¿Que implica
el amor sincero? ¿Lo tenemos?
Objetivo.
Iluminar el estilo de vida que nos
sugiere el Evangelio del Señor Jesús, para vivir con autenticidad el camino del
Amor a Dios y al prójimo.
Iluminación. “Que vuestra caridad no sea fingida; detestad el mal y adheríos al bien; amaos cordialmente los unos a los otros, estimando en más cada uno a los otros. Sed diligentes y evitad la negligencia. Servid al Señor con espíritu fervoroso. Alegraos de la esperanza que compartís; no cejéis ante las tribulaciones y sed perseverantes en la oración. Compartid las necesidades de los santos y practicad la hospitalidad” (Rom 12, 9- 13).
1.
Los valores del reino de Dios.
Los amores
fingidos nos llevan a vivir en las apariencias, a ser sólo fachadas que nos
hacen vivir en la hipocresía. San Pablo en su enseñanza nos presenta las tres
condiciones básicas para ser fieles a las mociones del Espíritu Santo: “El fin de este mandato es la caridad que
procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera. Algunos,
desviados de esta línea de conducta, han venido a caer en una vana palabrería;
pretenden ser maestros de la Ley sin entender lo que dicen ni lo que tan
rotundamente afirman (1 Tim 1, 5- 7). En la carta a los Gálatas nos confirma lo
anterior: “Porque si pertenecemos a Cristo Jesús, ni la circuncisión ni la
incircuncisión tienen eficacia, sino la fe, que actúa por la caridad (Gál 5, 6). En la misma carta el Apóstol
nos dice cuales son los frutos de la fe: “En cambio, los frutos del Espíritu
son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia,
dominio de sí (Gál 5, 22s). Creo que los frutos de la fe dan consistencia a los
valores del Reino de Dios y son fruto de una vida conducida por la Palabra de
Dios como respuesta de vida. Entre ellos propongo cuatro valores:
El
Compartir. El
compartir es poner en práctica el Mandamiento Nuevo; es la expresión del amor,
de la justicia y de la compasión, que llega hasta lo económico y afecta hasta los
bolsillos o la cartera. Es el primer valor del Reino que manifiesta la ausencia
de avaricia y tacañería en los que reina la idolatría (cf Col 3, 5).
Este valor
evangélico viene a nosotros como interpelación. Cuando Jesús ha entrado en
nuestra existencia, lo primero que deseamos es configurar nuestra vida con él,
para un día llegar a tener sus mismos sentimientos, sus mismas luchas y sus
mismas preocupaciones. Entre otras cosas incluye: el tipo de casa en el que
vivimos, el tipo de comida que comemos, la marca de ropa que usamos, el modelo
de carro que estamos usando, y todos los otros bienes materiales que
utilizamos. El compartir es un valor que ilumina el dinero y las posesiones que
tenemos, sobre todo nuestro modo de usarlos.
En la época de
Jesús los fariseos eran tenidos como amantes del dinero (Lc 16, 14), y la
mayoría de pobres y ricos consideraban los bienes de fortuna como una bendición
de Dios. No dudamos en decir, que el valor mundano por las cuales se luchaba y
se vivía era el ser ricos y el tener un “patrón de vida alto”. Jesús llamó
ricos a los que escogen el dinero en vez de a Dios. Para Jesús el ser rico no
es un pecado, el pecado está en el no compartir como es el caso de Lázaro y el
rico Epulón (Lc 16, 19- 31). Aquellos que escogen el dinero en vez de a Dios, invierten
los valores y caen en la idolatría, y al no compartir con los pobres se
excluyen a sí mismos del Reino de Dios.
Jesús recomienda
a los que quieren ser sus discípulos: “Vende tus bienes y comparte el dinero
con los pobres” (Mt 6,19-21; Lc 12, 33-34), “Quien no renuncie a sus bienes no
puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33). La renuncia a los bienes es el precio que
se tenía que pagar para ser discípulo de Jesús, o para hacerse cristiano. Así
fue en los primeros días en que los cristianos vendían sus bienes para ponerlos
a los pies de los Apóstoles. (Hech 2, 44-46; 4, 34; 5, 11). El valor evangélico
aquí es el compartir, para asegurar que los pobres sean alimentados, que todos
tengan lo necesario para vivir con dignidad.
Cuando nos
negamos a compartir, estamos poniendo un obstáculo muy grande a la vida
espiritual. Nos hacemos esclavos de nuestros bienes, del confort material y de
nuestro “patrón de vida”. La vida espiritual se refiere a la presencia de la
Gracia en el interior del cristiano, y al modo como se manifiesta: en “nuestro
estilo o nuestro patrón de vida”. Cuando nuestra vida, no está de acuerdo con
el Evangelio, en vez de cristiana, es mundana, es pagana, es vida de pecado.
La
dignidad humana. Decir que
todo hombre tiene rostro es aceptar que todos somos iguales en dignidad. Todos
salimos de las manos de Dios. Es aceptar la dignidad de cada ser humano; su
grandeza, su vida interior, sus criterios y sus pensamientos.
La dignidad a la persona no se la dan las cosas, ni
los otros, ni los trapos…. Toda persona es valiosa en sí misma, su valor es
intrínseco, y lo ha recibido de Dios, su Creador. Reconocer la dignidad
personal para ver a los otros, no como cosas, sino como personas. La persona
que ha alcanzado cierto grado de madurez humana “no cosifica ni
instrumentaliza, no manipula y no desecha a los otros”. La peor ofensa contra
la dignidad humana es la manipulación para tratar a otros como títeres. La
dignidad se despliega en el amor, en la donación, en la entrega y en el servicio a los demás y lo
mínimo que podemos dar es el reconocimiento personal de los otros, la
aceptación personal, el respeto incondicional de los demás y un poco de cariño
para cargar con los más débiles (cf Rm 15, 1)
.
La
solidaridad humana. La solidaridad con el pobre es el centro
de toda espiritualidad bíblica. La raza humana está dividida en grupos
sociales, frente a los cuales, podemos encontrar dos posturas una de egoísmo, o
bien, otra de solidaridad. Naciones, tribus, clanes, familias, culturas, clases
y sectas religiosas, conformaciones sociales que nos dan un sentimiento de
integridad, de lealtad y solidaridad de grupo. En la época de Jesús los grupos
sociales eran muy fuertes. Y entre ellos eran rivales, como fue el caso de los
fariseos, saduceos y herodianos. Mientras que al interior de los grupos podía
haber fuertes experiencias de solidaridad al grado de decir: “lo que le hagas
alguno de mi grupo, a mí me lo haces”.
El problema no
son los grupos, sino el egoísmo frente a los otros. Hablamos, no de un egoísmo
individual, sino entre grupos, mucho más serio, peligroso
y perjudicial. El valor pecaminoso y mundano es el egoísmo y el exclusivismo de
la solidaridad del grupo. Jesús luchó contra la solidaridad de grupo. Salió de
su propio grupo religioso, social y cultural, para abrazar a toda la raza
humana como hermanos y hermanas, como a parientes y vecinos. Jesús nos enseñó
con sus palabras y con su vida a amar aún a los enemigos, a los que te odian y
te hacen el mal” (Lc 6, 27-28). Para Jesús, el valor no es la “solidaridad de
grupo”, sino la “solidaridad de humana”.
No obstante,
nosotros podamos amar mucho a nuestro grupo, la solidaridad humana es mucho más
importante. Cuando rompemos la solidaridad humana o no la valoramos
correctamente, nuestra solidaridad de grupo se torna egoísta y pecaminosa. Como
persona, como cristiano que soy y como sacerdote, mi primera lealtad es con la
familia humana. Todo lo demás es secundario. Jesús se identificó con todos los
seres humanos: “Todo lo que hicieras con el menos de mis hermanos, a mí me lo
harías” (cf Mt 25, 40). Esto es el amor cristiano, compasión divina, eso es lo
que llevó al buen samaritano hacer lo que hizo con un judío socialmente
despreciado (cf Lc 10. 29- 37). Para Jesús, todos somos hermanos y hermanas e
hijos de Dios (cf Mt 23, 9).
El
Servicio. La
cuarta área de interés es la del poder. La mayoría de nosotros tiene cierto
poder y cierta autoridad. El poder en sí mismo, no es malo; lo malo es hacer de
él un fin en sí mismo, un dios. Cuando el poder y la autoridad se ejercen para
dominar y oprimir a otros, es entonces cuando se convierte en un valor mundano,
pagano y pecaminoso. En todas partes encontramos personas luchando por el
poder, usando y abusando de él, dominando a otras personas y tratando de
controlarlas.
En la época de
Jesús el poder y la autoridad fueron generalmente usados para dominar y
oprimir, tanto a los pueblos como a las personas. Él rechazó el poder como un
valor pagano y lo convirtió en un valor evangélico usando el poder y la
autoridad para servir a los otros. Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
“Los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños, y los
poderosos las oprimen con su poder. Entre ustedes no debe ser así. El que
quiera ser el más importante entre ustedes, que se haga el servidor de todos, y
el que quiera ser el primero, que se haga el siervo de todos. Así como el hijo
del Hombre, no vino para que lo sirvieran, sino para servir y dar su vida por
los hombres recatados” (Mc 10, 42-45).
Existen dos
estilos para usar el poder y la autoridad. Una manera es usar el poder para
servir y otra para dominar. Una manera para oprimir y otra para liberar. Una
cosa es desear ser servidos y otra cosa es desear ser servidores de los demás.
Una cosa es el espíritu de dominación y opresión y otra cosa es el espíritu de
servicio y liberación. Sin el espíritu de servicio y de liberación no hay vida
espiritual. Cuando somos movidos por el Espíritu Santo comenzamos a erradicar
de nuestra vida el egoísmo y todo obstáculo que impide nuestra realización en
el amor. El Espíritu Santo hace nacer en nosotros el deseo de servir a los
demás por amor y no porque deseamos ser admirados, ser reconocidos o por
gratitud. Sin servicio a los demás el Mandamiento de Jesús se nulifica en
nuestra vida: “Ustedes me llaman maestro y señor, y dicen bien: Pero si yo, que
soy maestro y señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los
pies unos a os otros” (Jn 13, 13- 14). Lavar pies significa servir como Jesús,
por amor, sin buscar el bien propio. El Modelo del servicio es Jesús, no hay
otro. “Les aseguro que el sirviente, no es más que su señor, ni el enviado más
que el que lo envía” (Jn 13, 15), la Meta de todo servidor es “ser como su
Señor”, el Servidor de todos.
Oración:
Padre nuestro
que estás en el Cielo. Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu
voluntad en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan de cada día, perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos
dejes caer en tentación y líbranos del mal (Mt 6, 9-11).
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