LA ESPIRITUALIDAD DEL REINO

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Características de la espiritualidad del Reino.

Objetivo: Descubrir como comunidad el estilo de vida que el Evangelio nos propone para caminar juntos en el seguimiento de Jesús, animándonos mutuamente a vivir la esperanza cristiana.

Iluminación. La caridad, resumen de la ley. Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de ‘No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rom 13, 8- 10).

1.      La Palabra de vida.

El Evangelio de Marcos nos habla de unas señales que deben acompañar a los que crean en Jesús: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Éstos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. (Mc 16, 15). Para recordarlos la enseñanza de Jesús: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producirlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis” (Mt 7, 15. 20).

2.     La primera es la Verdad. 

Según las Palabras del Señor Jesús la Verdad es liberadora de toda clase de opresiones, explotaciones y de toda forma de esclavitud que son consecuencias de la falsedad, la mentira y el engaño. “La Verdad os hará libres” (Jn 8, 32.36) Libres para buscar la comunión con el prójimo, con el oprimido, con el marginado y con el excluido del “patrimonio común”; hombres y mujeres que viven al margen de su realización. Lo anterior nos descubre el sentido de las palabras de Jesús a la Samaritana: “Para adorar a Dios, ni en Garitzin ni en Jerusalén; a Dios se le adora en Espíritu y en verdad”. (cf Jn 4, 21) Según esto, el amor al prójimo ocupa la centralidad de la espiritualidad del Reino de acuerdo al mensaje de la Escritura: “El que Dice que ama a Dios que ame también a su prójimo” (1Jn 4, 21 ) “Todo el que práctica la justicia conoce a Dios y ha nacido de Dios” (1 Jn 3, 8-9) La mentira sería pretender vivir una relación intimista y cultual con Dios, sin tener en cuenta al prójimo; como también, pretender vivir cómodamente la fe, sin preocuparse por los menos favorecidos.

La Verdad evangélica nos lleva como de la mano a la “reconciliación” con Dios y con los marginados. La mentira nos hace ciegos, sordos y mudos; nos encierra en la indiferencia, en la apatía, nos hace individualistas y relativistas, dos enemigos modernos de la salvación, para muchos los más peligrosos. La mentira divide a la Sociedad y a la Iglesia en clases, en categorías, en grupos de poder: los que tienen, los que pueden y los que saben de frente o por encima de los que ni tienen, ni pueden ni saben. No olvidemos que la Iglesia es una Familia de iguales, en la cual todos somos hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, el Señor.

3.      La segunda es la Justicia.

Hacemos justicia a Dios cuando elegimos el “Camino” que Él nos propone para llevarnos a la Paz. Este camino es Cristo. Ha sido Él quien nos abrió el camino para llegar y entrar en la Casa del Padre y para que el Espíritu Santo viniera a nosotros y nos enseñara a ser “Comunidad fraterna”. Le hacemos justicia a Cristo cuando elegimos el camino que Él nos propone: El Amor, y el amor a los hermanos: “Ámense los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13, 34) Le hacemos justicia a los hermanos cuando los ayudamos a salir de la pobreza, de la explotación y de la miseria en la que se encuentran. Les ayudamos a remover los obstáculos y las barreras que impiden su realización personal, y a la misma vez, ponemos a su disposición los medios que ellos necesitan y que todos tenemos como “bendición de Dios”.

El Mayor acto de amor o de justicia que podemos hacerle a una persona pobre, no es, darle dinero o cosas; sino, ayudarle a ponerse en camino; a iniciarse en su proceso de realización humana. Una cosa es ser pobre y otra es ser miserable. La persona miserable es aquella que se niega a levantarse, sacudirse y ponerse en camino; todo lo quiere hecho y en la mano. Su más grande pobreza es no reconocer su dignidad humana o poner su vida en las manos de otros; que ellos sean los que piensan, decidan y actúen. Se auto justifican diciendo: mi pobreza, mi sufrimiento, mi situación actual es “la voluntad de Dios”. “Así nací, así soy y así voy a morir”.

4.      La tercera es la Libertad.

La liberación de la miseria humana, de los vicios, de tradiciones y costumbres que muchas veces lo único para lo que sirven es para empobrecer a los pueblos, es una señal de los tiempos Mesiánicos: “Los ciegos, ven, los sordos oyen, los mudos hablan, los leprosos quedan limpios, los cojos caminan, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia del Reino” (cf Lc 7, 22) Un ejemplo lo encontramos en el ciego de Jericó, llamado Bartimeo. Éste no pidió dinero, ni grandezas humanas, solo una cosa: “Que yo vea”. (Lc 18, 41) La espiritualidad del Reino es liberadora y reconciliadora, promotora de la “dignidad humana” y defensora de los “derechos humanos”. Exige, no solo eliminar el mal del corazón del hombre, sino también, ha de haber una denuncia profética de las injusticias sociales, aún, acosta de irritar a los promotores del desorden establecido. La misión profética de la Iglesia debe defender y concientizar a los pobres protestando contra la pobreza que es fruto de todas las injusticias. A los pobres también se les evangeliza, se les promueve y se les defiende.

5.      La cuarta característica es la Solidaridad evangélica.

El Concilio Vaticano II nos dice que la espiritualidad apostólica libera de todo individualismo a los hombres para integrarlos en el contexto más amplio del Plan de Dios: “Fue voluntad de Dios en salvar y santificar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que lo confesara y le sirviera santamente” (LG 9). El servicio a Dios pide servirle con el amor que nace de un corazón limpio, de una fe sincera y de una conciencia recta (1 Tim 1, 5). No se trata de una solidaridad de grupo o de partido, sino, humana y por lo tanto evangélica, no excluye a nadie. Solidaridad con todos los que pertenecen a la familia humana, sin importar el color de la piel, el credo religioso o el status social.

Todos son invitados a vivir intensamente los lazos de una fraternidad evangélica semejante a la comunidad primitiva, que es presentada como la “comunidad ideal” en la cual se presentan algunos componentes que son la fuerza que da consistencia a la estructura de toda comunidad que pretenda ser solidaria con la “Comunidad Apostólica: “La docilidad al Espíritu que habla y enseña por medio de los Apóstoles; la comunión de bienes que hace que nadie pase necesidades; una vida centrada en la Eucaristía y en la oración como expresión de que la comunidad se identifica y camina en Cristo, el Señor, único Mediador entre Dios y los hombres; una comunidad fiel y dócil al Espíritu que distribuye los Carismas que crecen con el uso de su ejercicio cuando son puestos al servicio del bien común en la edificación de la Iglesia. (cf Hech 2, 42ss) La solidaridad es fruto de la Comunión de amor con el Señor, con la Iglesia y con todo el género humano (NMI # 42).

6.      La Quinta característica del Reino es la lucha espiritual.

En el Padre Nuestro rezamos: “No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal” (Mt 6, 13) En otro contexto Jesús nos dice: “El reino de los cielos está en tensión y es de los que lo arrebatan” (cf Lc 16, 16) “Velen y oren para no caer en tentación” (Mt 26, 41) La lucha espiritual entre “reinos” no es entre ángeles y demonios, al menos no solamente, sino que todo hombre que quiera crecer en Cristo, vivir en la voluntad de Dios y alcanzar la santidad a la que Dios le ha llamado, tiene necesariamente que luchar contra toda realidad que impida el crecimiento del Reino en su corazón. La lucha es contra el pecado y sus aliados: mundo, maligno y carne (cf Ef 2, 1-3). Las armas para la lucha son las “armas de Dios”, llamadas también “armas de luz” (Rm 13, 12; Ef 6, 11) entre las cuales ocupa un lugar privilegiado la “Oración” recomendada por el Señor Jesús. La finalidad de la lucha es establecer el Reino de Dios, aquí y ahora; es “el vivir como hijos de la Luz, como hijos de Dios” (Ef 5, 9) desde esta vida, y no dejarlo para después de la muerte.


La primera carta de san Juan es un auténtico tratado de espiritualidad cristiana, y por lo tanto, del Reino. Para vivir como hijos de la Luz e hijos de Dios, el Espíritu Santo recomienda a todos los que ya están en comunión con Cristo cuatro cosas: “Romper con el pecado” (1 Jn 1, 5 -2,2; 3, 3- 9). “Guardar los Mandamientos, especialmente, el del amor” (1 Jn 2, 3-11; 3, 10- 24). “Cuidarse del mundo” (1 Jn 2, 12- 17; 5, 4- 6) y “Cuidarse de los anticristos” (1 Jn 2, 18- 27; 4, 1- 6) La lucha en el corazón del cristiano es una realidad, la victoria, una posibilidad: “Todo el que es hijo de Dios vence al mundo; y ésta la victoria que venció al mundo: nuestra fe” (1Jn 5, 4)

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