ME AMÓ Y SE QUEDÓ POR MÍ EN LA EUCARISTÍA.
Objetivo: profundizar el conocimiento de
Jesús Eucaristía en los fieles para suscitar el hambre del Pan Eucarístico y la
devoción al Santísimo Sacramento.
Iluminación. “Estaré con ustedes todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt
8, 20) y para estar siempre con los hombres, Cristo Jesús inventa “LA
EUCARISTÍA”.
Jesús: Amor entregado. Jesús es el amor
entregado por Dios a los hombres. El Evangelio describe la vida de Jesús como
donación y entrega incansable e incondicional a todos y por todos. Nos
preguntamos: ¿quién entregó a Jesús? La Escritura nos dice que el Padre entregó
a su Hijo (Jn 3, 16) Pero también nos dice que Jesús se entregó a sí mismo: “mi
vida yola entrego” (Jn 10, 18) Pablo nos confirma lo anterior diciendo: “Me amó
y se entregó por mí” (Gál. 2, 20); “Nos amó y se entregó por nosotros (Ef 5,
1); “Amó a su Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5, 25) Pedro en su primer
discurso el día de Pentecostés Nos lo dijo con entera claridad: “Escuchen
Israelitas… Jesús de Nazareth fue un hombre… Ustedes entregaron a Jesús para
que lo crucificaran por medio de gente malvada…” (Hch 2, 21ss)
Toda la vida de
Jesús fue una entrega a su Padre en servicio a los hombres: “Se pasó la vida
haciendo el bien, liberando a los oprimidos por el diablo” (Hch 10, 38). Al
final de sus días lo mataron por medio de gente malvada, pero Dios lo resucitó
de entre los muertos y lo sentó a su derecha. Es el mensaje de los Apóstoles el
día de Pentecostés, el hombre Cristo Jesús, el profeta de Dios. El que había
dicho: “Vengo para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10), ha
muerto y ha resucitado para ser Señor de vivos y muertos, para ser alimento de
vida eterna.
Dios inventó la
Eucaristía. ¡Quédate con nosotros, Señor porque atardece y el día va
de caída! (Lc 24, 28). Es la invitación que los discípulos de Emaús hacen a su
Maestro, después de que Él, les ha explicado las Escrituras y a ellos les ardía
el corazón. ¡Quédate con nosotros!, es el anhelo más profundo del corazón,
Jesús acepta la invitación y entra en la casa de los discípulos a eso ha venido
¡a quedarse! Y a quedarse para siempre, es su promesa: “Estaré con ustedes
todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 8, 20) y para estar
siempre con los hombres, Cristo Jesús inventa “LA EUCARISTÍA”. Podemos recordar que Jesús es Emmanuel: “Dios con nosotros”, “Dios entre
nosotros” y “Dios a favor de nosotros”. Y con esta presencia en la Eucaristía, Cristo se hace presente, a lo largo de los
siglos, el Misterio de su muerte y de su Resurrección. En ella, se le
recibe a Él en persona, “Pan Vivo que ha bajado del Cielo”. Jesús inventó la
Eucaristía para ser luz, alimento de su Cuerpo que es la Iglesia y
perpetuar por su medio su Muerte y Resurrección.
El Camino de Emaús. ¡Volvamos a la experiencia de Emaús! Jesús se sentó a la mesa con los
discípulos, tomó el Pan en sus manos, dio Gracias, lo bendijo, lo partió, y en
ese momento a ellos se les abrieron los ojos y reconocieron al Señor, al partir
el Pan. Esta es la primera misa que Jesús celebra el mismo día de la
Resurrección. Jesús desaparece ante la vista de los discípulos, pero permanece
en el Pan convertido en su cuerpo y en el vino convertido en su sangre. Los
discípulos de Emaús, vuelven gozosos a Jerusalén a reencontrarse con los demás
discípulos y asumir la misión de llevar
a Jesús “a todas las naciones” (Lc 24,47): la
obra de Jesús retoma su camino. La Cruz no fue un fracaso, el grano de trigo
murió, pero ha resucitado, y está dando frutos en abundancia.
El camino de Emaús es nuestra vida. Muchas veces caminamos en la vida como los testigos de
Emaús: sin sentido y sin esperanza. Diciendo: todo fue inútil, creíamos que él
era nuestro Liberador”, y luego para que… todo terminó en la Cruz. Nosotros
decimos: hago oración y parece que Dios no me escucha; trabajamos y no vemos
frutos y dan ganas de abandonar el misterio; pero el Señor Jesús se nos acerca
y nos da su Palabra, para que recobremos nuevos ánimos., y vuelve a surgir el
grito de nuestro interior: “Quédate con nosotros, porque se hace de noche”. Sin la luz de su Palabra, pronto sería de
noche y dejaríamos de ver, seríamos ciegos y necios, hombres sin esperanza y
sin sentido de la vida. La Palabra nos revela el claro
proyecto de Dios, se revela en Jesús porque quiere permanecer con nosotros
eternamente, se puede comer a Jesús, escuchando su Palabra, creyendo en Él y se
puede comer a Jesús a través del Pan Eucarístico.
De esa Eucaristía nace la Iglesia Misionera. De esa primera Misa ha nacido la iglesia misionera que
somos nosotros. En nuestro caminar, de hecho, Emaús inaugura una cadena
milenaria de Eucaristías; cada vez que, en nuestro camino, decimos: “Quédate
con Nosotros”, El responde en la mesa Eucarística que nosotros le preparamos, dándonos
su pan y su cuerpo, su vino y su sangre y a través de ellos, lo reconocemos y
somos sanados, perdonados, fortalecidos, unidos por Él y en Él, haciendo
realidad hoy sus palabras: “El que me come, vivirá por mí” (Jn,6, 57). Juan
Pablo II, nos lo dijo con toda claridad: El encuentro con Cristo en la
Eucaristía suscita en la Iglesia y en cada Cristiano, la exigencia de
Evangelizar y dar testimonio de la muerte y la Resurrección de Jesucristo,
recordando las Palabras del Apóstol: “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis
de esta copa, proclamareis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1 Cor 11,
26). La fe cristiana se anuncia, se vive, se celebra y proclama.
La “Fracción del
pan” es la Eucaristía. El primer nombre con el cual se llamó a nuestra Misa
fue la “fracción del pan” (cf Hech 2, 42; 20, 7; Lc 24, 28s) Partir pan
significa para Jesús “ofrecerse como hostia viva al Padre”; significa
sacrificarse, dándose y entregándose por la salvación de la Humanidad;
significa inmolarse en la presencia de Dios a favor de toda la humanidad;
significa no vivir para sí mismo, sino, para los demás. Antes de ser
“presencia” “banquete” y “sacrificio” la Eucaristía nos descubre cómo vivió
Jesús: abrazando al voluntad de su Padre y empeñado en la construcción del
“Proyecto de Dios para la Humanidad”: Un Reino de amor, paz y justicia para
todos los hombres.
En la última
cena, el Señor Jesús dejó a su Iglesia su más hermoso legado: “Esto es mi
cuerpo… esta es mi Sangre… que será entregado y derramada por vosotros. “Hagan
esto en Memoria Mía”. Es un Mandamiento, es una invitación gozosa, no sólo, a
actualizar el memorial de la Muerte y Resurrección hasta que el Señor vuelva,
sino también a vivir como Jesús vivió: haciendo el bien y amando a los suyos
(Jn 13, 1). Los cristianos sabemos qué tanto, en la Iglesia como en el Reino de
Dios, nadie vive para sí mismo, sino para el Señor y para los demás (Rom 14,
8). Vivir para los demás compartiendo con ellos los dones de Dios, reconociendo
en los otros la “dignidad humana y cristiana”, siendo solidario y servicial con
todos, tal como lo pide el Mandamiento Regio de Jesús (Jn 13, 34-35)
En la “Ultima
cena” Jesús celebró toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte como “Don
del Padre” a los hombres y como “Don de sí mismo”. Toda su vida fue un vivir
dándose y entregándose a los suyos hasta el extremo. La última cena es la hora
a la que Él había hecho referencia diciendo: “Cuanto he deseado celebrar esta
Pascua con ustedes”. Es la noche en la que fue entregado, y es la noche en la
que Él se entregó anticipadamente: “instituyó el Sacrificio Eucarístico de su
Cuerpo y de su Sangre”. Y lo dejó a su Iglesia como el “don por excelencia”. Don de sí mismo, de su persona, en su santa
humanidad y divinidad, además, de su obra de Salvación. Cuando la Iglesia
celebra la Eucaristía memorial de su muerte y su resurrección, se hace
realmente presente este acontecimiento central de salvación y se realiza la
obra de nuestra redención.
La Eucaristía
como encuentro con Cristo. Juan Pablo II en la exhortación apostólica “La
Iglesia en América”, nos habló de los lugares para encontrar a Cristo,
señalándonos en primer lugar La Sagrada Escritura, leída a la luz de la
tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la Meditación y la
Oración. En el encuentro con las
personas, especialmente con los pobres, con los que Cristo se identifica, pero,
también el Papa, nos habló de las múltiples presencias de Cristo en la
Liturgia, de manera especial en la Eucaristía: “Cristo está presente en los
fieles, en la Palabra que se proclama, en el sacerdote celebrante y está
presente “sobre todo bajo las especies Eucarísticas” (EIA No. 12). El
Encuentro con Cristo siempre será liberador y gozoso. Liberador porque, en
virtud de su sangre preciosa, nos quita las cargas del pecado, y gozoso por que
experimentamos el triunfo de la Resurrección de Jesucristo. Dos realidades, dos
momentos de una misma experiencia: Muerte y Resurrección. La Pascua del Señor que
celebramos en la Eucaristía es encuentro que nos lleva a la conversión, a la
comunión y a la solidaridad con todos.
La Eucaristía
como “presencia real” de Jesucristo. Pablo VI llamó a la Eucaristía
“Presencia Real de Jesucristo”, no por exclusión, porque las otras no fueran
“reales”, sino por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella
ciertamente se hace presente Cristo, Dios y Hombre, entero e íntegro (Misterio
de Fe No. 39). El grito, el clamor de los fieles debe ser como el de los
testigos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros”: Jesús responde con un
permanente sí: “y entró para quedarse con ellos” (Lc 24. 28s) La Iglesia
católica cree firmemente que después de las palabras de la Consagración, Cristo
vivo, está presente sobre el Altar ofreciéndose como “Víctima viva al Padre por
la salvación de la humanidad”. Presente en cada uno de los fieles, miembros de
su Cuerpo; presente en la Palabra que se proclama; presente en el sacerdote
celebrante y presente en las especies eucarísticas del pan y del vino que por
las palabras de la consagración y por la acción del Espíritu Santo son
trasformados en cuerpo y sangre de Cristo. Esta es nuestra fe católica, que la
Iglesia recibió de los Apóstoles.
Las dos mesas. La Eucaristía,
no obstante es una, se divide en dos grandes partes, la Mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía: Palabra y
Eucaristía son inseparables, razón por lo que la Iglesia pide a los fieles
pasar a recibir la comunión, solamente si han estado presentes en la
proclamación de la Palabra. En la misa, encontramos dos mesas, dos comidas que
son alimento y Vida: la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía. Muchos
podrán decir: me hubiera gustado vivir en la época de Jesús para haber
escuchado su Palabra, nosotros hoy más de dos mil años después, no necesitamos
hacer un viaje y regresar a la época histórica de Jesús, hoy y aquí nosotros,
gracias a la Liturgia de la Iglesia, podemos ver a Jesús, escucharlo, tocarlo,
creer en Él, ofrecernos con Él y comérnoslo,
·
La Mesa de la
Palabra,
hace que la Eucaristía sea encuentro de Luz, Cristo nos ha dicho: “Yo soy la
Luz del mundo y el que me sigue, no camina en tinieblas” (Jn 8, 12). Su Palabra
es Luz, es Luz en nuestro camino, es antorcha para nuestros pies y alimento
para nuestra alma de acuerdo a las palabras del mismo Señor: “Mi alimento es
hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4, 34). Su Palabra nos ilumina: “Permaneced
en Mí y Yo en vosotros” (Jn 15, 4), es decir nos señala el camino para vivir en
comunión con Dios. La Palabra de Dios es
viva porque es Palabra de Dios vivo, Palabra de vida. Exige adhesión plena
y abandono total a lo que Dios manifiesta en ella. Podemos decir que en la Misa
Dios nos habla, se nos revela y a esa Palabra hay que prestarle la obediencia
de la Fe. Escuchar significa, adherirse plenamente y obedecer significa
adecuarse a lo que Dios dice. Acoger y vivir la Palabra es la respuesta
adecuada al amor de Dios.
·
La Mesa de la
Eucaristía.
Jesús nos enseñó con parábolas, pero su misma vida es una parábola, se sienta a
la mesa con pecadores (Mc 2, 15), para enseñarnos que los pecadores son
invitados a sentarse a la mesa con el Padre celestial, de manera que en la
enseñanza de Jesús, Él se entrega a los suyos en la Palabra y en la Eucaristía, único alimento que suscita y alimenta
la vida. Jesús no dejó lugar a dudas: "Yo soy el pan vivo bajado del
cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre"; "en verdad
os digo, si no coméis la carne del Hijo de Dios y no bebéis su sangre no
tendréis vida en vosotros"; "El que come mi cuerpo y bebe mi sangre
tiene vida eterna" (cfr. Juan 6, 30-58) ¿Qué hacer para tener vida eterna
y permanecer en comunión con Dios?.
Existe un único
banquete: Jesús-Palabra y Jesús-Eucaristía, no se pueden separar. Antes es
necesario comer a Jesús Palabra, es necesario creer en Él y después tomar a
Jesús Eucaristía, la Palabra precede y sigue, porque la Eucaristía es Pan de
Vida en la medida que existe una Fe que acoge a Jesús y a sus Palabras. La
misma Eucaristía es Palabra que se cree, que se vive, que se celebra y que se
anuncia. En la Misa se celebra la Palabra y también la Eucaristía y en su punto
central, recordamos el memorial de la Muerte y Resurrección de Cristo: ¡La
expresión más grande del amor! Según las Palabras de mismo Jesús: “No hay amor
más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Es muy importante
entender que “cuerpo y sangre” es una frase semítica que significa “toda la
persona”. Al decir que el pan y el vino se convierten en el “cuerpo y sangre,
decimos que el pan y el vino se convierten, por las palabras de la consagración
y la acción del Espíritu Santo, en la “persona de Cristo”: “cuerpo y sangre,
alma y divinidad”.
La Eucaristía
como “Banquete” La
Eucaristía es un verdadero banquete,
es un banquete anticipado del cielo que se nos da aquí en la tierra. “Por eso
dichosos los invitados a la cena del Señor”. Banquete en el cual, Cristo se
ofrece como alimento, y no se trata de cualquier alimento, sino de Cristo mismo
que nos da a comer su cuerpo y su sangre: “En verdad en verdad os digo: si no
coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en
vosotros (Jn 6, 55). La Eucaristía es el banquete de hermanos con Dios, comida fraterna, comida
de fiesta, comida divina, comida del más allá, porque anticipa desde aquí el
banquete del cielo. El Banquete en el que Dios invita a todos a sentarse a la
Mesa y comer “los manjares suculentos y los vinos exquisitos” que el mismo Dios
sirve a sus comensales: Jesús se nos ofrece como pan de vida y vino de alianza,
no como alimento maquinal, mecánico, que obra por fuerza incontrolable al
margen de nuestras decisiones personales. “Tomad,
comed y bebed” no es mandato forzoso: es una invitación a corresponder.
Comer el “pan y beber el vino” son expresiones-visibles de acogida libre y
cordial de Él en nuestro corazón y en nuestra vida. A la invitación: “Vengan y
coman gratis”, nosotros respondemos: “Señor, yo no soy digno de acercarme a
este Banquete, pero ya que tú me invitas, basta con que digas una sola palabra
y mi alma quedará limpia para siempre”
Al comulgar el
cuerpo de Cristo podemos decir que gozamos del cielo en la tierra por la
presencia de Jesús Sacramentado, si cielo es estar junto a Dios y gozar de Dios. El cielo es donde está Cristo
y si Cristo es la Eucaristía, esta contiene toda la riqueza espiritual de la
Iglesia, y… ¡Cristo es nuestra Riqueza, es nuestra Paz, es nuestro Cielo!
Cuando recibimos a Cristo en la Eucaristía, Él nos da su persona, su amor, su vida, su Espíritu Santo:
recibimos al Dios vivo y verdadero. En
la Eucaristía tenemos y vemos a Dios, no con la vista material pero sí con la visión inmaterial del alma,
con la mirada de la fe. Cuando nos acercamos a la Eucaristía nos encontramos
“ante Cristo mismo”. Nuestros ojos
corporales y nuestra alma pertenecen a este mundo y todavía están cubiertos por
los velos del pecado, pero podemos con los ojos de la Fe, decir con Santo Tomás
ante Cristo Eucaristía: “Señor mío y Dios mío”. Es Banquete para todos: el
niño, el adulto, el pobre, el rico, el sabio, y para el ignorante. Todos son
invitados a la Cena del Señor, y Dios no tiene acepción de personas. No basta
con venir a misa, pero no pasar a la recibir la Eucaristía. No comulgar es no
participar, es quedarse fuera.
La
Eucaristía experiencia de intimidad con el Señor. La Eucaristía
es el sacramento en el cual, bajo “las especies de pan y vino”, Jesucristo se
halla verdadera, real y sustancialmente presente, con su cuerpo, su sangre, su
alma y su divinidad. Jesús en la Eucaristía
está radiante y glorioso como en el cielo, aunque oculto por las apariencias
sacramentales. Quitadas las apariencias no hay ninguna diferencia sustancial
entre Jesús a la diestra de Dios Padre en el cielo y Jesús en el más humilde
sagrario de la tierra. En cada
Eucaristía, Jesús nos hace una gozosa invitación: permanecer en íntima relación
con Él, cuando nos dice: “Permaneced en Mí y Yo en vosotros” (Jn 15, 4),
“Permanezcan en mi Amor” (Jn 15, 9) ¿Cómo permanecer en el amor de Dios? La
respuesta es del mismo Jesús: guardando su Mandamiento: “Hagan esto en memoria
mía”. Celebrar la eucaristía es permanecer en su Amor y poder amarnos como Él
mismo nos amó. “Esta relación de íntima y recíproca “permanencia” nos permite anticipar en cierto modo el cielo en la tierra… Se nos
da la Comunión Eucarística para “saciarnos de Dios en esta tierra, a la espera
de la plena satisfacción en el cielo” (Mane nobiscum Domine, 19).
La
Eucaristía edifica la Iglesia. El estar sentados a la Mesa con el Padre celestial,
manifiesta que la Eucaristía forma la familia de Dios, la comunidad de
hermanos, es una cena de hermanos, una comida fraterna. Formar la Iglesia y la
unidad de los hermanos es uno de los frutos de la Eucaristía. Todos los que
reciben la Eucaristía con “dignidad” se unen más estrechamente a Jesucristo y
por ello mismo con todos los miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. En la
Iglesia la comunión nos renueva, fortalece y profundiza la incorporación al
Cuerpo de Cristo, realizada por el Bautismo, por el que fuimos llamados a
formar un solo cuerpo. La Eucaristía realiza la Comunión con Dios y entre los
fieles: “El Cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque aún siendo muchos, un
solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan? (1
de Cor 10, 17). Todos comemos de un mismo pan y bebemos de un mismo cáliz, por
eso creemos que la Eucaristía es vínculo de caridad y símbolo de unidad: Nos
une con Dios, con los hermanos y nos hace que nos amemos más.
“Yo soy el pan de la vida, el que
venga a Mí, no tendrá hambre, y el que crea en Mí, no tendrá sed” (Jn 6, 35).
La Cena del Señor y la cena fraterna están de la mano. Eucaristía y vida de
caridad nunca pueden estar separados. El
Pan es comida, la comida es alimento y el alimento es vida, vida que nutre,
transforma, nos hace Eucaristía, es decir, regalo de Dios para los demás. “El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el
último día”. La vida eterna es la vida de Dios que Cristo nos da gratuitamente
en la Eucaristía. El comer el Cuerpo de Cristo y el beber su Sangre me une a
él, y él habita en mi ser; entonces, Cristo hablará en mí; mirará a través de
mis ojos y amará a través de mi corazón. Lo llevaré conmigo a mi casa, a mi
trabajo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida… quien
come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él… quien me come vivirá por
mí…” (Jn 6, 54-58). En la Eucaristía, Cristo me asemeja a él, me asimila. De la
Eucaristía deberíamos salir más hermanos, más unidos y más llenos del amor de
Dios, con la disponibilidad de servir a los demás.
La Eucaristía:
el sacrificio de Cristo. La Eucaristía
contiene todo el bien espiritual y toda riqueza de la Iglesia, es su Tesoro. Y
la riqueza de la Iglesia es Cristo. De manera que Jesús nos muestra un amor que
llega hasta el extremo, un amor que no conoce medida y que no tiene límites: No solamente nos dice: Tomen y coman…tomen
y beban, para luego decirnos: “Este es mi Cuerpo y esta es mi Sangre” sino que
añadió que será entregada por nosotros… derramada por nosotros (Lc 19, 20).
De esta manera la Iglesia siempre ha visto y creído que la Eucaristía es
“Presencia, Banquete y Sacrificio”. Cristo presente en la Misa nos habla y se
nos da en alimento y se ofrece por nosotros en sacrificio.
La Liturgia de
La Eucaristía dice: “Cuantas veces se celebra en el Altar, el sacrificio de la
cruz, se realiza la obra de nuestra salvación” Jesús había dicho: “he venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10); “Mi vida no me la
quitan, Yo la doy, porque soy el buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn
10, 18) y no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15, 13).
¿Qué hace Jesús para darnos vida? Abrazó la voluntad del Padre hasta el fondo,
de modo que podemos decir que por un acto de obediencia de Cristo al Padre, y
por un acto de amor de Cristo a los hombres, hemos sido salvados, en ese acto
de amor sin límites en el corazón de Cristo se mezclan la obediencia y el amor
al Padre y a los hombres. Eso quiere decir san Juan cuando afirma: “Nos amó
hasta el extremo” (Jn 13, 1) Cristo nos amó humillándose a sí mismo;
entregándose a su Pasión, sufriendo y muriendo en la Cruz.
Cuerpo y Sangre
de Cristo. Al
ofrecer Cristo su cuerpo y su sangre, es toda la persona la que se está
ofreciendo, no hay división entre cuerpo y sangre. Cuerpo y Sangre, es
decir, la persona de Jesús de Nazaret.
Cristo al ofrecer su cuerpo está ofreciendo todo lo que hizo, todo lo que
sucedió desde su nacimiento hasta la Cruz, sus trabajos, sus milagros, su
predicación, no se reserva nada para sí, ni siquiera a su Madre, lo entrega
todo. Y al ofrecer su Sangre significa que nos amó hasta la muerte: al ofrecer
las humillaciones, los desprecios, los rechazos, el desamor que recibe, significa que nos amó hasta la muerte, y
hasta la muerte de Cruz.
Cristo es
sacerdote, víctima y altar. Sacerdote, porque ofreció un sacrificio para sellar
la Nueva Alianza de Dios con los hombres; víctima porque se ofreció por amor a
los hombres, con palabras de Pablo: “Se humilló a sí mismo para destruir el
cuerpo del pecado que nos separaba de su Padre y nos privaba de su presencia
salvadora” (Fil 2, 7-8); y Cristo es altar, porque hizo de corazón un altar
donde se ofreció como Hostia Santa, viva y agradable a Dios. Con su muerte y
resurrección Cristo instaura en la tierra el nuevo culto a Dios. Con el único
sacrifico agradable a Dios sella la Nueva Alianza.
La Eucaristía: Celebración de la Muerte y
Resurrección de Cristo. En la Misa, la Iglesia celebra y hace memoria de la
Pascua de Cristo: su muerte y su Resurrección, y por lo tanto, hace presente el
Sacrifico que Cristo ofrece de una vez para siempre en la Cruz, permanece
siempre actual (Hb 7, 25-27). De manera, que cada vez que se renueva en el
altar el sacrifico de la Cruz, en el que Cristo nuestra Pascua fue inmolado, se
realiza la obra de nuestra Redención (1 Cor 5, 7; CATIC 1364; LG 3). La Eucaristía hace presente el sacrificio de
la Cruz, no se le añade y no se le multiplica, lo que se repite es su
celebración memorial (I. de E. 12). La Eucaristía es entonces sacrificio en
sentido propio, porque Cristo se ofrece, no sólo como alimento a los fieles,
sino que es un “don a su Padre” para
sellar la “Nueva y eterna Alianza”; es el don de su amor y obediencia hasta el
extremo de dar la vida a favor nuestro. Más aún, don a favor de toda la
Humanidad (Iglesia de Eucaristía 13).
La Eucaristía,
Misterio de Fe. Decir
que la Eucaristía es un Misterio, es afirmar que no podemos abarcarlo con
nuestro entendimiento, por muy inteligentes que seamos. Después de la
Consagración, el celebrante dice: “Este es el Misterio de nuestra Fe”. Y esta
fe es un don de Dios que él gratuitamente da a quien se la pida con sencillez y
humildad. En la Eucaristía nos encontramos en el corazón del Misterio en el
cual se funda la fe cristiana: la resurrección del Señor Jesús. “si no hay
resurrección de los muertos, Cristo no resucitó y vana es nuestra (1Cor 15,
13-14. En cada Eucaristía celebramos la “Muerte y Resurrección del Señor
Jesús”.
El sacrifico de
Jesús y nuestro sacrificio. Cristo quiso integrar a su Iglesia a su
sacrificio redentor para hacer suyo el sacrifico espiritual de la Iglesia (I.
de E. 13b). En la Misa, la Iglesia, no solamente ofrece al Padre el sacrifico
de Cristo: Sacrifico Sacramental, sino que ofrece a la misma vez, su mismo
sacrificio espiritual. De manera que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, participa en
la Ofrenda de su Cabeza, con Cristo se ofrece totalmente. En la Misa el
sacrifico de Cristo y el Sacrifico de la Eucaristía, son un único sacrificio de
manera que el Sacrifico de Cristo es también el Sacrificio de los miembros de
su Cuerpo. Nosotros en la Misa, nos unimos con Cristo para ofrecernos al Padre,
con un Sacrifico Espiritual, de manera que podemos afirmar que sobre el altar
están dos ofrendas, la de Cristo y la de la Iglesia.
¿Qué podemos ofrecer con Cristo al Padre en la Misa?
¿Cuál es nuestro Sacrificio? Recordemos que por las Palabras de la
Consagración y por la acción del Espíritu Santo, el Pan y el Vino son
transformados en un Cristo vivo que ofrecemos como Hostia Viva al Padre por la
salvación de los hombres: “Esto es mi
cuerpo que será entregado por Vosotros, esta es mi Sangre que será derramada
por Vosotros”. “Haced esto en Memoria mía”. Este
es el “Mandamiento de Jesús”, pide que hagamos lo que Él hizo: partió el Pan,
es decir, se fraccionó, se inmoló, se entregó como ofrenda viva al Padre por
los hombres. Él quiere que nosotros repitamos su gesto: “Que nos inmolemos y
ofrezcamos en la presencia de Dios como “Hostias vivas, que ese sea nuestro
culto espiritual” (Rom 12, 1). Ofrecemos nuestra vida, nuestra alabanza,
sufrimientos, oraciones, trabajos, humillaciones, que todo lo que hagamos se
una a Cristo, para que Él se lo ofrezca al Padre. Nosotros ya no ofrecemos la
sangre de toros ni de machos cabríos. Podemos decir con Jesús: “Sacrificios y
holocaustos no te han agradado, pero, heme aquí Oh Dios, para hacer tu voluntad
(Hb 10, 9). Nosotros hoy, podemos ofrecer con Jesús en la Misa: nuestro cuerpo
y nuestra sangre, es decir, nuestra vida para que seamos una “alabanza de la
gloria de Dios”; ofrecemos el pan y el vino que somos nosotros; ofrecemos
nuestro sufrimiento, oración, trabajo, sus fracasos y humillaciones… (Catecismo
de la Iglesia Cat 1368).
¿En qué consiste
nuestro sacrificio espiritual? “Consiste en someter nuestra voluntad a la
voluntad de Dios”. Para eso somos, por amor de Cristo, sacerdotes, profetas
y reyes. Al someter nuestra voluntad a la voluntad de Dios, estamos sellando nuestra
alianza y nuestra Comunión con Dios y con la Iglesia, estamos renovando nuestro
Bautismo y estamos dando nuestro “sí” a Dios y a la Comunidad fraterna; estamos
diciendo que sí queremos ser Comunión, Alianza, Comunidad solidaria y fraterna.
El sacerdote se ofrece con Cristo al Padre e invita a los fieles a hacer lo
mismo, cada uno según su naturaleza: “Oren
hermanos para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios
Todopoderoso”.
Por el Bautismo,
todos los bautizados, participan del sacerdocio común y real de los fieles, por
lo mismo, pueden ofrecer su sacrificio espiritual, cada uno de los
participantes de la Misa, puede ser sacerdote, víctima y altar para ofrecer un
sacrificio, ser víctimas y a la misma vez altar: ofrecerse en el altar de su
corazón, el sacrificio de someterse a la voluntad de Dios. Llevar una vida como
la de Cristo que se pasó la vida haciendo el bien y liberando a los oprimidos
por el diablo (Hch 10, 38). La adoración a Dios se extiende fuera de la Misa,
en un culto existencial, viviendo como hijos de Dios y como hermanos de los
demás con quienes se ha de vivir en Comunión.
El Mandamiento
de Jesús. "Haced esto en memoria mía". Asistir a Misa
es que cumplir este mandato del Señor. Y no es sólo una memoria histórica, es
una memoria que lo hace presente. Jesús te invita y se te entrega… no
responder, ser indiferente a su llamado, sería un desprecio bastante
considerable. El Concilio Vaticano II afirma que la
Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo
mismo, nuestra Pascua y nuestro Pan vivo que, a través de su “Carne resucitada,
vivificada y vivificante por el Espíritu Santo”, da vida a los hombres,
invitados así, y conducidos a ofrecerse a sí mismos, con sus trabajos y todas
las cosas, juntamente con Él. Por lo cual, la Eucaristía aparece como fuente y
culminación de toda evangelización (Presbyterorum ordinis, n. 5. Ver también
Documento de Puebla, n. 923).
Jesús es el
Verbo Eterno del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, nacido de la
María Virgen que vivió y murió como hombre verdadero y fue resucitado con el
poder de Dios y que ahora está en Cielo sentado a la derecha del Padre como
Sacerdote eterno que intercede por nosotros: Él es nuestro Redentor y Salvador,
quien sin dejar el Cielo está presente en la Hostia consagrada. El es Viático,
Alimento y Medicina mientras avanzamos las jornadas de esta vida. El es
Maestro, Amigo, Compañero y Dialogante, todo sabiduría y encanto, mientras
vamos de un lugar a otro, como aquellos dichosos caminantes de Emaús al
atardecer del día luminoso de la Pascua.
La
Eucaristía edifica la Iglesia, y la Iglesia hace la Eucaristía. Los Apóstoles al comer del cuerpo y beber la sangre
de Cristo en el Cenáculo, entraron por primera vez en comunión sacramental con
Cristo. Desde aquel momento y hasta la consumación de los siglos la Iglesia se
edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por
nosotros en el altar de la Cruz (I. de E. 21c). La Eucaristía es el Sacramento de la Comunión;
Comunión con Dios y comunión entre los fieles que comulgan, une al cielo con la
tierra. Al unirse a Cristo el Pueblo de
la Nueva Alianza, éste se convierte en “Sacramento de salvación” para la
humanidad, en obra de Cristo, en “luz del mundo y sal de la tierra” para la
redención de todos (Mt 5, 13; I. de E. 22)
Cuando recibimos
el “Cuerpo Eucarístico” recibimos el don de Cristo y de su Espíritu. Cristo y el Espíritu son
inseparables, son las manos de Dios, en la Redención y Santificación de la Comunidad
de la Nueva Alianza. La Eucaristía construye la Iglesia como “Comunidad
fraterna y solidaria”. La Comunidad primitiva de Hechos de los Apóstoles, nos
da un ejemplo de esto: “Asistían asiduamente a las enseñanzas de los Apóstoles,
a la Comunión, a la fracción del Pan y a las oraciones (Hch 2, 42). Estos
cuatro elementos son el fundamento de toda comunidad cristiana cimentada en la
verdad, en el amor y en la vida (Jn 14, 6), y que por lo mismo debe estar centrada en la Eucaristía, alimento y
fuerza de los fieles.
Juan Pablo II,
en la Iglesia de Eucaristía, de acuerdo con el Vaticano II nos ha dicho: “No se construye ninguna comunidad
cristiana, sí ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la Sagrada
Eucaristía” (I. de E. 33; PO 6). Es una lástima que sean muchos los que
asisten a la Misa y no comulgan, ya sea porque no creen en la presencia real de
Cristo en las “especies eucarísticas”, porque no están preparados, porque no
tiene hambre del Pan vivo o porque no se creen dignos.
El Cristo que recibimos
en la Eucaristía es, verdaderamente el mismo que vivió, enseñó y murió en
Palestina hace más de dos mil años. Pero al mismo tiempo es mucho más que eso.
El Jesús que recibimos es el Cristo resucitado que está con nosotros, vivo y
activo en la Iglesia y en el mundo. Es “el cuerpo y la sangre, alma y
divinidad”, “toda la persona” de Cristo “resucitado y glorificado”. Es el que
recibimos en la sagrada comunión.
La exigencia
para comulgar. Para
recibir el Sacramento de la Comunión, el Papa, nos recuerda la exigencia de
estar en estado de Gracia por medio de la cual participamos de la naturaleza
divina (1 de Pe 1, 4). El mismo Apóstol nos dice: “Examínese, pues cada cual,
para que no coma el pan y beba de la copa indignamente (1 Cor 11, 28). El Catecismo
de la Iglesia nos recuerda no pasar a comulgar con una conciencia manchada y
corrompida; Al estar en pecado grave se debe recibir el Sacramento de la
Reconciliación antes de pasar a comulgar (Catic 1335). La Eucaristía y la
Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí que ayudan a
los fieles a estar en un continuo proceso de conversión.
Lo que nos pide
el Señor para participar dignamente del “Banquete de Bodas”. Lo que nos pide es
el “vestido de fiesta”, la pureza o limpieza de corazón. Qué estemos
reconciliados con él y con los hermanos, y el lugar para reconciliarnos con
Dios es el sacramento de la Confesión. Con tristeza, con firmeza y a la misma
vez con una gran caridad hemos de recordar que las personas que están viven en unión
libre, en amasiato o en una situación de adulterio permanente, no deben pasar a
comulgar, sería recibir indignamente el cuerpo de Cristo. Pero no por eso deben
sentirse rechazadas por la Iglesia que es Madre y Maestra, y sufre con esta
situación de muchos de sus hijos. Estás parejas pueden y deben venir a la Misa,
escuchar la Palabra de Dios, hacer oración, practicar la caridad, dar
testimonio, hacer actos de fe, esperanza y caridad, practicar otras virtudes
cristiana y “hacer una comunión espiritual”, abriendo su corazón al Señor que
tiene sus caminos para llevar a sus fieles a la salvación por la fe en Cristo
Jesús y a la perfección cristiana (cfr 2 Ti, 3, 14ss).
La Eucaristía
como “Culto existencial” Al salir de
“Misa”, fuera del templo, somos
portadores del Amor de Cristo que se nos ha dado en el Pan de la Eucaristía,
hemos de irradiarlo por donde vayamos pasando haciéndonos prójimos al estilo
del Buen Samaritano de todos los hermanos que encontremos a nuestro paso, sin
discriminación o “acepción de personas”. Cuando damos un trato “según Cristo” comprenderemos que “Participar en la Misa es un compromiso para
vivir el misterio de “Comunión”, al estilo de la primera comunidad. Con
la disponibilidad de hacer la voluntad de Dios en cada situación de nuestra
vida; con la disponibilidad de salir de sí mismo para ir al encuentro del
pobre, del necesitado, de los demás para iluminarlos con la Luz del Evangelio;
y con la disponibilidad de dar la vida por realizar los otros dos objetivos. El
Eucaristía: Sacramento del Amor, nos trasforma en “regalo de Cristo a los
hombres. Amén, Amén.
Cinco llaves
para entender la Eucaristía. Muchas son las personas que no entienden
lo que está pasando a lo largo de la celebración de la eucaristía, y algunos se
aburren al no encontrarle el sentido a la Misa. Sabemos que se trata del
Sacramento de nuestra fe. Lo esencial es creer que Jesús está presente en el
Pan y en el Vino que se han consagrado por las palabras de la consagración y
por la acción del Espíritu Santo”.
La primera llave es el “silencio”. Para lograrlo
hay que tener recogimiento interior. El silencio ha de ser interior y exterior.
Cuando nuestro corazón está lleno de preocupaciones estériles, estamos llenos
de ruidos que impiden que el Espíritu haga oración en nuestro interior de
acuerdo a las palabras de la Escritura: No sabemos orar como conviene pero el
Espíritu Santo ora e intercede por nosotros. El hombre de hoy tiene miedo hacer
silencio, y solo en el silencio del corazón puede escuchar la voz de su conciencia.
La segunda llave es la “contemplación”.
Mirar con los ojos del corazón, con los ojos de la fe a Aquel que sabemos que
se entregó por todos los hombres y que está presente en la Eucaristía. Él mismo
es nuestra Eucaristía. La tercera llave
es “la oración”. A Misa vamos a orar, y en ella podemos encontrar todas las
formas de oración cristiana que queramos. Desde la oración de pedir perdón, dar
gracias, silencio, acogida, ofrecimiento, vaciamiento, experimentar el amor de
Dios y muchas más. En la Misa oramos como hijos de Dios y como hermanos de los
demás. La cuarta llave es la “caridad”.
La caridad es la vida de Dios derramada en nuestros corazones con el Espíritu
Santo que se nos ha dado (cfr Rom 5, 5) Es donación, entrega abandono en las
manos de Dios, es disponibilidad de hacer la voluntad de Dios, de servirlo en
los demás; es disponibilidad de ofrecerse y dar la vida como sacrificio con
Cristo por la causa del Reino de Dios. La
quinta llave es “la escucha”. Escuchar la voz de Dios que habla a nuestro
corazón para animarlos, exhortarnos, motivarnos, enseñarnos y corregirnos.
Cuando escuchamos a Dios en la Misa nuestro corazón arde, nuestra mente es
iluminada con la luz de la verdad y nuestra voluntad se fortalece para orientar
nuestra vida en la “Voluntad de Dios”. De la calidad de la “escucha” será
nuestra fe, es decir, nuestra confianza en el Señor, nuestra obediencia a su
Palabra, nuestra pertenecía y nuestra consagración a Él: “estoy a la puerta y
llamo, si alguno, escucha mi voz y me abre la puerta, Yo entro, y ceno con él y
el conmigo” (Apoc 3, 20)
Estas cinco
“llaves” son manifestación de nuestra apertura a la acción del Espíritu; son
expresión del verdadero culto a Dios, y su eficacia depende de la fusión de
todas ellas: sin silencio no hay escucha, sin la escucha no se da el diálogo
que es la oración, y sin la oración, no hay caridad, ésta es el alma y la
fuerza de la oración.
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