SEÑOR, ¿A QUIÉN IREMOS? TÚ TIENES PALABRAS DE
VIDA ETERNA
En aquel tiempo Jesús dijo a los
judíos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Al oír
estas palabras muchos discípulos de Jesús dijeron: “Este modo de hablar es
intolerable, ¿Quién puede admitir eso?”.
Dándose cuenta Jesús de que sus
discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto les escandaliza? ¿Qué sería si vieran
al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida;
la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y
vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen”. (En efecto, Jesús sabía
desde el principio quiénes no creían y
quién lo habría de traicionar): Después añadió: “por eso les he dicho que nadie
puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.
Desde entonces, muchos de sus discípulos
se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a
los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?” Simón Pedro le respondió: “Señor,
¿a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que
tú eres el Santo de Dios”. Palabra del Señor.(Jn 6, 55. 60-69)
Jesús ha llegado a la revelación
final del por qué el Padre Dios lo ha enviado al mundo: Para dar vida al mundo.
Y esa vida nos la comunica en la medida en que comamos su Carne y bebamos su
Sangre. Ese es el deseo eterno de Dios, darnos Vida, y para eso, nos ha dado a
su Hijo, y para eso, inventó la Eucaristía. Tan solo nos pide creer en su
Enviado, su Hijo amado. Su Palabra nos suscita en el hombre que la escucha la
fe, pero, se ha de convertir en norma para su vida, en luz en su camino, hasta
llegar a decir con Jesús. “Mi alimento
es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34) Sólo
entonces la Palabra podrá darnos en nosotros frutos de vida eterna. Jesús
quiere dar vida a cada hombre, para que podamos como él ser capaces
fraccionarnos, de darnos a los demás como alimento que da vida al Pueblo de
Dios.
Pueblo de Dios es el grupo de hombres y
mujeres que han creído en Jesucristo, escuchan su palabra y lo siguen,
rompiendo las ataduras o dejando atrás todo aquello que es incompatible con la
vocación de ser hijos de Dios, y a la vez, abrazando el compromiso de servir al
Señor en los demás a quienes Dios ama y quiere salvar.
La conversión del
corazón nos invita a abandonar los ídolos y volvernos al Dios vivo y verdadero
para amarlo y servirlo con generosidad, donación y entrega. (cnf 1ª de Tes 1,
9) Ídolo es todo aquello que ocupa en el corazón el lugar de Cristo. Cuando el
hombre ha tenido la experiencia personal de Dios mediante el encuentro con
Cristo; cuando ha probado lo bueno que es el Señor; después de un poco caminar
en la “vida nueva”, el Señor lo invita al compromiso de hacer “alianza con él,
y, a romper la amistad con el mundo. Cuando se pretende servir a Dios y al
Mundo se cae en la infidelidad, en la tibieza espiritual y por último en la
idolatría.
Tomar la decisión
de seguir a Cristo nos pide una doble certeza: la certeza de que Dios nos ama y
la certeza de que también nosotros lo amamos, es entonces cuando podemos decir
con Josué: “Mi familia y yo hemos
decidido servir al Señor”. (Josué 24) Aceptemos la invitación amorosa que
Dios nos hace a seguirlo, sirviéndole.
¿Qué significa servir al Señor? En la vida hay decisiones demasiado serias
como para tomarlas a la ligera y salir del paso sin algún compromiso.
Servir al Señor significará, para quien le pronuncie su sí, saber escuchar
su Palabra; saberla meditar profundamente para entender lo que realmente
Dios nos está diciendo a una situación concreta; y poner en práctica lo que
el Señor nos ha pedido. Servir al Señor no es, primariamente, el escuchar a
Dios para comunicar su Palabra a los demás; es, antes que nada,
apropiársela uno mismo y vivirla; y si se comunica a los demás se hace
desde la propia experiencia que nos convierte en testigos, más que charlatanes
de las cosas de Dios. El compromiso es personal y comunitario; en ese
compromiso se podrá involucrar, a lo más, a la propia familia, con la que
uno ha caminado y de quien se siente miembro como de un solo cuerpo. Así,
todas las personas y familias que deciden servir al Señor formarán el
Pueblo de quienes, sin ligerezas, sino con toda la seriedad de la respuesta
comprometida a Dios, han decidido tenerlo como su único Señor y amarlo
sobre todas las cosas. Entonces será posible que desde esa auténtica
comunidad de fe, Dios pueda manifestar su amor hacia todos los pueblos,
pues el Señor la convertirá en un instrumento de su amor y de su salvación.
Así lo entendió y lo vivió Jesús que nos dice: “No he venido a ser servido, sino a servir y dar mi vida por
muchos”.
El camino
de Jesús debe ser nuestro camino. Jesús, el Hijo de Dios hecho uno de
nosotros, tenía como alimento hacer la voluntad de su Padre Dios, y pasó
haciendo el bien entre nosotros para que experimentáramos el perdón y la
misericordia del Señor. Su camino debe ser nuestro camino, ya que no sólo queremos llamarnos hijos de Dios,
sino, serlo de verdad. El Padre Dios tiene un proyecto sobre nosotros, que
somos su Iglesia: que vivamos en comunión con Él por medio de su Hijo. Y
para eso nos ha purificado con la sangre del Cordero inmaculado para que
estemos ante Él resplandecientes, sin mancha ni arruga, ni cosa semejante,
sino santos y libres de todo pecado (Efesios 5, 21-32).
¿A
quien iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos que tú
eres el Santo de Dios.
Ojalá y, junto con Pedro, permanezcamos fieles a esa confesión de fe y no escuchemos
la Palabra de Dios como discípulos distraídos; Ojalá y nos iniciemos en un
verdadero camino de conversión y de buenas obras, como fruto que la misma
Palabra del Señor produce en nosotros. Y junto con la escucha fiel de la
Palabra de Dios, hemos de alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Hacernos uno con el Señor nos debe llevar a ser un signo de su amor y de su
entrega en medio de nuestros hermanos.
Por eso, la participación en la Eucaristía no puede tomarse a la ligera; no
podemos ir a ella sólo por tradición. Quienes estamos en la presencia del
Señor venimos con el compromiso de llegar, junto con Él, a dar nuestra vida
por nuestro prójimo, para que, alimentado con nuestro cariño, amor,
respeto, comprensión y misericordia, pueda, también él, tener vida, y
tenerla en abundancia.
Digamos con
Pedro, ¡A dónde iríamos? Volver a la sinagoga, volver a la casa de la
suegra, o volver a las redes viejas y remendadas. Nosotros, volver a la
vida sin sentido que se vivía antes de conocer a Cristo; volver a los
centros de vicio o a ir por la vida buscando razones para sentirse bien o
ser feliz. Este es un momento de gracia al que nos lleva el Espíritu Santo
algún tiempo después de nuestro encuentro con Cristo (algo así como tres
meses) Es el momento de hacer nuestra “Opción fundamental pro Cristo,
experiencia inolvidable que nos hace “Tomar la firme determinación de
seguir a Cristo” y a la vez, romper con el mundo, experiencia que conlleva
la invitación de seguir a Cristo y entregarle nuestra vida, El Señor quiere
nuestro sí sin componendas: “Yo decido seguirte Señor y estar contigo en la
buenas y en las malas”,
¿Queremos
estar eternamente con Él? Sigamos las huellas por amor, del aquel que se
pasó la vida haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el mal
(Jesucristo) (CFR Hech 10, 38). Vayamos tras él cargando nuestra cruz de
cada día y luchando contra la tentación de abandonar a Cristo porque nos
parecen excesivas sus enseñanzas respecto a la fidelidad conyugal, a la
interrupción del embarazo, al amar aún a los enemigos. Jesús nos dice que
para entrar en la vida hay guardar sus Mandamientos, que tienen como
finalidad dar vida a los hombres mediante el servicio y el amor a los menos
favorecidos. No basta con leer la Biblia, no basta con rezar, de nada nos
serviría, si éstas obras de piedad no van acompañadas de una desinteresada
entrega y donación a favor de los nuestros hermanos: “Una fe sin obras está muerta”.(St 2, 14)
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima
Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, la gracia de vivir fieles
tanto en la escucha de su Palabra como en la puesta en práctica de la
misma, así como en una auténtica comunión de vida con el Señor por la
participación de su Cuerpo y de su Sangre, que nos convierta en auténticos
signos de su salvación para todos; llevándoles así, no la muerte, sino la
vida eterna que Dios nos ofrece en Cristo Jesús. Amén.
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