LA OBEDIENCIA, VIRTUD CRISTIANA , SU RAÍZ ES LA PALABRA DE DIOS


La obediencia, virtud cristiana

Objetivo: Conocer la importancia del aprender a obedecer a Dios antes que a los hombres como un criterio cristiano de discernimiento en la vida, para responder con fidelidad al designio de Dios.


Iluminación. “Cristo, aprendió sufriendo a obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5, 8- 9).

El poder de la Palabra de Dios. La obediencia lejos de ser una sujeción que se soporta y una sumisión pasiva, es una libre adhesión al designio de Dios propuesto por la palabra de la fe que permite al hombre hacer de su vida un servicio a Dios y entrar en su gozo.  ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo obedecer a los superiores, a los padres, al mismo Dios que nos expresa su voluntad en sus Mandamientos y en su Evangelio? ¿Por qué para algunos es fácil obedecer, mientras que para otros, es un imposible? Para unos la obediencia es fuente de alegría, para otros es ocasión para hacer un berrinche, renegar, maldecir, y, llegando a los extremos, tirar la toalla, se abandona el ministerio, el seminario, la Iglesia. ¿Qué hace falta? ¿Hay recetas? ¿Qué se nos recomienda? ¿Cuál fue la clave de Jesús para hacer de la obediencia a su Padre la “Norma” para su vida?

La experiencia de miles de hombres y mujeres que han aprendido a obedecer es la misma: El amor, la amistad… Cuando amo a Dios o a mis padres; cuando soy amigo de Jesús o de mis superiores, no duele, no cuesta obedecerlos, es una alegría, es una fiesta, porque mi Padre me ama y sé que mis superiores son mis amigos y no me dan órdenes para oprimirme o ridiculizarme porque somos amigos. Lo difícil es cuando el corazón está vacío de amor, de amistad, de sentido…

La eficacia de la Palabra de Dios se experimenta más cuando la aplicamos más a nosotros mismos y no a los demás. Palabra que tiene poder en sí misma, pero que en nosotros sólo puede actuar, arrancando, destruyendo, plantando y construyendo cuando es puesta en práctica. La obediencia a la Palabra es fundamental para ver las maravillas de Dios en nuestra vida. Un principio filosófico dice: Nadie da lo que no tiene. Podemos entonces afirmar que: “Quien nunca aprendió a obedecer, nunca aprenderá a mandar”. Y, de la misma manera decimos: “quien no aprende el arte de amar, se quedará al margen del verdadero amor que es donación, entrega y servicio. Dios ama por primero (1 Jn 4, 10) para que aprendamos de él, de la manera como Cristo nos amó debemos amarnos unos a otros (Cf Jn 13, 34) “En una cosa hemos conocido qué es el amor: en que él dio su vida por nosotros. Así que también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).

Jesús es el siervo obediente. La Escritura define a Jesús como el “Obediente”. Desde su nacimiento (Heb 10, 5), hasta su muerte de cruz (Fil 2, 8); la vida de Cristo fue obediencia total a la voluntad de su amado Padre. Obediente a la voluntad santa y pura de su Padre, de la cual hace su alimento: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). El fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; un acontecimiento, por lo tanto, no se halla en la razón, sino en el Kerigma, fundamento de la predicación apostólica: “Cristo se hizo obediente hasta la muerte” (Fil 2, 8). En la carta a los Hebreos encontramos que la obediencia cristiana es camino de perfección: “Cristo, aprendió sufriendo a obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5, 8- 9).
La obediencia de Cristo es la fuente y la causa de nuestra salvación: “Por la obediencia de uno sólo todos alcanzarán  la justificación” (Rm 5, 19). Se trata de la obediencia de Cristo al Padre manifestada ya por el Hijo en la oración del huerto: “Padre si es posible aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Esta obediencia de Cristo es la antítesis de la desobediencia de Adán. ¿A quién desobedeció Adán? No a sus padres, ni a las autoridades, ni a las leyes, sino a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios, y en origen de todas las obediencias está la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo. ¿Cómo pensar la obediencia de Cristo? Jesucristo a lo largo de toda su vida hizo la voluntad de su amado Padre, pero, en su pasión llega al colmo su obediencia, al entregarse sin resistir a los poderes inhumanos e injustos, haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia (Heb 5, 8), haciendo de su muerte el sacrificio más precioso a Dios, el de la obediencia (Heb 10, 5-10; cfr 1Sm 15, 22).
Con toda razón la carta a los Hebreos designa a Cristo como “el autor y el consumador de nuestra fe” (Heb 12, 2). “Por un acto de obediencia de Cristo al Padre, hemos sido salvados”. La Fe de Cristo es ante todo, obediencia al Padre, es su “sacrificio espiritual” del cual hace su alimento (Jn 3, 34). El mal consiste en desobedecer a Dios y el bien consiste en obedecerle. Si como dice la Escritura, Cristo fue obediente hasta la muerte, la obediencia de Cristo consiste en una sumisión, total y absoluta, en situaciones extremadamente difíciles a la voluntad de Dios. El profeta Isaías nos dice estas palabras que las podemos aplicar a Jesús, el Señor: “Yo no me he resistido ni me he echado para atrás” (Is 50, 6). Podemos decir entonces, que la obediencia de Cristo es fuerza para destruir la antigua desobediencia que hubo en el paraíso, y que hay hoy en nuestras vidas.

El Espíritu Santo es dado a los que obedecen. La obediencia abarca toda la vida de Jesús. San Juan pone en los labios de Jesús estas palabras: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”, “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 4, 34; 8, 29). Tanto para San Juan como para San Pablo el señorío de Cristo tiene su origen en la obediencia al Padre del cielo.

A las tentaciones del Maligno en el desierto, Jesús responde: “Está dicho”. Para Jesús las palabras de la Escritura son órdenes de Dios a las que hay que obedecer sin titubeos. Tras la última tentación Jesús, Vencedor del Maligno, vuelve a Galilea con la Fuerza del Espíritu (Lc 4, 14). El Espíritu Santo es concedido a los que obedecen a Dios (cfr Hech 5, 32). Quien se resiste al Maligno, se somete a Dios y a la inversa, quien se somete a Dios resiste al Maligno (cfr St 4, 7).

La obediencia de Jesús es a toda la Escritura que se refiere a él: La ley, los salmos y los profetas,  puesta en práctica, es una obediencia perfecta, realizada con amor y con libertad interior. Pero a la misma vez, esta obediencia se manifestó en las “cosas que padeció”: “El Mesías tenía que padecer antes de entrar en su Gloria” (Lc 24, 26), por eso en Él brilla en sumo grado la obediencia filial, hasta en los momento extremos cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión: “Dios mío, Dios mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). La obediencia filial, es causa y fuente de salvación porque es “Obediencia hasta la vergonzosa muerte de Cruz” (Fil 2, 8). Para Cristo obedecer es abandonarse en las manos del Padre.

Dos clases de esclavitud. La primera es la esclavitud del pecado: “Todo el que peca es esclavo” (cfr Jn 8, 34). También Pablo afirma las palabras que Juan pone en los labios de Jesús: “Mientras que ustedes eran esclavos del pecado, estaban en la muerte” (Rm 6, 20). La esclavitud del pecado es esclavitud de la ley; es esclavitud del Mal, de las cosas y de las personas. “Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado que os llevará a la muerte” (Rm 16, 16). El esclavo no se pertenece, es un ser oprimido carente de libertad interior, y por lo mismo es estéril y su vida está vacía del verdadero amor. Por la obediencia de Cristo hemos sido rescatados de la esclavitud de la ley para ser libres en Cristo Jesús con la libertad de los hijos de Dios (cfr Gál 4, 5).
La segunda esclavitud de la obediencia que conduce a la vida y genera vida. Escuchemos a San Pablo: “La esclavitud de la obediencia a Dios que os conducirá a la salvación” (cfr  Rm 6, 16). Cristiano es aquel que se ha puesto libremente bajo la jurisdicción de Dios, lo ha aceptado como su Salvador, Maestro y Señor: “Vosotros que antes eráis esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido trasmitida, y liberado del pecado os habéis puesto al servicio de la salvación” (Rm 6, 17). Es un verdadero cambio de dueño y de obras: es el paso de la muerte a la vida; del pecado a la justicia; de la desobediencia a la obediencia. Ha habido un rompimiento, una renuncia y una afirmación de fe: Renuncio al pecado y creo en “Jesucristo que me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gál 2, 19). He pasado de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad; he cambiado de Padre, ahora soy hijo de Dios y siervo de Cristo Jesús, elegido para anunciar la Buena Noticia (Rm 1, 1ss).

El lugar de la trasferencia ha sido el Bautismo. “Por el bautismo hemos muerto con Cristo; hemos sido sepultados con él y hemos resucitado a una nueva vida” (Rm 6, 4). “Sabemos que nuestra condición pecadora ha sido crucificada con él, para que se anule la condición pecadora y no sigamos siendo esclavos del pecado” (Rm 6, 6). La obediencia cristiana radica en el bautismo, por el que todo bautizado queda consagrado a la obediencia. Digamos entonces, y en primer lugar,  que la obediencia cristiana es un don, es una gracia. No sólo tenemos el deber de obedecer, también tenemos la gracia para obedecer. En segundo lugar es una respuesta.
En el bautismo entramos en la Nueva Alianza y aceptamos a Jesús como Señor de nuestras vidas, razón por la cual la obediencia es una prolongación necesaria en nuestra vida: sin obediencia no hay señorío de Cristo. De la misma manera que él obedeció, el creyente, si quiere ser cristiano, está llamado a obedecer al Señor a quien le pertenece para llegar a ser semejanza de él. “Hemos sido elegidos, consagrados y santificados por el Espíritu según el designio redentor de Dios para obedecer a Jesucristo” (cfr 1Pe 1,2). La vocación cristiana es una vocación a la obediencia. Hoy quiero retomar la decisión de obedecer a Cristo en toda circunstancia de mi vida. Solo entonces podré alcanzar la santidad a la que Dios me llama. Sin obediencia no hay santidad.

Las dimensiones de la obediencia cristiana. La salvación que Dios nos ofrece en Cristo tiene dos dimensiones: nos saca del pecado, de las tinieblas, de la esclavitud y nos lleva al reino del Hijo de su amor (Col 1, 13). Perdona nuestros pecados y nos da su gracia redentora. En la vida existencial: se abandona el mal para hacer el bien. En un primer momento recibimos a Cristo como “Don” de Dios. En segundo momento lo recibimos como “modelo” a imitar en nuestra vida. En un primer momento recibimos una obediencia como gracia y en un segundo momento expresamos otra obediencia como respuesta, es nuestra imitación práctica de la obediencia de Cristo. La obediencia como obligación a los superiores o los padres será siempre obediencia a Dios.

Sin obediencia no hay identidad. San Pablo habla de la obediencia de la fe (Rm 1, 5), a la enseñanza (Rm 6, 17), al evangelio (Rm 10, 16; 2Ts 1, 8), a la verdad (Gál 5, 7), a Cristo (2Cor 10, 5). De lo anterior podemos decir que la obediencia fortalece, afirma y robustece la identidad cristiana, sacerdotal y apostólica. La identidad es el ser con… ser hijo con el Padre, ser hermano con el hermano, ser sacerdote con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Ser esposo con mi esposa y ser esposa con mi esposo; ser padres con nuestros hijos y ser hijos con nuestros padres. Esto nos enseña que la obediencia al Mandamiento Regio de Jesús, el Señor: “Ámense los unos a los otros como yo os he amado, para que el mundo crea que el Padre me ha enviado” (cfr Jn 13, 34-35), es fuente y causa de identidad cristiana, es por encima de todo, obediencia al Evangelio.
¿Qué hacer cuando la obediencia de un superior se opone a la obediencia a Dios? “El que a ustedes escucha a mí me escucha; el que a ustedes desprecia a mi me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me envío” (Lc 10, 16). La voluntad de Dios ha quedado manifiesta en Cristo Jesús, Palabra de Dios hecha carne; La obediencia espiritual a Dios no impide la obediencia a la autoridad visible e institucional; al contrario la renueva, refuerza y vivifica, hasta el punto que la obediencia a los hombres se convierte en criterio para juzgar si hay auténtica obediencia a Dios.
¿Cómo se logra entender la obediencia a Dios? San Pablo nos dice: “Porque es Dios quien, según sus designios, produce en ustedes los buenos deseos y quién les ayuda a llevarlos a cabo” (Fil 2, 13). Nos queda claro, es Dios quien toma la iniciativa. Se siente en el corazón el relampagueo de la voluntad de Dios. Se trata de una “moción” o “inspiración” del Espíritu que suele nacer de una palabra de Dios escuchada o leída en algún momento de oración. No se sabe cómo, ni de dónde viene, pero ha llegado un pensamiento, que está allí como algo frágil, más aún, puede ser ahogado por cualquier cosa. Uno se siente interpelado por esa palabra, por esa inspiración; se siente que Dios nos pide algo nuevo y se responde con un “Sí”. Puede ser algo vago y obscuro respecto a lo que pide hacer, cómo hacerlo, pero clarísimo y firme conforme a la sustancia.

¿Qué hacer en estas circunstancias? No sirve de nada darle vueltas a la mente porque eso no ha nacido de la carne, sino del Espíritu, y la respuesta sólo la puede dar el Espíritu. Lo único que nos queda es orar y volver a orar; esperar orando que Dios realice su Voluntad en nosotros, o que nos use como instrumentos para que realice por medio nuestro, sus planes de vida eterna. Mientras tanto, hemos de depositar la llamada en las manos de los superiores, o de aquellos, que de alguna manera tengan alguna autoridad espiritual sobre nosotros. Se ha de creer que sí es de Dios el llamado, Él hará que sus representantes lo reconozcan como tal.  Uno de los criterios del discernimiento es la inmediatez divina: Seguridad de una vocación en la docilidad eclesial. Por un lado, Dios da la certeza y por otro lado, la Comunidad la confirma.

Quiero ser sacerdote, Dios me ha dado la certeza de ello, pero, no quiero someterme al discernimiento de los superiores de la Comunidad o de la Iglesia, lo más seguro es que la llamada no venga de Dios (cfr Gál 1, 18).

Obedecer siempre y en toda circunstancia. Obedecer a Dios es algo que podemos hacer siempre. En cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes y las obediencias. Cuando Dios encuentra un corazón dispuesto a obedecerlo, se hace cargo de su vida y la conduce por sus caminos hacia la conversión del corazón; hacia la paz y la libertad interior. Digamos también con claridad que obedecer a Dios es algo que podemos hacerlo todos. El camino de la obediencia está abierto a todos los bautizados. Consiste en presentar los asuntos a Dios. No hacer las cosas sin antes haber preguntado a Dios si es su voluntad que las hagamos. Orar para que todo salga bien. Cuando se ama la obediencia, primero se pregunta al Señor y después se actúa. Se trata de renunciar a decidir por sí mismo sin tener en cuenta a Dios, sino que se le da la oportunidad a Dios de intervenir en nuestros asuntos, sometemos nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios. En cada momento, en cada circunstancia Dios dirige y gobierna nuestra vida cuando somos dóciles al divino Espíritu. Podemos decir, que el camino de la obediencia a Dios está abierto a todos los bautizados. Cuando se ama a Dios, se le pregunta antes de actuar para que el acto de obediencia no sea una iniciativa nuestra. Renuncio a decidir por mí mismo y le doy a Dios la oportunidad de realizar en mi vida sus designios, su voluntad, su querer; para que todo lo que yo realice, desde hoy sea obediencia a Dios, sea mi “sacrificio espiritual”: Someter mi voluntad a la voluntad de Dios.

Para conocer la voluntad de Dios se ha de cultivar el hábito de la oración humilde y confiada, a la misma vez que se ha de cultivar la apertura y docilidad a las mociones del Espíritu Santo que guía a los hijos de Dios y hace de ellos “hostias vivas y santas y agradables a Dios” (Rm 12, 1). La mente mundana y pagana no puede ni quiere conocer la voluntad de Dios, sólo, dejándose renovar en lo más profundo de la mente, puede el cristiano conocer la voluntad divina: lo justo, lo bueno y lo perfecto (cfr Rm 12, 2-3).

Amar la voluntad de Dios es amar la obediencia. Podemos afirmar con el salmista que cuando la voluntad de Dios se convierte en la delicia de nuestra vida, Él ilumina nuestra mente, purifica nuestro corazón y fortalece nuestra voluntad, y del fondo de nuestro ser brotará siempre el grito más liberador de la historia: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad” (Heb 10, 7). Seremos personas enamoradas de la obediencia y de la voluntad de Dios, a la misma vez que Dios se complace con todo lo que abarque nuestra actividad pastoral. Escuchemos a personas como Abraham decir: “Aquí estoy” (Gn 22, 1); Moisés: “Aquí estoy Señor” (Ex 3, 4); Samuel: “Aquí estoy” (1Sam 3, 1); Isaías: “Aquí estoy” (Is 6, 8); María: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38); Jesús dice: “Aquí vengo para hacer tu voluntad” (Heb 10, 9).

La obediencia del cristiano. Jesucristo por su obediencia fue constituido Señor (Flp 2, 11). “Revestido de todo poder, tanto en el cielo como en la tierra” (Mt 28, 18), tiene derecho a la obediencia de toda criatura. “La voluntad del Padre es que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna” (Jn 6, 39-40). Creer en Jesús significa adherirse a su Persona por la fe. Aceptar su palabra como Norma para la vida. Significa amarlo, seguirlo y consagrarle la vida.  Por Jesucristo, por la obediencia a su evangelio y a la palabra de su Iglesia (2Ts 3, 14), alcanza el hombre a Dios en la fe: “Por medio de él recibimos la gracia del apostolado, para que todos los pueblos respondan con la obediencia de la fe para gloria de su nombre” (Rm 1, 5). Por la fe el hombre escapa a la desobediencia original y entra en el misterio de la salvación: Jesucristo, única ley del cristiano. Esta ley comprende la obediencia a los padres (Col 3, 20); a los superiores y a las autoridades humanas legítimas, a los esposos (Col 3, 18); a los maestros (Col 3, 22); y a los poderes públicos, reconociendo en todas partes la autoridad de Dios (Rm 13, 1-7). Pero como el cristiano no obedece nunca, sino, para servir a Dios, es capaz, sí es preciso, de enfrentarse con una orden injusta y obedecer a Dios más que a los hombres” (Hech 4, 19). Cristo es capaz de enfrentarse a toda orden que atente contra la dignidad de las personas.
Si un superior invita u ordena a pecar, o hacer algo contra los Mandamientos de la Ley de Dios, no se le debe obedecer.  Como el caso que un padre de familia, quiere obligar a su hija a casarse con alguien que ella no ama o conoce, porque el Evangelio es más grande que la cultura

Oración. Dios mío, dame un corazón que ame siempre tu voluntad y dame la fuerza de ponerla en práctica. Deseo obedecerte en todo, tanto, en las cosas pequeñas como en las grandes. Dame Señor la capacidad para captar las mociones de tu Espíritu a lo largo de cada día de mi vida. Qué pueda yo Señor, decir con tu Hijo: “Heme aquí oh Dios para hacer tu voluntad”. Te pido la obediencia a mi Obispo y a tu Iglesia para que a ejemplo de María sea obediente a tu Palabra hasta la muerte.







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