¿QUÉ ES LA LIBERTAD INTERIOR?

 


¿QUÉ ES LA LIBERTAD INTERIOR?

El hombre libre, el maduro, aquel que encuentra en Dios su apoyo, sale de sí mismo, para donarse y entregarse al servicio de Dios y de sus hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

Es la libertad del corazón. Es la fuerza para salir de sí mismo para ir al encuentro del pobre o de cualquier persona en su situación concreta para amarlo o servirlo desinteresadamente. El hombre es libre cuando hace las cosas con amor y alegría de manera espontanea, sin tantos pujidos y sin tantos esfuerzos. La libertad interior nos hace ser desprendidos, solidarios, humildes y puros de corazón; compasivos y misericordiosos con la disponibilidad para amar a Dios y al prójimo; con la capacidad de servir a los demás y la capacidad de morir al egoísmo. Existen tres condiciones para alcanzar la hermosa libertad interior: La pobreza espiritual, la absoluta dependencia de Dios y la confianza total en la Misericordia del Padre.

Jesús, el hombre libre, sede de toda libertad. Un modelo y ejemplo lo tenemos en Jesús que todo lo que hizo, lo hizo por compasión y sin compasión no hizo nada. En su trato con mujeres enfermas, marginadas y oprimidas (Mc 1, 29s; Mc 4, 21s; Lc 7,24s; Jn 8, 1ss). Se dejó amar y amó a los más desposeídos de la sociedad: pobres, leprosos, ricos y poderosos (Mc 1, 40s; Mc 6,35s; Lc 19s). Su Mandamiento es: “Denle ustedes de comer” (Mc 6, 37).  Compartir el pan, es compartir, no sólo lo material, sino todo aquello que hace referencia a la realización humana: valores, desde los creativos, hasta los intelectuales y morales. Es dar el tiempo para ayudarlos a liberarse de los obstáculos que impidan su realización y prestarles los medios que necesitan para ponerse de pie y caminar con dignidad. Esto nos pide ser portadores de una buena porción de libertad, solidaridad, compasión, generosidad y amor a todos, especialmente, a los menos favorecidos. Jesucristo no salvó al mundo con palabras bonitas, sino con su donación, entrega y servicio, hasta las últimas consecuencias: la entrega de su vida en la cruz. Jesús es el hombre libre por antonomasia por su sacrificio en la cruz hizo decir a san Pablo: “Para ser libres nos liberó Cristo” (Gál 5, 1).

¿Qué significa ser hombre? Si el Señor Jesús nos amó hasta la muerte, surge una pregunta: ¿Qué significa ser hombre? El hombre es un “alguien”, no es una cosa. Un alguien amado por Dios y pensado por él desde antes de la creación del mundo. (Ef 1, 4). Dios ama al hombre incondicional e incansablemente, por lo que es y no por lo que hace. Su grandeza está en “Ser imagen y semejanza de su Creador” (Gn 1, 26). A la luz de lo anterior decimos que ser hombre significa:

Tener libertad para elegir,  en lugar de hacer lo que nos dicta nuestro instinto. El hombre puede elegir entre hacer el bien y elegir en hacer el mal, de lo que él elija, es responsable (Dt 30, 15).

Saber que algunas elecciones son buenas y otras son malas y que tenemos la obligación de conocer la diferencia (Dt 30, 19). Saber distinguir entre lo bueno y malo.

Pertenecerse a sí mismo de una manera intransferible. El hombre libre posee dominio propio, es dueño de sí mismo. No está predestinado a hacer el bien, tiene que elegirlo, de otra manera no tendría libertad.

El ser humano tiene que vivir en continuo proceso de liberación, es decir, de humanización para que pueda lograr su meta: ser persona, ya que la libertad es una actitud moral de la persona y a la misma vez, es un bien para la sociedad. Nuestra libertad moral nos dice que si elegimos ser egoístas o deshonestos, podemos serlo, y Dios no lo evitará. Como tampoco nos obligará a hacer hombres virtuosos, si nosotros no lo elegimos. Digamos entonces que el hecho de ser humanos nos da libertad para herirnos unos a otros; podemos engañarnos y destruirnos, robarnos, y sí Dios lo impidiera, nos estaría quitando la libertad que nos ha dado. Si no lo creemos, tan solo recordemos los campos de concentración en la Alemania de Hitler y en las grandes masacres de indígenas en América. ¿Quién fue el responsable? Respondemos, el hombre, que en muchas ocasiones elige ser malo y se “convierte en lobo para sus hermanos” (Thomas Hobbs). ¿Dónde estaba Dios? ¿Al lado de quién estaba? ¿De las víctimas o de los asesinos? Harold Kushner y Dorothee Soelle afirman que estaba del lado de las víctimas, y no del lado de los asesinos, pero que Él no controlaba la elección del hombre entre el bien y el mal. (Cuando la gente buena sufre. Ed EMECE. Pág 113).

 

En cuanto persona, el hombre está llamado hacer un ser original, responsable, libre y capaz de amar. La libertad como toda otra virtud debe de ser amada en sí misma. Quien no ame la libertad no merece ser libre. Al mismo tiempo, quienes aman la libertad y entregan sus fuerzas y se gastan en conseguirla, han logrado alcanzar las metas más sublimes y ver los más hermosos frutos en sus vidas. Los seres humanos tienen la libertad para elegir la dirección que tomarán en su vida.

 

El camino para hacerse libres. El camino es estrecho y lleno de obstáculos, pero también, lleno de experiencias liberadoras, gozosas, gloriosas y luminosas. Un estilo de vida que nos presenta el Evangelio: “Vivir en la verdad, practicar la justicia, tener misericordia, abrir campos de acción para que otros desarrollen sus carismas; estar siempre en lucha contra toda forma de manipulación en la comunidad y tener la disponibilidad para soportar el precio por trabajar a favor de la emancipación humana”.

Trabajar en la humanización del hombre; en ayudarle a hacerse libre, es necesario, saber distinguir entre libertad y liberación. Una cosa es la libertad y otra es la liberación. La libertad, lo hemos dicho es un don y conquista; la liberación en cambio, es un proceso realizable y posible, pues la “libertad es nuestra vocación”. La libertad que otorga Cristo es real y verdadera. “La verdad os hará libres” (Jn 8, 33). “Sí el Hijo nos hace libres, seremos, realmente libres” (Jn 8, 36). Ser libre es estar liberándose continuamente. Digamos con firmeza y gratitud que la libertad es el regalo que Dios nos ha hecho, cuando el hombre protege y cultiva este hermoso regalo se hace hijo de Dios. Al hacernos libres, Dios se nos regala Él mismo, pues Dios es libertad. San Pablo nos dice que el Espíritu Santo es el Espíritu de la libertad (2Cor 3, 17). Jesucristo es el hombre totalmente libre: Libre para dar su vida… libre para entregarse; libre para amar a los suyos hasta el extremo (Jn 13, 1), libre para amar a sus enemigos y orar por ellos: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). En el camino para hacernos libres encontramos varios pasos:

Escuchar la Palabra de verdad (Jn 17, 17). La Palabra es semilla de humildad y de libertad, de santidad y de caridad. La escucha de la palabra nos engendra en la fe (Rm 10, 17), que es: confianza filial en el amor del Padre amoroso del Cielo. Fe que es obediencia y pertenencia al Señor que nos amó y se entregó por nosotros (Ef 5, 1; Gál 2, 19-20). Escuchar la Palabra es mucho más que oírla, es guardarla y ponerla en práctica. “Felices los que escuchan mi palabra y la guardan” “Felices los que escuchan mi palabra y la cumplen” (Lc 8, 21; 11, 27). Dios nos llama a la conversión, no escucharlo es endurecerle el corazón, es darle la espalda y cerrarse a la acción del Espíritu. Cuando el Señor quiere liberar a una persona, se acerca a ella como Buen Pastor y el primer regalo que le hace es el don de su Palabra. Quien se abre a la acción de la Palabra recibe un segundo regalo: el amor y la misericordia, es decir, el perdón de sus pecados. Para luego recibir el tercer regalo: el conocimiento de Dios y la fidelidad al amor recibido (cfr Os 2, 21s).

Reconocimiento y aceptación del vacío de libertad. Este reconocimiento es como la antesala del Encuentro con Jesús, Salvador del Hombre. Exige el dejarse encontrar por el amor del Buen Pastor que busca a las ovejas perdidas hasta encontrarlas (Lc 15, 4). Dejarse encontrar significa: reconocer que no somos felices, que nos hemos equivocado, que estamos necesitados de ayuda y que esa ayuda sólo puede venir de Dios. Esto pide el reconocimiento de los defectos, debilidades y pecados personales. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos…” (1Jn 1, 8). El reconocimiento de los defectos personales requiere ya, de una porción de humildad, por eso sólo puede lograrse con la luz del Espíritu Santo que se nos ha dado, implícito en la Palabra de Dios que es escuchada con fe y esperanza.

Buscar el Rostro de Cristo. Humilde y liberador en el encuentro con Él. Con un corazón contrito y abatido. Esto es arrepentirse. El arrepentimiento consiste en un cambio en la manera de pensar, de mirarse, de valorarse y aceptarse a sí mismo. Sólo en medida que tengamos la manera de pensar de Cristo Jesús (cfr Flp 2, 5), seremos capaces de entender el daño que nos ha ocasionado el pecado y el daño que hemos hecho a los demás. El arrepentimiento cuando es auténtico, se diferencia del remordimiento. La persona se abre al cambio, deja de culpar a otros para, que con los pies sobre la tierra experimente las dos dimensiones del arrepentimiento: el dolor por haber hecho daño a otros y el firme propósito de no volver hacerlo. Un ejemplo de arrepentimiento lo encontramos en el “hijo pródigo”. Vuelve a los brazos del Padre con un deseo profundo de cambio y con un corazón abatido: “He pecado contra el cielo y contra Ti”. El Padre, no sólo, lo recibe, sino que va a su encuentro, y lo acoge incondicionalmente (Lc 15,11s).

Romper  con el pecado. Despojarse del hombre viejo (Col 3, 5s), huir de la corrupción (1Pe 1, 4), huir de la fornicación (1Cor 6, 18). Romper con el pecado es liberarse del yugo de esclavitud, en situaciones de desgracia y de no salvación con la ayuda del Espíritu. Quien se convierte al Señor ha de abandonar los terrenos de la mentira, del fraude, de la explotación, de las supersticiones, de la lujuria, para que el pecado no reine en sus miembros mortales. Es un morir al pecado para poder vivir para Dios, buscando el perdón y la paz que sólo el Señor  puede darnos. Para darle muerte al hombre viejo y al pecado que reina en sus miembros mortales, el cristiano, sabe que su pecho no es el lugar para guardar sus pecados, sino, Jesús que llama al pecador y lo atrae hacia Él con cuerdas de ternura y con lazos de misericordia (Os 11, 5s). “Vengan a mí los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt 11, 28).

Jesús invita al pecador a acercarse al Sacramento de la Reconciliación para un encuentro entre la miseria del que regresa y la misericordia del que lo acoge. Encuentro liberador, gozoso y glorioso. Jesús no sólo perdona al pecador a quien acoge con cariño y ternura por medio de la Iglesia, sino que también, lo reviste de fuerza y poder espiritual, para que pueda caminar en el poder de Dios, como hombre libre y reconciliado con Dios y con la Iglesia.

Oración y Alabanza. La alabanza es por excelencia el anti-pecado. Al inicio de su carta a los Romanos, San Pablo dice que hay un pecado madre, un pecado que es el fundamento de todos los pecados y se llama impiedad. Y este pecado consiste en conocer a Dios (por tanto, no es el pecado de los ateos), conocer que hay Dios, pero no darle gloria y no darle gracias como se le debe a Dios. Esto es el pecado-madre: la impiedad. No alabar, no agradecer a Dios, sino gloriarse en sí mismo (Cantalamessa). Entonces, si el pecado-madre es la impiedad, es decir, el rechazo a glorificar y dar gracias a Dios, lo exactamente contrario al pecado no es la virtud, sino la alabanza. Lo repito: lo contrario del pecado no es la virtud, sino la alabanza de Dios. Concibiendo nuestra liberación del pecado como un éxodo pascual, hemos hecho una emigración personal o comunitaria de Egipto, tierra de esclavitud, hacia los terrenos de la Gracia, los terrenos de Dios. Ha sido una verdadera pascua, un verdadero paso de la muerte a la vida. Pascua que es fuente de gozo, de alegría, de paz, de amor, amistad y comunión. Pascua que transforma nuestra vida en fiesta, en gratitud, en alabanza de la gloria de Dios.

La docilidad al Espíritu Santo. Por la acción del Espíritu en el Sacramento de la Reconciliación hemos renovado nuestro Bautismo. De la misma manera que el Faraón y sus ejércitos fueron ahogados en el Mar Rojo, hoy el demonio, nuestros pecados, nuestro hombre viejo y nuestros pecados actuales han sido vencidos, expulsados y perdonados. Ya no están, ahora somos libres con la libertad que Cristo nos otorga y revestidos con su poder podremos luchar para permanecer siendo libres. Así podemos decir que la libertad cristiana es don y conquista. Recuerdo el mismo día que por gracia de Dios viví está inefable experiencia dentro de un “confesionario”, al llegar a casa ofrecía al Señor mi primer “sacrificio de alabanza”, con libertad y conciencia dije: “Te prometo Señor no volver a fumar cigarros ni marihuana en toda mi vida”. Si se puede, no estamos solos, el Señor está con nosotros.

 

Pocos días después, guiado por el Espíritu, de eso estoy convencido, decidí no volver a los centros nocturnos, romper con la borrachera y guardar el “Sexto Mandamiento”: No al adulterio, no a la fornicación, no a la pornografía y no a la masturbación. La razón: El Espíritu Santo es el espíritu de Libertad (cfr 2Cor 3, 17). “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál, 5,1). Ahora podía ofrecer sacrificios de acción de gracias: Guardar los Mandamientos. No hay duda el “Espíritu Santo guía a los hijos de Dios” (Rm 8, 14). Lo importante es conocer el camino: nos lleva a Cristo, al Amor, a la Libertad, a la Santidad. Esto implica varios pasos, el primero es el desierto, la alianza, la tierra prometida…

 

El Desierto de nuestro corazón. Salir del exilio para entrar en el camino de éxodo a través de desierto. El desierto es el lugar de la victoria de Dios, y es la vez, el lugar donde habitan los demonios. Demonio es todo aquello que estorba, que impide el crecimiento del Reino de Dios en nuestra vida: impureza, miedos, inseguridades, odios, machismo, ambiciones, apegos, y muchísimos más. Uno a uno tiene que ir siendo descubierto, atado y echado fuera para ser quemado en la “hoguera del Espíritu”. De la manera que el Espíritu llevó a Jesús al desierto para prepararse para su misión, todo discípulo-misionero, es llevado a la intimidad, a la interioridad, al silencio, a la oración, a la lectura asidua de la Palabra, a nuevas opciones y decisiones que van limando sus asperezas y llenándolo de luz, de verdad, de amor, de Cristo. En el desierto Dios vence a sus elegidos, mejor aún, nos dejamos vencer por Él, aceptamos su voluntad para nuestra vida y nos abrimos a ella, libre y conscientemente, renunciando a nuestros planes de vida para aceptar alegremente los que Dios nos propone. Dios no nos obliga, no nos violenta. Él amorosamente propone y el discípulo lo acepta o lo rechaza.

 

La alianza con Dios y entre los hombres. En el desierto Dios hace alianza con sus elegidos. Él no hace alianza con esclavos, primero los libera, los hace libres y luego, a manera de seducción los lleva al momento de hacer una “Opción radical” por el Reino. Renuncio a ser amigo del Mundo para ser amigo de Dios. Renuncio a ser del Mundo para ser de Cristo, caminar con Él y vivir con Él. Ésta opción radical por el Reino de Cristo y sus valores, se da, más o menos, tres meses después de haber cruzado el Mar Rojo, es decir, después de haber nacido de nuevo por medio del Encuentro Personal con la Misericordia de Dios que ha tomado rostro humano: Jesús, el Salvador del hombre. Dos experiencias, dos encuentros inolvidables: en el primero acepté ser amigo de Jesús y en el segundo, acepté ser sacerdote. Las dos fueron dentro de una misma semana. El primero fue en “centro nocturno” al que no iba desde hacía tres meses. El siete de noviembre regresé a la Iglesia, y está bella experiencia fue el día 14 de febrero, día, del amor y la amistad. Romper la amistad con el mundo para ser amigo de Jesús, sólo puede ser fruto de la Gracia dentro de un proceso de liberación lleno de experiencia gozosas, liberadoras, gloriosas y dolorosas. En honor a la verdad, sólo puede haber dolor cuando no se ha experimentado “lo bueno que es el Señor”. Entre más estemos enraizados en el pecado más doloroso es el rompimiento.

 

Cuando llegué a aquel lugar el recibimiento fue espectacular. Me dijo el mesero: “Ya llegó el que andaba ausente”. Me sirvió una copa de cogñac con una porción cinco veces mayor que lo normal, diciéndome: “La casa paga”. Vino la mesera con una muy amable sonrisa me saluda, me besa y me ofrece mesa, en un lugar donde había tanta gente que no había lugar ni para estar de pie. Me hizo sentir importante. Llegaban los antiguos amigos con palabras llenas de halagos. Había invitaciones para irme a sentarme a la mesa con antiguas novias y amantes, realmente aquello era una invitación a volver la mirada al pasado, a la vida mundana. Por un momento me separé del lugar del bar hacía el lado del restaurant que estaba vacío, parado junto a una chimenea en la cual ardía el fuego, medité cada una de las palabras del mesero, la mesera, los amigos y las ex novias… me dije, así andaba yo antes… vacío, comprando amores, amistades… ahí, en ese momento hice mi opción por Jesús. Comencé por darle gracias por lo que había comenzado a hacer en mi vida. Luego le ofrecí no volver a tomar bebidas alcohólicas y no volver a pisar un “centro nocturno”, lugar de vicio. Inmediatamente salí de aquel lugar. Era la hora de “la luz y la verdad”. Sólo experimentaba una paz profunda y un gozo inefable. Una hora más tarde, ya en casa, tome la Biblia en mis manos y encontré que Jesús mismo me decía estas palabras del Evangelio de san Juan 15, 14- 27:

 

“Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando”. “El mundo los odia porque ustedes me aman; sí ustedes me odiaran el mundo los amaría”. “Ya nos los llamó sirvientes… A ustedes los llamó amigos… Yo los he elegido a ustedes y los destiné para que vayan y den fruto… Ustedes no son del mundo… Yo los he sacado del mundo” Hice mías todas estas palabras: amigo, elegido, destinado, enviado, con la misión de llevar amor. La experiencia de la Opción radical por Cristo y su reino hice mías las “leyes de la Alianza” : “Ser pertenecía de Cristo” “Amar a Cristo” y “Servir a Cristo”.

 

El compromiso. El compromiso es con Dios y exige haber experimentado su amor, estar viviendo de encuentros con el Señor y con la Comunidad. La clave del compromiso es: “Ser de Cristo” y su ley es: “el Amor”. Cuando en el corazón del discípulo se ha ido entretejiendo una doble certeza: la primera certeza tiene su iniciativa en la acción de Dios que nos amó primero. La certeza de que Dios me ama. La segunda certeza, fruto de la acción del Espíritu y de respuestas generosas es indispensable para sellar el compromiso: La certeza que también yo lo amo. Dos amores que se encuentran, dos voluntades que se donan una a la otra.

 

El compromiso no es por uno o dos años es para toda la vida. “Soy del Señor que me amó primero” (1 Jn 4, 10). Acepto pertenecerle a Él (Gál 5, 24) y al grupo que le pertenece: Los Doce (Mc 3, 14). Iré a donde me envíe y diré lo que me ordene decir. Le entrego las llaves de mi vida para que haga conmigo lo que Él quiera. Estoy en sus manos, mi vida le pertenece. El compromiso es expresión de triunfo y victoria contra las fuerzas del demonio, es la victoria de Dios que se manifiesta en su discípulo con la triple afirmación de: “Obedecerlo”, “Amarlo” y “Servirlo”. Nuestro corazón es ahora un odre nuevo dispuesto a recibir el vino nuevo que es el Espíritu Santo.

 

La libertad y la práctica del bien. Libres para hacer el bien, para amar. La liberación del mal se despliega con la fuerza del Espíritu al cultivo de las virtudes, sin las cuales la libertad queda en entre dicho, en su simple concepto, pero no en fuerza liberadora. De la misma manera que para poder crecer en el conocimiento de Dios, es indispensable  que  “La virtud de la fe, tenga frutos que son a la vez “frutos de la libertad”. Sin la virtud de la continencia, la fe está muerta y vacía y el hombre, ha vuelto a ser esclavo. La fe es vida, es amor, es libertad; la fe es inseparable de la libertad. Unidas, son poder que actúa en nuestros corazones. El ejercicio de la libertad se manifiesta en la renuncia al mal y en la práctica de la virtud. Cada virtud es manifestación y despliegue de la libertad. Decimos que sin libertad no hay continencia, pero a la misma vez, decimos que la continencia perfecciona la libertad y al amor, por lo tanto, fortalece y robustece la voluntad. Una voluntad orientada a Dios sería el arma más poderosa contra cualquier acechanza del pecado que busca hacernos esclavos. La continencia nos hace castos, puros y nos da la templanza, quien las posea, es libre y está haciéndose libre.

 

Fe y libertad… están siempre alumbrando a un “hombre nuevo” que está siempre naciendo a la luz, capaz de caminar con los pies sobre la tierra y con la cabeza levantada, con dignidad. Con los ojos abiertos y el corazón palpitante; la mirada siempre hacia arriba, pero sin perder el piso, sencillamente, es protagonista de su propia historia y de su propio destino, hombre con visión y con misión.

 

 

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