EL DESTINO DE JESUCRISTO ES EL DESTINO DE SUS DISCÍPULOS.
“Acordaos
de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han
perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra,
también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi
nombre, porque no conocen al que me ha enviado”. (Jn 15, 20- 21)
Los sacerdotes miebros de la secta de los esenios, no creían en la resurrección
de los muertos y menos en la Resurrección de Jesucristo. Por eso llenos de
furia arremeten contra los Discípulos y los ponen presos. Se llenaban de
envidia, eran muchos los que creían en las palabras de los Discípulos. Cinco
mil hombres que dejaban el Templo y las Sinagogas para seguir el Camino de
Jesús. La envidia los llenaba de odio y de deseo de matarlos, así se cumplían las
palabras de Jesús: “Serán perseguidos”.
Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: “Jefes del pueblo y ancianos,
puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo,
para saber cómo fue curado, sépanlo ustedes y sépalo todo el pueblo de Israel:
este hombre ha quedado sano en el nombre de Jesús de Nazaret, a quien ustedes
crucificaron y a quien Dios resucitó de entre los muertos. Este mismo
Jesús es la piedra que ustedes, los constructores, han desechado y que
ahora es la piedra angular. Ningún otro puede salvarnos, porque no hay bajo
el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”. (Hch 4, 1-12)
¿Porqué nadie más puedo salvarnos? Porque sólo Cristo salva, porque sólo él ha muerto
para el perdón de nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación,
para darnos Espíritu Santo y para darnos Vida eterna. ¿Cómo podemos apropiarnos
de los frutos de la Redención de Jesucristo? Por la fe que viene de la escucha
y de la obediencia a la Palabra de Dios (Rom 10, 17) Por la fe, que es un don
gratuito, recibimos la Gracia de Dios que nos hace hijos de Dios, perdona nuestros
pecados, nos da la paz y la resurrección. Por el bautismo, sacramento de la fe
somos incorporados a Cristo, a su muerte y a su resurrección (Gál 3, 26, Rom 6,
4- 5)
Por la Fe y el Bautismos participamos de la Nueva Alianza, nacemos de Dios y de la Iglesia. Somos hijos de Dios (Jn 1, 12) y hermanos de Jesucristo y de la Comunidad cristiana: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1 de Cor 6, 19) Somos propiedad de Cristo, comprados a precio de sangre, nuestra misión es amarlo y servirlo.
Y, ¿ahora qué vamos hacer? Trabajad y proteger nuestra Fe (cf Gn 2, 15) Para construir la Casa sobre la Roca (Mt 7, 24) Convertirnos a Cristo, revestirnos y llenarnos de él. Escuchar su Palabra y poniendo en práctica (Lc 8, 21) Para seguir el Camino de la fe que nos va dejando Luz, Poder y Amor, Verdad y Justicia. Despojándonos del traje de tinieblas y resistiéndonos del traje de la Luz, de Cristo, Luz del Mundo para no caminar en la obscuridad (cf Jn 8, 12) El que trabaja la fe, cultiva las Virtudes que son Vigor, Fuerza y Poder de Dios para revestirnos de Cristo (Ef 6, 10- 12).
La primera de las virtudes que son hijas de la fe y del amor, es la
Fortaleza, que es una virtud y es un don del Espíritu Santo. La fortaleza, es
poder y es fuerza, se conquista negándose a sí mismo, siguiendo a Cristo,
luchando contra el mal o contra el pecado. Se enraíza en la voluntad y es
alimentada por el amor. Después viene y aparece en nuestra vida la sencillez de
corazón con humildad y mansedumbre que aparecen como las raíces de la Fe. Luego
aparece como hija de la sencillez la Pureza del corazón. “Solo los limpios de
corazón verán a Dios” (Mt 5, 3ss) Después de la Pureza aparece la Santidad, sin
la cual nadie verá al Señor (Heb 12,14)
Lo anterior lo logramos por la acción
del Espíritu Santo que actualiza la Obra redentora de Cristo en nuestra vida: En efecto,
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos
de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados. Porque
estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la
gloria que se ha de manifestar en nosotros. (Rm 8, 14- 18)
Publicar un comentario