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DARÁN TESTIMONIO DE MÍ 
 
 
En aquel tiempo, como algunos
    ponderaban la solidez de la construcción del templo y la belleza de las
    ofrendas votivas que lo adornaban, Jesús les dijo: “Días vendrán en que no
    quedará piedra sobre piedra de todo esto que están admirando; todo será
    destruido”. 
 
Entonces le preguntaron: “Maestro,
    ¿cuándo va a ocurrir esto y cuál será la señal de que ya está apunto de
    suceder?” Él les respondió: “Cuídense de que nadie les engañe, porque
    muchos vendrán usurpando mi nombre y dirán: “Yo soy el Mesías. El tiempo ha
    llegado”. Pero no les hagan caso. Cuando oigan hablar de guerras y
    revoluciones, que no los domine el pánico, porque eso tiene que acontecer,
    pero todavía no es el fin”. Luego les dijo: “Se levantará una nación contra
    otra y un reino contra otro. En diferentes lugares habrá grandes
    terremotos, y aparecerán en el cielo señales prodigiosas y terribles.  
 
Pero antes de todo esto los
    perseguirán a ustedes y los apresarán; los llevarán a los tribunales y a la
    cárcel, y los harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía.
    Con esto darán testimonio de mí. Grábense bien que no tienen que preparar
    de ante mano su defensa, porque yo les dará palabras sabias, a las que no
    podrá resistir ni contradecir ningún 
    adversario de ustedes. Los traicionaran hasta sus propios padres,
    hermanos, parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes y todos los
    odiarán por causa mía. Sin embargo, no caerá ningún cabello de la cabeza de
    ustedes. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida. Palabra de Dios. (Lc 21, 5-19) 
 
Somos pecadores; sin embargo Dios nos
    sigue amando y nos sigue llamando continuamente a volver a Él para que
    experimentemos su misericordia, su amor, su perdón y su paz. Los que hagan
    caso a la voz del Señor serán iluminados por Él por Cristo Jesús, Sol que
    nace de lo alto; de sus rayos recibirán la vida y la salvación. Por eso
    vivamos en una continua conversión; dejemos que el Espíritu de Dios realice
    su obra en nosotros hasta que lleguemos a la estatura del Hombre Perfecto,
    Cristo. Pero la Iglesia de Jesucristo no puede vivir encerrada en su propia
    santidad viendo cómo muchos caminan hacia su perdición. Mientras aún es
    tiempo hemos de trabajar denodadamente hasta lograr que todos seamos uno en
    Cristo. Mientras haya un sólo pecador, una sola oveja descarriada no
    podemos descansar tranquilamente, pues el Señor nos ha enviado a buscar y a
    salvar todo lo que se había perdido. Sólo aquel que se cierre al amor de
    Dios y al amor del prójimo será consumido sin esperanza alguna. Que
    nosotros no seamos responsables de tal desgracia a causa de nuestras
    flojeras o miedos que pudieran llevarnos a encerrar debajo de nuestros
    temores o comodidades personales la luz que Dios nos ha confiado. Mal.
    3, 19-20. 
 
Dios, en Cristo Jesús, se ha
    levantado victorioso sobre sus enemigos, sobre el pecado y la muerte que se
    habían posesionado de la principal de las obras de Dios: el hombre. Que
    todo y todos alabemos al Señor, no sólo con la música de instrumentos, sino
    entonando un nuevo cántico nacido del corazón libre ya de la maldad. Ese
    cántico que elevamos al Señor no es sólo con la voz, sino de un modo
    especial con nuestras buenas obras, que brotan de un corazón que ha sido
    renovado en Cristo Jesús. Abramos las puertas de nuestra vida al Redentor,
    que día a día se acerca a nosotros como Salvador y como Aquel que ha de
    Reinar en nosotros. La Iglesia, teniendo en sí misma la presencia de su
    Señor, ha de convertirse en un signo de Él mediante la justicia y la
    rectitud con que rija a las naciones. Esto no puede llevarnos a querer
    adquirir un poder político, pues el Reino de Dios no es de este mundo ni
    conforme a los criterios del mismo. El Reino de Dios llega al corazón del
    hombre para transformarlo de pecador en justo, y para enviarlo a trabajar
    en el mundo como un signo del amor, de la santidad, de la justicia y de la
    rectitud que proceden de Dios. Sal.
    98 (97). 
 
. El anuncio del Evangelio no puede
    desligar a la persona de aquel mandato dado al hombre desde el principio:
    "Con el sudor de tu frente comerás el pan." Y aun cuando se nos
    dice que el obrero tiene derecho a su propio salario, refiriéndose al
    derecho de que los que anuncian el Evangelio sean sustentados por la
    Comunidad, sin embargo no podemos convertirnos en mercaderes del Evangelio.
    Por otra parte: ¿Hasta dónde realmente proclamamos, con toda lealtad, el
    Nombre del Señor? ¿Trabajamos denodadamente a favor del Evangelio? Pues
    suele suceder que algunos, entrometiéndose en todo, se contentan con un
    anuncio del Evangelio hecho sin la Fuerza que viene de lo alto por no haber
    meditado la Palabra de Dios, y por no haberla hecho una experiencia
    personal antes de anunciarla a los demás. Si sólo predicamos, pero no somos
    testigos del Señor, no podemos decir que estemos colaborando por el Reino
    de Dios sino que sólo buscamos nuestros propios intereses. 2Tes. 3, 7-12 
 
Volverá el Señor. Entonces
    llegará a su plenitud nuestra salvación, nuestra liberación de todo aquello
    que nos esclavizaba al pecado y a la muerte. Por eso esperamos alegres el glorioso
    advenimiento del Señor. Pero ya desde ahora hemos de permitirle al Señor
    que no deje en nuestro corazón piedra sobre piedra de toda aquella
    construcción de maldad, que nosotros mismos pudimos levantar para alejarnos
    del amor a Dios y del amor al prójimo, pues la verdadera hermosura del
    hombre no es lo externo, sino el corazón, lleno del amor, de la vida y del
    Espíritu del Señor. No nos dejemos espantar ni angustiar por aquellos
    ilusos que piensan que la venida del Señor está cerca, pues Él siempre está
    junto a nosotros; y nuestra única preocupación ha de ser trabajar por su
    Reino y dar testimonio del Señor en cualquier ambiente o circunstancia en
    que se desarrolle nuestra vida. Pongámonos siempre en manos del Señor, para
    que no nosotros, sino Él sea quien realice su obra de salvación por medio
    nuestro. Sólo así la acción evangelizadora y pastoral de la Iglesia tendrá
    la suficiente fuerza salvadora capaz de transformar a las personas y las
    estructuras sociales, pues el Espíritu de Dios dará testimonio de la Verdad
    desde la Iglesia de Cristo. 
 
El Señor se ha hecho cercano y
    permanece en medio de su Pueblo por medio de la Eucaristía. Él viene con
    toda la sencillez que le da el haberse convertido para nosotros en Pan de
    Vida eterna. Él nos ha hablado por medio de la Escritura y parte para
    nosotros el Pan. Así lo reconocemos como el Dios que, lleno de
    misericordia, nos ama a pesar de que nuestro pasado pudo no ser muy recto
    en su presencia. Hoy Dios enciende nuestra vida con el Fuego de su
    Espíritu, pues nos quiere como Luz para el mundo y ocasión de alegría y de
    paz para todos los pueblos. Su amor permanece en nosotros. Por eso el
    Mensaje de salvación que transmite la Iglesia no lo basa en el miedo, sino
    en la Fe en Cristo, en la Esperanza de la Vida futura y en el amor que nos
    une como hermanos, teniendo a Cristo por Cabeza. Y esta unión con el Señor
    se hace realidad especialmente a través de la Eucaristía. A partir de este
    nuestro encuentro con el Señor, hemos de anunciar su Muerte, proclamar su
    Resurrección y esperar, llenos de paz y gozo, su glorioso advenimiento. Por
    eso la Iglesia, a una con el Espíritu, dice: ¡Ven, Señor Jesús! 
 
El Señor nos envía a anunciar su
    Evangelio. Él no quiere que alguno perezca, sino que todos se salven (1 Tim
    2,4). Por eso la Iglesia no puede darse reposo en el anuncio del Evangelio
    a tiempo y destiempo. Probablemente algunos rechazarán la Verdad y
    perseguirán al Enviado. La Iglesia está sujeta a las mismas persecuciones
    que padeció su Señor. Pero esto, en lugar de entristecernos o de angustiarnos,
    nos debe llenar de alegría, pues así tendremos oportunidad de dar razón de
    nuestra esperanza y de llegar a dar el testimonio supremo que podemos dar
    por Cristo. No ocultemos la Luz que el Señor ha encendido en nosotros. Que
    la Iglesia sea capaz de hacer que el Evangelio resuene hasta el último
    rincón del mundo. Perseveremos en la fe hasta el final. Si así lo hacemos
    entonces tenemos la Esperanza cierta de llegar a donde nos ha precedido
    Cristo, Cabeza y Principio de la Iglesia. Ojalá y sepamos entrometernos en
    todo, pero no tanto para acabarnos unos y otros mediante las críticas, sino
    para anunciar a Cristo en cualquier ambiente en que se desarrolle nuestra
    vida. 
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