LAS TRES HOGUERAS DEL FUEGO DEL ESPÍRITU PARA QUEMAR.
1. He venido a encender el Fuego.
“He venido a encender un fuego y como ardo en deseos de verlo arder.” Es el único fuego que puede destruir de raíz toda la basura que se anida en nuestros corazones; todo aquello que nos hace daño, nos enferma y nos da muerte, el pecado, y que a la vez, impide que nuestras relaciones con Dios y con los demás sean sanas, fuertes y armoniosas. Jesús Nuestro Señor nos habla acerca del sentido de su venida a este mundo: Viene a purificar el “Templo de su Padre” para que sea “Casa de oración” y no “cueva de ladrones.
“Todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de Dios” (cf 1ª de Cor. 4,7).Es cierto que son muchas las cosas negativas que tenemos en nosotros, sin embargo, sabemos que nuestro corazón está lleno de las semillas que el Sembrador ha depositado con mucho amor y confianza en nosotros, pero para que funcione el corazón nuevo hemos de hacer morir el corazón viejo, tenemos que morir a nosotros mismos. Lo que exige encender en nosotros con el “el fuego del Espíritu” algunas hogueras donde demos muerte a todo lo que no da gloria a Dios en nosotros.
2. Cultivar vuestro corazón.
“Cultivad el barbecho y no sembréis entre cardos. Circuncidaos para Yahveh y quitad el prepucio de vuestro corazón” (Jer. 4, 3-4). Con toda claridad el profeta nos dice de que campo se trata: del corazón humano, sólo después de haberlo limpiado Dios puede manifestarse y actuar en él como en su propia casa. El profeta nos da pautas para que podamos comprender el porque no vemos frutos buenos en nuestra vida. En vez del amor aparece el resentimiento, el desprecio, el rechazo a los demás; no nos dejamos querer por los otros y hasta llegamos decir los otros son malos; nadie nos quiere. Rezamos, leemos la Biblia y queremos frutos inmediatos. Otras veces queremos cosechar donde no hemos sembrado: El Evangelio nos dice: “lo que se siembra es lo que se cosecha”. La parábola del sembrador nos dice que solamente habrá buenos frutos en aquella tierra que se cultive (Mt. 13, 1-13).
3. El que no trabaje que no coma.
Todo buen agricultor sabe lo que el cultivo de una tierra implica para que llegue a dar buenos frutos: La limpia, la quema y el ablandar la tierra, la siembra, el riego y más. “Toda planta que mi Padre no ha sembrado será arrancada y echada fuera”. (Mt. 12, 40)Nosotros tenemos que cultivar el pequeño campo de nuestro corazón. El Evangelio nos dice que todo lo que no sirve debe sacarse fuera y quemarse. Sabemos que de Dios solo hemos recibido lo bueno, lo malo viene de otra parte. ¿De dónde viene lo malo? El Evangelio nos dice que la mala cizaña fue sembrada en nuestros corazones por el “enemigo”, mientras los trabajadores dormían. (cf. Mt. 13, 24ss) Todo espíritu que no viene de la fe (Rom 14, 23) debe ser arrancado, echado fuera y al fuego. Hagamos algunas hogueras con el Fuego del Espíritu.
4. La primera hoguera: los juicios negativos
¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿Cómo te atreves a despreciarlo?...Por tanto dejemos ya de criticarnos los unos a los otros (Romanos 14,10. 14).La crítica lleva porciones de odio y de envidia; el otro o los otros nos estorban y hay que destruirlos. Los juicios hostiles, cargados de enemistad y condena son los espinos de los que hablaba el profeta Jeremías; hay que arrancarlos, echarlos fuera y quemarlos: librar de ellos nuestro corazón. La enseñanza de Jesús nos dice:
a)
La gravedad de los juicios.
¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo? (Sant 4,12) Quien juzga a su hermano usurpa el lugar de Dios. Solo Dios puede juzgar porque conoce los secretos del corazón y la finalidad de cada acción. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasa en el corazón del hombre? La mayoría de las veces juzgamos por la apariencias, y la medida de nuestros juicios son nuestros criterios torcidos.
“Quién conoce lo íntimo del corazón del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él?” (1ª de Cor. 2,11). Juzgar al hermano es meterse en los terrenos que solo le competen a Dios. Los judíos juzgaron a la mujer adúltera y la condenaron, Jesús, la acoge, la perdona y la sana del miedo y del pecado que había en su corazón. Los fariseos eran legalistas y rigoristas, Jesús en cambio es misericordioso.
“No tienes excusa quien quiera que seas cuando juzgas a los demás, pues juzgando a otros tú mismo te condenas, ya que haces esas mismas cosas que tu juzgas” (Rom. 2, 1). Todos sabemos que al que escupe para arriba en la cara le cae la saliva, es decir, aquello que nosotros juzgamos y condenamos, un día más pronto o más tarde, lo estamos haciendo: así el avaro condena la avaricia, el sensual ve por todas partes pecado de lujuria, y el orgulloso descubre pecados de orgullo por todos lados. Con razón la Escritura nos dice: “El afuera depende del adentro:” “Para el que está limpio todo es limpio, mientras que para el que está sucio, todo está sucio”.
Por otro lado nadie pude vivir sin juzgar. En nosotros, el juicio está implícito aún en una mirada. Observamos, miramos, escuchamos una cosa y damos nuestro juicio. Lo que tenemos que hacer es quitar el veneno de nuestro juicio, quitar el desprecio, remover la condena. Un ejemplo de un recto y sano juicio lo encontramos en san Pablo:
“Digo la verdad como cristiano y mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento al afirmar que me invade una gran tristeza y es continuo el dolor de mi corazón. Desearía, incluso, verme yo mismo separado de Cristo como algo maldito por el bien de mis hermanos de raza.” (Rom. 9, 1-3). Pablo sabe ante Dios y ante su conciencia que los ama, con un amor sincero y sin fingimiento. Este es el campo que tenemos que trabajar: no juzgar sino hemos alcanzado un grado de madurez en la caridad. Humillarnos, reconocerlo y no sorprendernos si la corrección no produce frutos inmediatos.
Dios quiere corregirnos al mismo tiempo que corregimos a los demás. Permite que veamos los errores de los demás para que descubramos los nuestros. A Dios le interesa nuestra corrección, más que cualquier otra cosa. El quiere que nos demos cuenta que nuestros juicios tienen que ser a la luz del amor, y que a la vez tengamos el firme deseo de quitar la viga de nuestro ojo antes de querer quitar la brizna del ojo ajeno. Es decir, hay que remover el resentimiento, la envidia de nuestro interior. ¿Puede alguno de nosotros dejar que otro le quiera quitar con violencia algo de los ojos? Que con violencia llegue y meta los ojos como si estuviera arrancando yerba.
b) El valor del auto estima.
“Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando cada uno más a los otros” (Rom. 12, 9-10). La autoestima define nuestra caridad interior hacia los otros. El Mandamiento de Dios nos dice: “Ama al prójimo como a ti mismo” (cf. Mt. 22, 39) Sabemos que esto no lo podemos hacer sin la gracia divina “Sin nada podéis hacer” (Jn. 15, 5-7) ya que el amor humano se encuentra con el egoísmo que invade nuestros corazones. No obstante, tengamos la gracia de Dios, necesitamos “Minimizar” en la manera de valorar nuestras virtudes. Una tendencia que siempre está viva en nosotros es la de sobre valorarnos y resaltar las virtudes que tenemos, y esto nos hace entrar en competencias con los demás y verlos como adversarios nuestros.
5. La segunda hoguera: Los pensamientos y sentimientos de menosprecio hacia los hermanos.
“No os estiméis más de lo debido”. (Rom. 12, 3). ¿De dónde vienen? De nuestros propios criterios. Minimizar, en el campo de las relaciones fraternas significa no apreciarnos demasiado a nosotros mismos, para que no pensemos que tenemos más valor que el hermano. Quien tiene una idea demasiado elevada de sí mismo, es como quien tiene una fuerte e intensa luz en sus ojos que le impide ver durante la noche; no puede ver las luces de los hermanos, solo ve las suyas. Minimizar significa reducir nuestro tamaño y aumentar el de los hermanos. Juan El Bautista de frente a Cristo Jesús dijo: “Es necesario que yo disminuya para que El crezca”. (Jn. 3,34)
En todo esto hemos de tener
presente “El encuentro entre “dos
leyes”. Por un lado la “Ley del
Talión” y por otro lado “la Ley de
Cristo”. La ley del Talión te dice: has a los demás lo que los demás te
hacen a ti: “ojo por ojo, diente por
diente”. A la luz del Nuevo Testamento esto es incorrecto. La nueva ley del
Amor no consiste en hacer lo que los demás te hacen, sino en hacer a los demás
lo que Dios ha hecho contigo. Escuchemos al Espíritu Santo decirnos: “Amad
a vuestros enemigos y rogad por los que
os persiguen”. (Mt. 5, 44).
No hay lugar para la Ley del Talión, Jesús ha venido a darle plenitud a la Ley.
Él nos enseña con su vida lo que dice y lo que hace.
a) Amor son acciones y no palabras bonitas.
Existen dos
realidades que no pueden contradecirse, sino complementarse y servir a la
verdad: “No amar solo de palabra y con la
boca” (cf 1 Jn. 3, 18), pero debemos amar también con las palabras y con la
boca. Las lenguas nuevas son amables, limpias y veraces cuando Jesús está en
nuestros corazones, cuando la verdad está en nosotros. Jesús le pregunta a
Pedro: Pedro, ¿me amas? Y se lo
pregunta tres veces, y a cada pregunta el Apóstol responde con sencillez: “Señor tú sabes que te amo”. (Jn 21).
El profeta Isaías nos habla también palabras amables: “Eres de gran valor, eres precioso a mis ojos y yo te amo” (Is. 43,5)
b) El
poder de las palabras.
“La lengua
siendo un miembro pequeño puede gloriarse de grandes cosas”. Mirad que pequeño
fuego abraza un bosque tan grande (cf. Snt. 3, 1-12) El hombre puede con sus palabras
construir y también puede destruir; dar vida o dar muerte. Puede hablar para
bien o para mal, dependiendo de lo que lleva en su interior, de sus intenciones
y del sentido que le da a su vida. “Que no salga de vuestra boca palabras
groseras, si algo decís, que sea bueno, oportuno, constructivo y provechoso
para los que os oyen” (Ef. 4, 29) A cuanta gente mata la lengua. A los más sensibles
las palabras duras los mortifican, es decir, les dan muerte, los matan.
c) La clave del cambio.
“Vigilad y orad”. La clave para
el cambio en la manera de hablar es “la
vigilancia acompañada de oración”. Vigilar es estar atentos para poder
circuncidar los labios; para llegar a exorcizar el mal del corazón. No es
difícil aprender a distinguir las palabras buenas de las palabras malas. La
buenas dan gloria da Dios y edifican al prójimo; en cambio las malas dan gloria
al hombre. Es fácil ver cuando alguien se predica a sí mismo. Las palabras
negativas destruyen, aplastan y matan.
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