. El silencio ha de ser interior y exterior.
Cuando nuestro corazón está lleno de preocupaciones estériles, estamos llenos
de ruidos que impiden que el Espíritu haga oración en nuestro interior de
acuerdo a las palabras de la Escritura: No sabemos orar como conviene pero el
Espíritu Santo ora e intercede por nosotros. (Rm 8, 26) El hombre de hoy tiene
miedo hacer silencio, y solo en el silencio del corazón puede escuchar la voz
de su conciencia.
La segunda llave es la “contemplación”. Mirar con los
ojos del corazón, con los ojos de la fe a Aquel que sabemos que se entregó por
todos los hombres y que está presente en la Eucaristía. Él mismo es nuestra
Eucaristía.
La tercera llave es “la oración”. A Misa vamos a
orar, y en ella podemos encontrar todas las formas de oración cristiana que
queramos. Desde la oración de pedir perdón, dar gracias, silencio, acogida,
ofrecimiento, vaciamiento, experimentar el amor de Dios y muchas más. En la
Misa oramos como hijos de Dios y como hermanos de los demás.
La cuarta llave es la “caridad”. La caridad es
la vida de Dios derramada en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se
nos ha dado (cfr Rom 5, 5) Es donación, entrega abandono en las manos de Dios,
es disponibilidad de hacer la voluntad de Dios, de servirlo en los demás; es
disponibilidad de ofrecerse y dar la vida como sacrificio con Cristo por la
causa del Reino de Dios.
La quinta llave es “la escucha”. Escuchar la voz
de Dios que habla a nuestro corazón para animarlos, exhortarnos, motivarnos,
enseñarnos y corregirnos. Cuando escuchamos a Dios en la Misa nuestro corazón
arde, nuestra mente es iluminada con la luz de la verdad y nuestra voluntad se
fortalece para orientar nuestra vida en la “Voluntad de Dios”. De la calidad de
la “escucha” será nuestra fe, es decir, nuestra confianza en el Señor, nuestra
obediencia a su Palabra, nuestra pertenecía y nuestra consagración a Él: “estoy
a la puerta y llamo, si alguno, escucha mi voz y me abre la puerta, Yo entro, y
ceno con él y el conmigo” (Apoc 3, 20)
Estas cinco
“llaves” son manifestación de nuestra apertura a la acción del Espíritu; son
expresión del verdadero culto a Dios, y su eficacia depende de la fusión de
todas ellas: sin silencio no hay escucha, sin la escucha no se da el diálogo
que es la oración, y sin la oración, no hay caridad, ésta es el alma y la
fuerza de la oración.
Pbro. Uriel Medina Romero.
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