LA
PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO ES GARANTÍA DE NUESTRA FILIACIÓN DIVINA.
Iluminación:
“Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él; en esto
conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio”. (1 de Jn 3,
24)
La
presencia del Espíritu Santo en nuestro corazón es garantía de nuestra
filiación divina. Y por ende de nuestra fraternidad cristiana, hijos de Dios en
Cristo y hermanos unos de los otros en Cristo. Somos todos la Comunidad en
Cristo. Jesús vino a traernos al Espíritu Santo, al otro Paráclito. Para que
actualizara la obra redentora que Cristo había realizado.
“En
efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues
no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!
El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos
hijos de Dios”. (Rm 8, 14- 16)
No
os engañéis: «Las malas compañías corrompen las buenas costumbres.» (1 de Cor
15, 33) ¿Quiénes son tus amigos? ¿Con quién te juntas? El verdadero amigo nunca
te lleva al Pecado o donde pongas en peligro la gracia de Dios. Tenemos que
discernir quien debe ser nuestros amigos o los que ni a camaradas llegan. Nuestros
amigos deben ser los amigos de Dios para ayudarnos a crecer mutuamente: “Amaste
la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió, ¡oh Dios!, tu Dios
con óleo de alegría con preferencia a tus compañeros”. (Heb 14, 9)
Cristo
se hizo hombre, amigo y hermano para rescatarnos de la servidumbre del pecado,
para sacarnos del reino de las tinieblas para llevarnos al Reino de la Luz (Col
1, 13) Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así
también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor
de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte,
estaban de por vida sometidos a esclavitud. (Heb 2, 14- 15)
Recordemos
que amistad significa amar, entonces amigo es amado y amiga es amada. Ser amigos
de Dios y ser amigos de los hombres. Por la fe somos hijos y amigos de Dios: “Ustedes
son mis amigos, si hacen lo que yo les digo” (Jn 15, 14) La fe es inseparable
de las amistad con Dios: “De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: «Tengo
fe», si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una
hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les
dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el
cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente
muerta”. (Snt 2, 14- 17) La fe y el amor son inseparables (Gál 5, 6) Las obras
de la fe son las obras de la misericordia, las obras de caridad.
Hijos
míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como él es justo. Quien
comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. El Hijo
de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo. Todo el que ha nacido
de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar
porque ha nacido de Dios. (1 de Jn 3, 7- 8) Así lo dice Pedro: Vosotros sabéis
lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el
bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con
poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
Diablo, porque Dios estaba con él; y
nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los judíos y en
Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándole de un madero; a éste, Dios le
resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse. (Hch 10, 38- 40)
La
Cruz es la expresión más grande del amor: “Cristo amando hasta el extremo” (Jn
13, 1) En la Cruz la Justicia de Dios se ha manifestado para salvarnos del
pecado: “Pero ahora, independientemente
de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los
profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen -
pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de
Dios”. (Rm 3, 21- 22) Y todos somos
justificados por la fe: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles
pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por
las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos
creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo,
y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será
justificado”. (Gál 2, 15- 16)
Por
la justificación de la fe recibimos el perdón de los pecados y el don del
Espíritu Santo. Así lo dice el Mensaje de Pentecostés: Pedro les contestó:
«Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de
Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu
Santo; pues la Promesa es para vosotros
y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el
Señor Dios nuestro.» (Hch 2, 38- 39)
En
el Espíritu Santo tenemos un Abogado, un Maestro y un Consolador. Enviado para
conducir a la Iglesia a los terrenos de Dios: El amor, la verdad, la vida, la
santidad, la libertad y a la unidad. (Jn 14, 6; Jn 17, 17- 19) “No contristen
al Espíritu Santo con el que fuisteis sellados para el día de la redención”.
(Ef 4, 30) Contristamos al Espíritu Santo cuando pecamos, cuando damos la espalda
a Cristo para abrazar al mundo. Por eso el apóstol Juan nos dice: “No améis al
mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no
está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene
del Padre, sino del mundo”. (1 de Jn 2, 15- 16)
Toda
obra buena, limpia y santa que hagamos es obra del Espíritu Santo. Si nos convertimos
al Señor es por la acción del Espíritu Santo.
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