BASTA QUE LO DIGAS DE PALABRA Y MI CRIADO QUEDARÁ SANO

 


BASTA QUE LO DIGAS DE PALABRA Y MI CRIADO QUEDARÁ SANO

Jesús al bajar del Monte bajó al llano, lo seguía una gran multitud. Se encuentra con tres personas que eran excluidas de la religión judía: un leproso, un pagano y una mujer, que no obstante era judía, era discriminada por ser mujer, Jesús los acoge, los valora y los cura. Ayer el evangelio nos habló del leproso, excluido de la sociedad y del Reino de Dios. Son los primeros que Mateo nos dice en su Evangelio. 

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: «Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho.» Jesús le contestó: «Voy yo a curarlo.» Pero el centurión le replicó: «Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve" y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace.» Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Y al centurión le dijo: «Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído.» Y en aquel momento se puso bueno el criado. Mateo (8, 5-17)

El centurión era romano, un pagano, los judíos con desprecio les llamaban “perros.” Jesús lo acoge y lo escucha. “Tengo un criado enfermo que sufre mucho” Jesús lo mira y pesa sus palabras y piensa para sí mismo: este es un hombre que tiene compasión del que sufre, es solidario. Y sin pensar mucho, le dice: “Voy a curarlo.” El centurión sabe que si un judío entra a su casa o a su cuartel, será impuro. No le quiere meter en problemas a Jesús y le dice: “Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano.” A esto Jesús le dice a la gente: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe.

¿Dónde estaba la fe del centurión? Estaba en las palabras de aquel que era considerado como un pagano: era un hombre humilde. Se conocía a sí mismo; conocía lo que el pueblo decía sobre él y sobre la impureza, no quería hacer daño a Jesús.  La humildad es la puerta de la fe. El enemigo principal de la fe es la soberbia que dice: No amaré, no obedeceré y no serviré. En cambio el humilde dice: sí amaré, si obedeceré y sí serviré. Es inseparable de la misericordia y de la mansedumbre. El humilde es de corazón pobre y sencillo por eso puede estar lleno de Esperanza. El humilde evita el escándalo, el problema y el pleito.

Jesús le dice al centurión: «Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído.» Y en aquel momento se puso bueno el criado. La fe de centurión era una fe sincera acompañada de una conciencia recta (1 de Tim 1, 5) Su fe estaba en su pobreza espiritual, en su mansedumbre y en su humildad.

Después de un día fuerte de trabajo, Pedro invita a comer a Jesús. De seguro que le dijo: Mi suegra sabe preparar lo mejor en pescado y en camarones, hace unos guisos exquisitos. Pero al llegar a la casa, se encuentra la casa descuidada, ni lumbre había, entra y encuentra a su suegra tirada sobre un camastro: “Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles.” (Mt 8, 14- 15) Jesús se le acerca, la toma de la mano y la levanta. A eso ha venido a compartir su Don con los hombres, el don de dar vida, curando y perdonando, levanta a los caídos de su postración. Ella sin la fiebre, levantada, se puso a servir a Jesús y a su Grupo. La suegra de Pedro es figura de la Iglesia, sin Cristo, la fiebre de las concupiscencias la domina. Pero en Cristo es servidora, es misionera, es apóstol.

Después de la comida: Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.» (Mt 8, 16- 17) Con su Palabra liberadora, sanadora, reconciliadora, y salvadora, expulsa los espíritus impuros y sana a los enfermos. En Cristo se cumplen todas las profecías: “toma nuestras dolencias y carga con nuestras enfermedades.” Los hombros de Cristo son los hombros de Dios. Él es el Fuerte que vence al Malo para liberarnos de las garras del Pecado y para que amemos y sirvamos a los demás. Tal como lo dice Pablo: “Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro propio agrado. Que cada uno de nosotros trate de agradar a su prójimo para el bien, buscando su edificación; pues tampoco Cristo buscó su propio agrado, antes bien, como dice la Escritura: Los ultrajes de los que te ultrajaron cayeron sobre mi”.(Rm 15, 1- 3)

 

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