7.- Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir
OBJETIVO: Mostrar que Dios en su pedagogía no impone ni violenta a
nadie, para que seamos capaces de dar una respuesta libre y consciente a la
Gracia que nos ofrece.
Iluminación.“Me sedujiste,
Señor, y me dejé seducir; fuiste más fuerte que yo y me venciste” (Jer 20,7).
“Yo te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te
desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh” (Os 2,
21-22).
La
irrupción de Dios en nuestras vidas. Nuestro Dios es el Dios que nos cambia los
planes; cambia nuestros proyectos por
otros mucho mejores. El proyecto que Dios tiene para cada ser humano en nada se
compara con los nuestros. El hombre al natural, no sólo no conoce el Designio
de Dios, sino que además es refractario a la gracia del Señor. Él para cambiar
nuestra manera de pensar, para sacarnos del pecado y de nuestras idolatrías
irrumpe en nuestras vidas y nos ilumina con la luz de la verdad: “Nos atrae con cuerdas de ternura, con lazos
de misericordia” (Os 11, 5). Nos hace probar de su bondad, de su ternura,
de lo bueno que es, para seducirnos, respetando siempre nuestra voluntad.
Usando las palabras de San Lucas: “Busca
a la oveja perdida, y la busca, hasta encontrarla” (Lc 15, 4).
“Por eso Yo
voy a seducirla: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón, luego le
devolveré sus viñas, y convertiré el valle del Akor en puerta de esperanza para
ella. Allí me responderá como en su juventud, como el día en que salió de
Egipto”
(cfr Os 2, 16). El desierto es el lugar de la victoria de Dios, el lugar donde
Dios cambia nuestros planes y el hombre acepta la voluntad de Dios para su
vida. El valle del Akor es el basurero, la pecaminosidad de la esposa infiel
(Israel, nosotros). El corazón es el lugar del conocimiento, de la ternura y la
misericordia; en el corazón se toma conciencia del llamado de Dios y allí se le
responde con generosidad. “Dios te ama
así como eres, pero por la vida que llevas no puedes experimentar su amor”. Una
doble verdad: Dios te ama, pero el pecado te priva de la gloria de Dios. Cuando
Dios irrumpe en nuestras vidas nos dice que andamos equivocados y nos invita a
volver al camino que nos lleva a la Casa
del Padre.
¿Cómo nos
seduce Dios a nosotros pecadores? Nos llama a su presencia, nos deja experimentar su
amor, su perdón, lo bueno que es Él. “Yo
te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te
desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22). Dios
se acerca a su Pueblo como Buen Pastor, como Novio para desposarse con la
Novia. Lleva en sus manos la “dote”, sus dones, para embellecer a la Novia y
engalanarla con sus dones. El primero de estos es la “la justicia y el
derecho”, que en semilla es el “don de su Palabra”. Palabra que es luz para
nuestros pasos, lámpara en nuestro camino. Luz que ilumina nuestras tinieblas y
nos hace reconocer nuestros pecados, cultiva en nuestro corazón el arrepentimiento
y el deseo de volver a la casa paterna. El segundo de sus dones es “el amor y
la misericordia”, es decir, el perdón y
la paz. El tercero de sus dones es “la fidelidad”. Dios es Fiel y nos da de lo
suyo para que también nosotros seamos fieles a su Amor. De la suma de estos
tres regalos brotan como de su fuente, el conocimiento de Dios que llena el
corazón del hombre seducido por el Amor.
El Profeta: hombre en el
que Dios ha actuado. La experiencia de haber sido seducido me hace decir: Dios
me ama; Dios me perdona y me salva; Dios me da el don de su Espíritu Santo.
Ahora llevo en mi corazón una doble certeza: La certeza de que Dios me ama y la
certeza de que yo también lo amo. Dos amores que se donan mutuamente el uno al
otro para hacer alianza de vida, y para toda la vida. La experiencia de Dios
abre los ojos, ilumina la mirada para que se conozca la realidad. El profeta
Isaías dijo: “Soy un hombre de labios
impuros y habito en medio de un pueblo de labios impuros”. El Ángel del
Señor purificó sus labios, sus pecados fueron perdonados y su culpa retirada.
Entonces escuchó la voz del Señor que le decía: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá
de nuestra parte?
El Profeta respondió: “Heme aquí, envíame a mí” (Is 6, 5ss).
Es la respuesta generosa del hombre que ha sido seducido por el Señor y que ha
visto la realidad en la que vive su pueblo: familias des-unidas, jóvenes que se
pierden en los vicios, explotación y opresión del hombre por el hombre,
ancianos abandonados, madres solteras, niños de la calle, iglesias llenas de
gente, pero, sin compromiso y sin conocimiento de Dios. “Mi pueblo no me conoce, mi pueblo no me ama, mi pueblo no me es fiel”
(Os 4, 1).
La libertad afectiva. La doble certeza es
libertad afectiva, es virtud para hacer la opción por Jesús, es fruto del
desierto. En diálogo amoroso el Señor nos abre la mente, nos explica las
Escrituras, nos pregunta y nos responde: “Yo
sé porque me siguen”“Les he dado de comer hasta saciarse” (Jn 6, 26). “Si ustedes quieren también pueden irse”
(Jn 6, 67). Como si les dijera: “Y si les niego lo que me piden, también
ustedes van a dejarme”. ¿A dónde iríamos? Responde Pedro. Nosotros hemos
probado lo bueno que es el Señor. ¿Volver a lo de antes: a la casa de la
suegra, a la sinagoga, a las redes y a
las barcas envejecidas? “Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68),
“Tú eres el Cristo de Dios” (v. 69), Nosotros, ¿a dónde iríamos? ¿Volver a la
vida sin sentido, vivir en las apariencias,
días y noches de trabajo para llenar los vacíos del corazón? La
respuesta es personal. Yo decido
seguirte, aceptando todo lo que eso implica: romper la amistad con el mundo,
dejar de servir a los ídolos, cambiar la manera de pensar para seguir las
huellas de Jesús y servir al Dios vivo y verdadero (1Tes 1, 9). Esta opción
sólo puede hacerse cuando hemos conocido lo bueno que es el Señor, cuando se ha
escrito en el corazón la “Doble certeza”: Dios me ama y yo también lo amo.
La experiencia personal. Dios cambió mis planes de
vida. Yo quería casarme, tener una esposa, unos hijos y mis bienes materiales,
y como esposo y padre servirle al Señor. Pero Él tenía otros
planes para mí, hoy, puedo decir con Isaías: “mis caminos no son sus caminos; mis pensamientos no son sus
pensamientos” (Is 55, 9); Mis planes eran tener una familia y unos bienes
materiales para vivir con dignidad: yo quería casarme, pero el Señor me seducía
para que un día yo aceptara ser su mensajero, su apóstol, su sacerdote. Me tomó
de la mano y me conducía hacia un destino glorioso: me ha llevado de obra en
obra, de triunfo en triunfo. Él amorosamente cultivaba mi corazón para que le
diera una respuesta generosa en la fe. Una de estas experiencias la viví el día
14 de febrero, “día del amor y de la amistad”.
Tres meses tenía yo conociendo a
Jesús, viviendo una verdadera luna de miel con Él, a pesar de que no entendía
muchas cosas. Lo que sí tenía yo bien claro es que en muchas cosas estaba
cambiando, que la angustia y el vacío existencial habían desaparecido, que
tenía un gozo distinto al que dan los sentidos, era el “gozo” del Señor; le
estaba encontrando el sentido a mi vida, había vuelto a la casa del Padre.
Había tentaciones o seducciones pero la bondad del Señor se manifestaba
diciendo: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la
flaqueza” (2Cor 12, 9). Ese día 14, un amigo me insistió a que saliéramos a
divertirnos a un centro nocturno muy conocido por los dos. Su insistencia me
“sedujo”. He llegado a pensar que lo que me esperaba fue similar a la tercera
tentación del Señor: “Todos los reinos de
la tierra te doy si te postras y me adoras…” (Mt 4, 9). Al llegar el mesero me recibió y con la mejor sonrisa
me dijo: “Ya llegó el que andaba ausente”. Me sirvió una gran copa del mejor
coñac, diciéndome: “La casa paga”. Se me acerca una de las meseras y me ofreció
conseguirme una mesa, cuando había tanta gente que no había donde poner una
aguja en aquel lugar, vinieron otros conocidos y llenos de euforia me saludaron
y me madereaban, las antiguas amigas me mandaban hablar. Todo eso en otros
tiempos me hubieran hecho sentirme importante, hoy, tenía control de mis
emociones, de mi mismo, había una nueva presencia en mi vida.
Buscando un lugar solitario me
retiré de la barra y del área del baile, hacia el restaurant, que estaba vacío,
me paré junto a una chimenea, y le di un sorbo a mi copa de coñac, y observando
a la gente me dije a mi mismo: “así andaba yo antes”. Viviendo en las
apariencias, buscando razones para sentirme bien; quedando bien con los demás,
pagando sus bebidas, buscaba tener su amistad, o ser tenido en cuenta; casi sin
darme cuenta estaba ya en diálogo con el Señor. Una ola de agradecimiento llenó
mi alma y dije: Gracias, Jesús porque me amas. Gracias, porque ahora no tengo
que hacer esas cosas para sentirme bien, Gracias por los cambios que he visto
en mi vida. El Señor estaba conmigo, sentí que desde lo profundo me llamaba a
un compromiso, a una entrega, a una consagración. Reconozco que tal vez no
entendía muchas cosas, pero desde mi corazón y con conciencia le dije: “Señor
te prometo nunca más venir a un centro nocturno”… algo o alguien en mi interior
me hacía sentir que no era suficiente… faltaba algo, y entonces dije: “Señor te
prometo no volver a beber bebidas alcohólicas en mi vida”. Eran momentos de paz
profunda, de lucidez, de control y dominio de sí mismo. En otro momento de
seducción, tres meses antes, le había prometido no volver a fumar ni cigarros,
ni marihuana, había sido otro encuentro entre la Gracia y mi libertad. Llegó mi
amigo y me dice: te hablan las amigas, mi respuesta fue fruto de mi opción por
Jesús: vamos a casa. Para mis adentro me dije: este no es un lugar para mí.
Después comprendería, mi lugar estaba en la comunidad, en la Iglesia de Jesús a
la cual me llamaba a servir. Mi lugar estaba en las manos de Jesús.
Por otro lado, sabía que el
sacerdote en la parroquia había puesto a la gente a orar para que yo volviera
al seminario, lo que no me gustó, mis planes eran otros. Sólo que en el diálogo
generoso que sostenía a diario con el Señor comprendí que me estaba llamando,
quería cambiar mis planes y lo logró, me sedujo y le dije con el profeta: “heme aquí”. Si tú Señor, así lo
quieres, hágase en mí tu voluntad, Creo que fue la primera vez que recé
aceptando en mi vida la voluntad de Dios; me había seducido, me ganó la pelea,
la victoria era suya. “Aquí estoy Señor,
te pertenezco”. Un extraño temor me invadía: no soy digno, no estoy
preparado, no voy a poder, mi vida pasada será un impedimento.
Dios es el Dios que cambia los planes a los hombres, lo hizo
con María y con José, y lo ha hecho después con miles y miles de hombres y
mujeres que se han decidido seguir a Jesús a lo largo de más de veinte siglos
en la historia de la Iglesia. Seguir a Jesús, ¿Para qué? Para conocerlo, amarlo
y servirlo. Pablo en la carta a los Romanos nos dice: “Os exhorto hermanos, por
la misericordia de Dios a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostias vivas,
santas, y agradables a Dios, ese será vuestro culto espiritual” (Rom 12, 1).
Sin consagración, sin entrega y sin sacrificio no hay culto a Dios. Por eso
también nos dice: “No viváis según los criterios de este mundo, sino mas bien
renovaos en vuestra manera de pensar, por la acción del espíritu, para que
podáis conocer la voluntad de Dios, lo bueno, lo justo y lo perfecto” (Rom 12,
2s). Mis muchas debilidades me han
enseñado que dejarse renovar en la mente, significa “tomar la firme decisión de seguir a Cristo”, rompiendo a la vez la amistad con el mundo y
abandonando el dominio de la carne mediante el cultivo de una voluntad firme,
férrea y fuerte para hacer el bien, para amar, para hacer la voluntad de Dios
que quiere nuestra santificación.
El proyecto de Jesús. “He tomado la firme determinación de subir a Jerusalén”. ¿A qué va a la ciudad
santa? A graduarse para el servicio; para ser el Siervo doliente y sufriente de
Yahveh. ¿Qué va a suceder en Jerusalén? Los tres anuncios de la pasión nos
dicen: “El Hijo del Hombre va a ser
entregado en manos de los escribas, de los sumos sacerdotes y de los fariseos;
para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de
los escribas; va ser condenado a muerte y a resucitar al tercer día” (cfr
Mt 116, 21ss). Jesús sabe que para entrar en su gloria ha de pasar por la
pasión, el dolor, el sufrimiento y la muerte, para darle “Vida a los hombres”.
La pretensión de Pedro. Pedro, era hijo de una
cultura muy religiosa. El pueblo esperaba un Mesías que pondría fin a todas las
opresiones y explotaciones por parte de las potencias extranjeras. Sólo que el
pueblo tenía una falsa interpretación del Mesías; esperaban un Mesías
triunfalista, político, rico y poderoso, que
liberara a Israel y lo hiciera un pueblo rico y poderoso que pudiera
dominar el mundo. Mientras Jesús les hablaba de padecer, de sufrir, de morir y
resucitar, ellos no lo entendían por que en su mente había deseos de grandeza,
de ocupar los primeros lugares, de ser famosos. Por esta razón cuando Jesús les
expone su proyecto de vida, no sólo no lo entienden, sino que se alteran y se
inquietan, le dice Pedro a Jesús tomándolo aparte: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Nosotros
sabemos que el Mesías será un rey eterno, y tú nos hablas de sufrimiento y de
muerte. Nunca. Pedro pretendió cambiar los planes de Jesús. Quería un Mesías a
su manera. El Señor le respondió: “Apártate
de mí Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de
pensar no es el de Dios, sino el de los hombres” (Mt 16, 23). Apártate de
mí o quítate de mi vista es otra manera de decir: ponte de tras de mí y, no me
estorbes, sino sígueme.
El llamado de Jesús a sus
discípulos. “El que quiera venir conmigo, que
renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga”, Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su
vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar El mundo entero, si
pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla? (Mt 16,
24-26). El llamado de Jesús es a subir con Él a Jerusalén, allá será la
graduación. Él y sus discípulos se graduarán para el servicio, para ser
servidores de la vida, de la verdad y del amor. Primero Él y después ellos. Las
condiciones son: no buscar la salvación al margen de Jesús, en el poder, en el
placer o en las riquezas. No buscar la salvación en uno mismo o en los demás,
sino en la acogida y en la apertura de la voluntad de Dios manifestada en
Jesús. Seguir a Jesús equivale a identificarse con Él, dejarse transformar por
la acción del Espíritu para ser uno con Jesús. Seguir a Jesús, es mirar en la
misma dirección que Él mira, para llegar a tener sus sentimientos, sus
pensamientos, sus luchas, sus intereses y sus mismas preocupaciones. “Heme aquí, Señor”.
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