LA FIDELIDAD DE LOS DISCÍPULOS AL ESPÍRITU SANTO


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La Fidelidad al Espíritu Santo.

¿Cuál es la obra del Espíritu Santo?

La obra del Espíritu Santo es hacer que el mundo crea en Jesús para que creyendo se salve. La Obra del Espíritu es nuestra configuración con Cristo, el Unigénito de Dios. Como maestro interior el Espíritu Santo nos enseña a vivir como Jesús vivió y nos guía a los terrenos de Dios: La “Verdad plena” que nos hace libres y nos capacita para amar al estilo de Jesús (cf Jn 16, 13).
La fidelidad al Espíritu Santo nos lleva a ser discípulos de Cristo Jesús, seguir sus huellas y poner nuestra mirada en el “Autor y Consumador” de nuestra fe (Heb 12, 2). El discípulo de Cristo, para configurarse plenamente con Él, ha de ser fiel al Espíritu Santo. Esta fidelidad al Espíritu es la que nos convierte en los hombres del Espíritu con la mirada en Jesús para aprender a ser como Él: “servidores de los demás” (Mt 20, 28)

El hombre nuevo.  

Es Aquel que se ha unido a Cristo resucitado por la fe, la esperanza y el amor. Ha de estar abierto a la acción del Espíritu, aunque a veces no sepa claramente a donde es conducido: "El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu" (Jn 3, 8). Lo que si podemos saber es que el Espíritu orienta nuestra vida hacia la Casa del Padre, siguiendo las huellas de Jesús (1 Tes 1, 9).

El discípulo de Jesús, cuando es dócil al Espíritu va adquiriendo la triple disponibilidad que lo identifica como auténtico seguidor de Jesús, el Señor: La disponibilidad de hacer la voluntad del Padre en cualquier situación. Disponibilidad para salir fuera y ponerse en camino de éxodo para ir al encuentro de personas concretas e iluminarlas con la luz del Evangelio. La disponibilidad por dar la vida por realizar los dos objetivos anteriores.

Esta docilidad al Espíritu  presupone el deseo firme de querer ante todo, como Jesús, hacer la voluntad del Padre y dar la vida por sus hermanos. Jesús hizo de la voluntad de su Padre el centro de su vida, la delicia de su corazón (Mt 26, 42; Lc 22, 42; Jn 4, 34; 6, 38).

El hombre nuevo tiene por religión y por ética el cumplimiento de la voluntad de Dios

"Por eso, al entrar en este mundo, dice: "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.  Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.  Entonces dije: ¡Aquí estoy, dispuesto —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Cfr. Hb 10, 6- 7). 

Este es el deseo que expresamos cada día en la oración que nos enseñó Jesús: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10). Es también el deseo entonado en este salmo: "Indícame el camino a seguir, pues levanto mi alma a ti" (Sal 142, 8). Para conocer la voluntad de Dios, el hombre necesita creer en Jesús, obedecerlo y amarlo para que el Padre le conceda el don del Espíritu (cfr. Lc 11, 12; Hch 1, 14).

La fidelidad al Espíritu, inseparable de la fidelidad a la Palabra de Dios.

La fidelidad al Espíritu es inseparable de la fidelidad a la Palabra de Dios, tal como la interpreta y proclama ¡la Iglesia vivificada por el mismo Espíritu de Dios (cfr. Lc 10, 16; Jn 16, 13). Abrirse a la acción del Espíritu es abrirse a la Palabra de Dios. Espíritu y Palabra son inseparables. El Espíritu Santo está implícito en la Palabra de Dios para guiar a los hombres a la salvación por la fe en Cristo Jesús (cfr 2 Tim 3, 14).

El hombre necesita la Palabra de Dios como necesita el alimento (cfr. Mt 4, 4). Jesús mismo hizo de la voluntad de su Padre el alimento de su vida, y en la obediencia a su amado Padre, llevó a cabo la Obra de la Redención (cfr Jn 4, 34). La obediencia a la Palabra es garantía de realización como hijos de Dios y como alegría plena: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28).

Pero Dios nos ha hablado de muchas maneras y por último nos ha hablado por medio de su Hijo (Hb 1, 1). Jesucristo es, en persona, la Palabra misma del Padre (Jn 1, 14). El es para nosotros "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6).  Origen y fundamento de nuestra fe (cf 1 Cor 3, 11)

Para vivir como hijos de Dios, como hombres renovados por el Espíritu, debemos seguir a Jesús (Mt 16, 24; Jn 12, 26), para recorrer con él, el camino de la fe que no es ancho ni cómodo, sino angosto y escabroso (cf Mt 7, 13). Lo anterior exige escuchar su Palabra y ponerla en práctica (cf Lc 8, 21; 11, 28); exige esfuerzos y renuncias para configurar nuestra vida con Él  (Lc 9, 23). Escuchar a Cristo Jesús (cf Mt 17, 5) y cumplir los Mandamientos de Dios (cf Jn 14, 21; Lc 18, 20ss) es la condición fundamental para crecer en la fe. No basta con ser oyentes, hay que se practicantes nos ha dicho el apóstol Santiago(Snt 1, 22)

Practicar las enseñanzas y mandatos de Jesús como verdaderos discípulos suyos es la condición para amarlo y servirlo. (Jn 15, 1-14);  En especial, vivir según el espíritu de las bienaventuranzas (Mt 5-7) y el Mandamiento nuevo del amor fraterno (Jn 13, 34), para reproducir en nosotros la imagen de Cristo (Rm  8, 29), dejándonos guiar por la sabiduría de Cristo crucificado (Cfr. 1 Co 1, 17-30; 2, 2ss.),  Apoyándonos en la cruz victoriosa de Cristo, en quien encontramos la resurrección y la vida (Cfr. Jn 11, 25).

El Concilio Vaticano 11

Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo [3]. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17). Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [4].


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