Soy
un hombre nuevo por la fe en Jesucristo y mi bautismo
Objetivo. Que por la fe y la vida de la gracia,
el hombre adquiere una nueva identidad: es un hombre nuevo, configurado
con Cristo por el don del Espíritu para evitar caer en teorías o ideologías
extrañas a la fe cristiana.
¿Qué es el
hombre? ¿Quién soy yo? ¿Qué quiero llegar a ser?
“Yo soy yo y mis circunstancias” “Yo soy yo y
no me parezco a nadie. Estas expresiones son chiquilladas que las repetimos muchas
veces a los largo de nuestra infancia y adolescencia, pero que contenían un
profundo significado del cual iba brotando una identidad de seres o personas
originales (únicas e irrepetibles), responsables, libres y capaces de amar.
Portadores dos facultades o talentos que están llamados a cultivar: La razón y
la voluntad. El hombre no está hecho, sino haciéndose con otros y a favor de
otros, con su trabajo y con su testimonio puede influir para bien o para mal en
los demás. Con su inteligencia puede hacer juicios buenos o malos. Con su
voluntad puede decidir lo que quiera hacer con su vida: puede caminar o puede
arrastrarse.
Identidad y
vida de fe
El hombre que
acepta con fe viva la revelación de Dios tiene una nueva luz, para saber quién
es Dios y quien es el hombre. Dios nos ha hablado de nuestro origen y de
nuestro destino. Nos ha mostrado nuestro camino. Quiere hacer de nosotros, en
Cristo Jesús, un hombre nuevo. Sólo Dios puede esclarecer plenamente el
misterio del hombre: su situación presente, sus aspiraciones profundas, su
libertad, su pecado, su dolor, su muerte, su esperanza de vida futura. El
cristianismo construye su identidad personal en la vida de fe, esperanza y
caridad. El creyente afirma su personalidad al profundizar en su relación
personal con Cristo.
Dios dirige
la historia
Tanto el Viejo
como el Nuevo Testamento anuncian un hecho que conmueve los cimientos de la
experiencia humana común: el hecho es que Dios actúa en la historia. Su acción
es muchas veces inadvertida. Como dice el salmista: "por el mar iba tu
camino, por las inmensas aguas, tu sendero, y no se descubrieron tus
pisadas" (Sal 76, 20). Desde Abraham al último de los profetas, éste es
uno de los aspectos más profundos y característicos de la historia de Israel:
Dios dirige la historia sin suprimir ni limitar la libertad de los hombres.
Dios no nos abandona (Cfr. Is 49, 15ss). A veces Dios interviene en ella de
manera significativa y manifiesta. Israel tuvo experiencia de esta intervención
misericordiosa de Dios: "Cuando el, Señor cambió la suerte de Sión, nos
parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares"
(Sal 125, 1-2).
El gran
acontecimiento: Jesús ha resucitado. Cristo es el Señor
El Nuevo
Testamento nos presenta una nueva intervención de Dios, verdaderamente
inaudita, inesperada: "Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a
quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías" (Hch
2, 36). Este es el gran acontecimiento de la historia de salvación: un muerto,
Jesús, condenado y ejecutado por la justicia de los hombres, ha sido
constituido Señor de la historia. ¡Al igual que a Yahvé le corresponde
el Nombre-que-está-sobre-todo-nombre! Este es el kerigma (mensaje,
proclamación) del Nuevo Testamento.
El amanecer
de un nuevo día que no se cerrará jamás
La Iglesia
primitiva tiene experiencia de esto, pues se le ha dado el reconocer a
Jesús en los múltiples signos que se producen como fruto de su pascua.
Su misterio pascual ha inaugurado para el mundo entero el amanecer de un
nuevo día, el día de la resurrección, el "tercer día". El
"tercer día" no es un día solar de calendario, sino todo un período,
el tiempo que sigue a la resurrección de Jesús. El "tercer día" es un
día que queda abierto y que no se cerrará jamás ( ). Es el propio futuro del
hombre el que ha quedado inaugurado con la resurrección de Jesús y su
constitución como Señor de la historia. En Jesucristo ha aparecido así el
verdadero prototipo del hombre. "Cristo manifiesta plenamente el
hombre al hombre" (GS 22). El es, por antonomasia, el hombre nuevo (Ef
2, 15).
Por gracia
de Dios manifestada en Cristo, soy hombre nuevo.
Pablo sabe por
experiencia que el que se ha encontrado con Cristo es como si hubiera vuelto
a nacer, una criatura nueva, un hombre nuevo (2 Co 5, 17). El confiesa que
ha encontrado el verdadero y definitivo sentido de su vida gracias al amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús; ya nadie ni nada podrá separarle de ese amor
(Rm 8, 35-39): en un sentido profundamente cierto en el encuentro con Cristo
ha sido recreado. La profundidad de la relación interpersonal de Pablo con
Cristo queda expresada de forma difícilmente superable en la siguiente fórmula:
"Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20
.
Pablo, un
hombre nuevo
El
descubrimiento de este acontecimiento saca a Pablo "fuera de sí",
derriba sus viejos centros de interés, invierte su jerarquía de valores,
quebranta los cimientos de su mundo: "Todo eso que para mí era ganancia,
lo consideré pérdida comparado con Cristo, más aún, todo lo estimo pérdida,
comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él
lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en
él, no con una justicia mía —la de la ley— sino con la que viene de la fe de
Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe" (Flp 3, 7-9).
Pablo es un hombre nuevo, radicalmente transformado, está poseído totalmente
por Jesús, con el que se ha encontrado ya para siempre y de cuyo mensaje será
el pregonero más fiel. Proclamará no su palabra, sino la Palabra de Dios viva y
operante en los creyentes (1 Ts 2, 13).
Cristo sigue
creando hombres nuevos: en la cruz ha quebrantado la fuerza de la carne
Cristo, que
transformó a Pablo y a los Apóstoles, continúa hoy transformando y renovando a
todos aquellos que se convierten y se unen a El por la fe y por el bautismo.
Cristo renueva y vivifica constantemente a la Iglesia que es su cuerpo.
Cristo, con su
muerte redentora, venció el pecado y nos hizo capaces de vivir, no según la
carne, sino según el espíritu, opuesto a la carne; (cf Gál 5, 16) "Lo que
no pudo hacer la ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios:
envió a su Hijo encamado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo
víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que
proponía la ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos
por la carne, sino por el Espíritu" (Rm 8, 3-4). San Pablo usa con
frecuencia el término carne o la expresión vivir según la carne no
en el sentido de pecados de lujuria, sino en un sentido más amplio: la carne,
sede de las pasiones y pecados, destina a la corrupción y a la muerte,
hasta el punto de ser como una personificación del Mal, enemiga de Dios y hostil al Espíritu de Dios. Cristo, asumiendo la condición
humana, menos en el pecado, ha dado muerte en la cruz al mismo pecado.
"El que
es de Cristo ha sido hecho nueva criatura." El bautizado, un ser creado en
Cristo-Jesús
La obra que se
ha realizado en la muerte y resurrección de Cristo no es sólo la victoria sobre
el pecado; es una nueva creación, es el comienzo de una humanidad nueva. El
hombre nuevo por excelencia es Cristo. Si Adán fue el jefe de la primera
creación, Cristo es el primer hombre de la nueva humanidad (Cfr. Rm 5, 12-21; 1
Co 15). Si el hombre ha sido creado a imagen de Dios, Cristo-Jesús es la imagen
de Dios en un sentido pleno (Cfr. 1 Co 15, 49; Rm 8, 29; Col 1, 15-20).
Por la fe y el
bautismo los cristianos participan de la muerte y resurrección de Cristo (Rm
6), se unen a su victoria sobre el pecado y se incorporan a la nueva humanidad
que se inicia en Cristo: "De suerte que el que es de Cristo ha sido hecho
nueva criatura" (2 Co 5, 17). Un bautizado es un ser creado en Cristo
Jesús, para por la acción del Espíritu Santo realizar las obras del Padre (Ef
2, 10).
Por el
bautismo somos de Cristo. El cristiano debe seguir a Cristo
El bautismo nos
vincula a Cristo de modo especial: hemos sido hechos una cosa con El (Cfr. Rm
6,5), hemos quedado injertados en El. El es la vid y nosotros los sarmientos
(Jn 15, 5). Somos miembros suyos (1 Co 12, 12ss.). Somos de Cristo para
siempre.
Por razón de
esta especial incorporación del bautizado a Cristo, el cristiano ha de llevar
una conducta propia de un miembro de Cristo (Cfr. 1 Co 6, 15-19; 12 y 13):
"Los que son de Cristo Jesús han crucificado, su carne con sus
pasiones y sus deseos" (Ga 5, 24). El cristiano debe seguir a Cristo,
participar de sus sentimientos (Flp 2, 5), imitarle. Por el bautismo nacemos
del agua y del Espíritu, nacemos de lo alto, nacemos de nuevo (Cfr. Jn 3,
3.5.7ss.). Cristo nos hace partícipes de la vida divina, nos concede el don de
la gracia santificante. Esta vida de
gracia se realiza y manifiesta como vida de fe, de esperanza y de caridad.
El encuentro
con Cristo en el bautismo, fundamento de una moral de hombre nuevo, raíz de una
moral de gracia
Este pertenecer
a Cristo definitivamente y haber sido asociados a su muerte y resurrección en virtud
del bautismo, es para el cristiano fundamento de una moral propia de hombres
nuevos, contraria al hombre viejo dominado por el pecado, una moral de gracia.
La muerte y resurrección de Cristo ha de traslucirse permanentemente en la
conducta moral del cristiano. La Moral cristiana es Amor, Donación, Entrega y
Servicio a los demás, para gloria de Dios y el bien de la Iglesia.
"Andemos
en una vida nueva"
"¿Es que
no sabéis que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos
incorporados a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con El en la
muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la
gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si
hemos quedado incorporados a él por una muerte como la suya, lo estaremos
también por una resurrección como la suya. Comprendamos que nuestro hombre
viejo ha sido crucificado con Cristo, destruida nuestra personalidad de
pecadores y nosotros libres de la esclavitud al pecado; porque el que muere ha
quedado absuelto del pecado.
Por tanto, si
hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con El; pues sabemos que
Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya
no tiene dominio sobre El. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez
para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos
muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Que el pecado no siga
dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No
pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos para la
injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida,
y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia.
Porque el pecado no os dominará: ya que no estáis bajo la ley, sino bajo la
gracia" (Rm 6, 3-14; cfr. 1 Co 6, 15-19; Col 2, 11-13).
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