LA HUMILDAD SOLO SE ENCUENTRA EN CRISTO.
Objetivo:
mostrar con claridad que la virtud de la humildad es esencial en la vida
cristiana para conocerse a la luz de la verdad y evitar una vida cimentada en
el engaño.
Iluminación:
Sed humildes unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su
gracia a los humildes. Inclinaos bajo la poderosa mano de Dios, para que a su
tiempo os eleve. Descargad en él todas vuestras preocupaciones, porque él se
interesa por vosotros. (1Pe 5, 5b-7)
¿Qué tienes que no lo hayas recibido?
La
verdad es que el hombre es limitado, finito, débil y capaz de equivocarse, y
también de vivir en las apariencias. Una frase lapidaria de Pablo nos dice:
¿Qué tienes que no lo hayas recibido? ¿Por qué presumes como si no lo hubieras
recibido? (1Cor 4, 7). Sólo hay una cosa que no he recibido de Dios, y que es
sólo mía. ¿Cuál será? Esa es mi pecado. Viene de mí, encuentra su fuente en mí
o en el hombre o en el mundo, pero nunca en Dios. En la carta a los Gálatas
Pablo nos dice: “Si alguno piensa que es algo, no siendo nada, se engaña a sí
mismo” (Gál 6, 3). Engañarse a sí mismo, vivir en el error y estar falto de
juicio es pensarse bueno, sabio, educado y pensarse como aquél que debe estar
siempre por encima de los otros.
La virtud de la humildad se cimenta en
la verdad y genera esperanza.
El
terreno firme en que pisa el hombre humilde es el sincero y pacífico,
reconocimiento de que por sí sólo es nada, nada puede pensar, nada puede hacer.
San Juan pone en la boca de Jesús estas palabras: “Sin mí, nada podéis hacer”
(cfr Jn 15, 5). Pablo añade: “Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros
mismos” (2 Cor 3, 5). El humilde puede decir con la fuerza del Espíritu: “Yo
soy aquel que cree que es algo, y no es nada”. Lo que verdaderamente soy es una
“nada soberbia”. (Cantalamesa) Yo soy aquel que no tiene nada que no haya
recibido, pero que siempre presume, como si no lo hubiera recibido. Es la
situación del hombre viejo que experimenta en su interior otra ley, otro poder:
el poder del pecado: soberbia, orgullo, vanagloria, presunción, ambición, etc.
Somos soberbios y envidiosos por nuestra culpa y no por la de Dios, debido al
mal uso que hemos hecho de nuestra libertad. Esta libertad es la humildad que se
vive en la verdad. Descubrir esta realidad a la luz de la palabra de Dios es
una gracia muy grande que nos otorga una paz nueva que brota de la esperanza.
No estar por encima de los demás.
“Considerad
a los demás como superiores a vosotros mismos” (Flp 2, 3). Para el Apóstol la
humildad es cerrarse al egoísmo, y no encerrarse en el egoísmo. El hombre que quiere
estar por encima de los demás; aquel que usa de los otros para llenarse de
vanagloria, oprime la verdad en la injusticia, consiguiendo un corazón inflado
y endurecido como piedra. No así, el humilde que caminando en la verdad,
reconoce su nada y busca a Dios con un corazón contrito y humillado. (Slm
(50)51, 19) Es en ese corazón donde resplandece la verdad y en el que Dios hace
su morada y pone su trono de acuerdo a las palabras del profeta: “Todo esto es
obra de mis manos, todo es mío”. ¿En qué lugar podré establecer mi morada?
¿Sobre quién voy a posar la mirada? “¡Sobre el humilde y sobre el que tiene el
corazón contrito!” (Is 66, 1ss).
El corazón contrito y abatido.
El
Salmista nos dice: “Un corazón contrito Tú no lo desprecias” (Slm 51, 19). El
corazón contrito es obra de Dios y de la libertad humana, el hombre que
reconoce su nada y su miseria ante Dios se convierte en un buen candidato para
que en él se manifieste el poder redentor de Jesucristo. Este corazón contrito
y arrepentido hace que el corazón de Dios se llene de alegría y que puede
obtener el favor del Señor (cf Eclo 3, 18), y puede a la vez, apropiarse, lleno
del gozo del Espíritu de la alabanza del Señor Jesús a favor de los humildes y
de los sencillos a quienes Dios revela sus secretos y sus maravillas: “Te alabo
Padre y bendigo… porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y
se las has dado a conocer a los sencillos” (cfr Mt 11, 25).
En ellos Dios muestra su predilección.
Son
los sencillos y humildes de corazón a quienes el Señor revela los secretos de
su sabiduría. Son a ellos a quienes les da su Espíritu sin medida, por eso,
sólo ellos son capaces de darse y entregarse sin medida en servicio, en favor
de los menos favorecidos. El grito de los humildes es: “Sí obedeceré, sí amaré
y sí serviré.” Sin humildad no hay caridad y, a la inversa, sin caridad no hay
humildad. Las dos virtudes son como las caras de una misma moneda. Una sin la
otra es fingida, es falsa, no es válida. Miremos a Jesús, el Hijo de María, el
hombre humilde que se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz para vencer el
pecado, al mundo y al demonio. (cf Flp 2, 6- 8) La humildad es el arma más
poderosa para vencer a los espíritus del mal que hunden sus raíces en el
corazón del hombre.
Digamos con los profetas: “El Altísimo habita con
aquel que es humilde de espíritu y tiene corazón contrito” (Is 57, 15). El
fruto de la humildad es el temor de Dios, porque sólo los humildes encuentran
gracia delante del Señor (Eclo 3, 18)
La humildad en los cristianos.
La
humildad es un don de Dios, el Humilde, que en Cristo Jesús nos da su Gracia.
En Dios la humildad es positiva, es: darse, donarse, entregarse por amor a los
hombres. En nosotros, la humildad es negativa, es decir, con la ayuda de la
Gracia, podemos negarnos o renunciar a todo egoísmo, orgullo o soberbia para poder
darnos, donarnos y entregarnos como regalo de Dios a los demás. El grito del
humilde siempre será: Sí te obedeceré, sí te amaré y sí te serviré Padre; al
igual que el Humilde de Nazareth que nos dijo: “Aprendan de mí que soy manso y
humilde de corazón, y encontrarán descanso para su vida,” (Mt 11, 29) y a
ejemplo de la Madre, la humilde esclava del Señor, tendrá la disponibilidad
para hacer la voluntad del Padre, amar a sus semejantes y dar la vida por
ellos. Sólo el humilde se deja corregir, por eso, también sólo él sabe amar y
servir.
María, modelo y figura de la Iglesia.
María:
La Virgen elegida y llena de Gracia; la Virgen fiel, La Mujer oyente, la Sierva
suplicante, la Madre oferente; es también: Bendita entre las mujeres y Mujer
creyente, primera Discípula de su Hijo, Sagrario del Espíritu Santo e Hija
predilecta del Padre; es por todo esto, figura y modelo para la Iglesia. En
ella la humildad habitaba como en su propia casa y reinaba desde su propio
trono: el corazón inmaculado de la Humilde esclava del Señor. (cf Lc 1, 38)
Ella como nadie, con la fuerza del Espíritu legó a la Humanidad, y no sólo a
los creyentes, un Himno al Señor, su Dios que nos descubre, tanto su alma, como
la importancia de ser humildes. (cf Lc 1, 46-55) Éstos son los servidores de la
multiforme gracia de Dios. (cf 1 Cor 4, 1)
Publicar un comentario