PERSEVERABAN EN LA ENSEÑANZA DE LOS APÓSTOLES, EN LA COMUNIÓN, EN LA FRACCIÓN DEL PAN Y EN LAS ORACIONES.

 


Perseveraban en la Enseñanza de los Apóstoles, en la Comunión, en la Fracción del pan y en las Oraciones. (Hech 2, 42.)

Iluminación. “Guardad, pues, las palabras de esta alianza y ponedlas en práctica, para que tengáis éxito en todas vuestras empresas.” (Dt 29, 8)

El primer día de la Resurrección, el Señor resucitado se encontró con dos de sus discípulos y celebró con ellos la primera Eucaristía:   “Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado.” (Lc 24, 30- 31) La fracción del pan es la respuesta de la invitación que los discípulos hacen a Jesús: ¡Quédate con nosotros, Señor porque atardece y el día va de caída! (Lc 24, 28). Es la invitación que los discípulos de Emaús hacen a su Maestro, después de que Él, les ha explicado las Escrituras y a ellos les ardía el corazón. ¡Quédate con nosotros!, es el anhelo más profundo del corazón, Jesús acepta la invitación y entra en la casa de los discípulos a eso ha venido ¡a quedarse! Y a quedarse para siempre, es su promesa: “Estaré con ustedes todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20) y para estar siempre con los hombres, Cristo Jesús inventa “LA EUCARISTÍA”.

De esa Eucaristía nace la Iglesia Misionera. De esa primera Misa ha nacido la iglesia misionera que somos nosotros. En nuestro caminar, de hecho, Emaús inaugura una cadena milenaria de Eucaristías; cada vez que, en nuestro camino, decimos: “Quédate con Nosotros”, El responde en la mesa Eucarística que nosotros le preparamos, dándonos su pan y su cuerpo, su vino y su sangre y a través de ellos, lo reconocemos y somos sanados, perdonados, fortalecidos, unidos por Él y en Él, haciendo realidad hoy sus palabras: “El que me come, vivirá por mí” (Jn,6, 57).  Juan Pablo II, nos lo dijo con toda claridad: El encuentro con Cristo en la Eucaristía suscita en la Iglesia y en cada Cristiano, la exigencia de Evangelizar y dar testimonio de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo, recordando las Palabras del Apóstol: “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de esta copa, proclamareis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1 Cor 11, 26) La fe cristiana se anuncia, se vive, se celebra y se proclama.

La “Fracción del pan” es la Eucaristía. El primer nombre con el cual se llamó a nuestra Misa fue la “fracción del pan” (cf Hech 2, 42; 20, 7; Lc 24, 28s) Partir el pan significa para Jesús “ofrecerse como hostia viva al Padre”; significa sacrificarse, dándose y entregándose por la salvación de la Humanidad; significa inmolarse en la presencia de Dios a favor de toda la humanidad; significa no vivir para sí mismo, sino, para los demás. Antes de ser “presencia” “banquete” y “sacrificio” la Eucaristía nos descubre cómo vivió Jesús: abrazando al voluntad de su Padre y empeñado en la construcción del “Proyecto de Dios para la Humanidad”: Un Reino de amor, paz y justicia para todos los hombres. 

En la última cena, el Señor Jesús dejó a su Iglesia su más hermoso legado: “Esto es mi Cuerpo… esta es mi Sangre… que será entregado y derramada por vosotros. “Hagan esto en Memoria Mía”. Es un Mandamiento, es una invitación gozosa, no sólo, a actualizar el memorial de la Muerte y Resurrección hasta que el Señor vuelva, sino también a vivir como Jesús vivió: haciendo el bien y amando a los suyos (Jn 13, 1). Los cristianos sabemos qué tanto, en la Iglesia como en el Reino de Dios, nadie vive para sí mismo, sino para el Señor y para los demás (Rom 14, 8). Vivir para los demás compartiendo con ellos los dones de Dios, reconociendo en los otros la “dignidad humana y cristiana”, siendo solidario y servicial con todos, tal como lo pide el Mandamiento Regio de Jesús (Jn 13, 34-35)

En la “Ultima cena” Jesús celebró toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte como “Don del Padre” a los hombres y como “Don de sí mismo”. Toda su vida fue un vivir dándose y entregándose a los suyos hasta el extremo. La última cena es la hora a la que Él había hecho referencia diciendo: “Cuanto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes”. Es la noche en la que fue entregado, y es la noche en la que Él se entregó anticipadamente: “instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre”. Y lo dejó a su Iglesia como el “don por excelencia”. Don de sí mismo, de su persona, en su santa humanidad y divinidad, además, de su obra de Salvación. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía memorial de su muerte y su resurrección, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la obra de nuestra redención.

“Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío.» Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.” (1 Cor 11, 23- 26)

Las primeras comunidades cristianas se reunían para celebrar la “Fracción del pan” el primer día de la semana, el domingo, el día del Señor: “Caí en éxtasis el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz, como de trompeta, que decía: «Lo que veas escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea.” (Apoc 1, 10- 11)  El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan, Pablo, que debía marchar al día siguiente, conversaba con ellos y alargó la charla hasta la media noche. (Hech 20, 7)  En cuanto a la colecta en favor de los santos, haced también vosotros tal como mandé a las Iglesias de Galacia. Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su casa lo que haya podido ahorrar, de modo que no se hagan las colectas cuando llegue yo. (1 Cor 16, 1- 2)

Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. (1 Cor 11, 27) Las palabras del Apóstol Pablo nos recuerda la parábola del traje de bodas: Tomando Jesús de nuevo la palabra les habló en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía otros siervos, con este encargo: Decid a los invitados: “Mirad, mi banquete está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la boda.”  Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron. Se airó el rey y, enviando sus tropas, dio muerte a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Entonces dice a sus siervos: “La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda.”  Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales. «Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda,  le dice: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?” El se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: “Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”

¿Qué nos pide el Señor para participar dignamente del Banquete de Bodas?. Lo que nos pide es el “vestido de fiesta”, la pureza o limpieza de corazón. Qué estemos reconciliados con él y con los hermanos, y el lugar para reconciliarnos con Dios es el sacramento de la Confesión. Con tristeza, con firmeza y a la misma vez con una gran caridad hemos de recordar que las personas que están viven en unión libre, en amasiato o en una situación de adulterio permanente, no deben pasar a comulgar, sería recibir indignamente el cuerpo de Cristo. Pero no por eso deben sentirse rechazadas por la Iglesia que es Madre y Maestra, y sufre con esta situación de muchos de sus hijos. Estás parejas pueden y deben venir a la Misa, escuchar la Palabra de Dios, hacer oración, practicar la caridad, dar testimonio, hacer actos de fe, esperanza y caridad, practicar otras virtudes cristianas y “hacer una comunión espiritual”, abriendo su corazón al Señor que tiene sus caminos para llevar a sus fieles a la salvación por la fe en Cristo Jesús y a la perfección cristiana (cfr 2 Ti, 3, 14ss).

La exigencia para comulgar. Para recibir el Sacramento de la Comunión, el Papa, nos recuerda la exigencia de estar en estado de Gracia por medio de la cual participamos de la naturaleza divina (1 de Pe 1, 4). El mismo Apóstol nos dice: “Examínese, pues cada cual, para que no coma el pan y beba de la copa indignamente (1 Cor 11, 28). El Catecismo de la Iglesia nos recuerda no pasar a comulgar con una conciencia manchada y corrompida; Al estar en pecado grave se debe recibir el Sacramento de la Reconciliación antes de pasar a comulgar (Catic 1335). La Eucaristía y la Penitencia, son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí que ayudan a los fieles a estar en un continuo proceso de conversión.

Perseveraban en la Enseñanza de los Apóstales, en la Comunión, en la Fracción del pan y en las Oraciones. (Hech 2, 42.) El cuarto pilar de toda comunidad cristiana es la oración. La Oración que debe acompañar todo el proceso. Orar es invocar al Padre para que por su Hijo nos dé Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principal Agente de la Evangelización. El Divino Espíritu hace oración en nuestro interior y nos enseña orar como hijos de Dios, como hermanos y servidores de los demás. (Rm 8, 26) “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos.” (Hch 1, 14)

El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar. (Hch 2, 43ss) La oración ha de ser acompañada por el amor y el silencio del corazón, es decir, sin ruidos, ni internos ni externos. El orante busca siempre el recogimiento interior, la soledad y el silencio para en su interior escuchar la “Voz de Dios” Oración en fe, humilde, agradecida, confiada e intercesora. Recordando siempre el modelo que nos presento el Señor Jesus: “Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino y hágase tu Voluntad….”

 

 

 

 

 

 

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