LAS TRES HOGUERAS DEL FUEGO DEL ESPÍRITU PARA QUEMAR.

 


 LAS TRES HOGUERAS DEL FUEGO DEL ESPÍRITU PARA QUEMAR.

 Iluminación: Jesús dijo a sus discípulos: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! (Lc 12, 49)

1.     He venido a encender el Fuego.

 “He venido a encender un fuego y como ardo en deseos de verlo arder.” Es el único fuego  que puede destruir de raíz toda la basura que se anida en nuestros corazones; todo aquello que nos hace daño, nos enferma y nos da muerte, el pecado, y que a la vez, impide que nuestras relaciones con Dios y con los demás sean sanas, fuertes y armoniosas. Jesús Nuestro Señor nos habla acerca del sentido de su venida a este mundo: Viene a purificar el “Templo de su Padre” para que sea “Casa de oración” y no “cueva de ladrones. 

“Todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido de Dios” (cf 1ª de Cor. 4,7).Es cierto que son muchas las cosas negativas que tenemos en  nosotros, sin embargo, sabemos que nuestro corazón está lleno de las semillas que el Sembrador ha depositado con mucho amor y confianza en nosotros, pero para que funcione el corazón nuevo hemos de hacer morir el corazón viejo, tenemos que morir a nosotros mismos. Lo que exige encender en nosotros con el el fuego del Espíritu algunas  hogueras donde demos muerte a todo lo que no da gloria a Dios en nosotros.

2.     Cultivar vuestro corazón.

“Cultivad el barbecho y no sembréis entre cardos. Circuncidaos para Yahveh y quitad el prepucio de vuestro corazón” (Jer. 4, 3-4). Con toda claridad el profeta nos dice de que campo se trata: del corazón humano, sólo después de haberlo limpiado Dios puede manifestarse y actuar en él como en su propia casa. El profeta nos da pautas para que podamos comprender el porque no vemos frutos buenos en nuestra vida. En vez del amor aparece el resentimiento, el desprecio, el rechazo  a los demás; no nos dejamos querer por los otros y hasta llegamos decir los otros son malos; nadie nos quiere. Rezamos, leemos la Biblia y queremos frutos inmediatos.  Otras veces queremos cosechar donde no hemos sembrado: El Evangelio nos dice: “lo que se siembra es lo que se cosecha”. La parábola del sembrador nos dice que solamente habrá buenos frutos en aquella tierra que se cultive (Mt. 13, 1-13).

3.     El que no trabaje que no coma.

Todo buen agricultor sabe lo que el cultivo de una tierra implica para que llegue a dar buenos frutos: La limpia, la quema y el ablandar la tierra, la siembra, el riego y más. “Toda planta que mi Padre no ha sembrado será arrancada y echada fuera”. (Mt. 12, 40)Nosotros tenemos que cultivar el pequeño campo de nuestro corazón. El Evangelio nos dice que todo lo que no sirve debe sacarse fuera y quemarse. Sabemos que de Dios solo hemos recibido lo bueno, lo malo viene de otra parte. ¿De dónde viene lo malo? El Evangelio nos dice que la mala cizaña fue sembrada en  nuestros corazones por el “enemigo”, mientras los trabajadores dormían. (cf. Mt. 13, 24ss) Todo espíritu que no viene de la fe (Rom 14, 23) debe ser arrancado, echado fuera y al fuego. Hagamos algunas hogueras con el Fuego del Espíritu.

4.     La primera hoguera: los juicios negativos

¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿Cómo te atreves a despreciarlo?...Por tanto dejemos ya de criticarnos los unos a los otros  (Romanos 14,10. 14).La crítica lleva porciones de odio y de envidia; el otro o los otros nos estorban y hay que destruirlos. Los juicios hostiles, cargados de enemistad y condena son los espinos de los que hablaba el profeta Jeremías; hay que arrancarlos, echarlos fuera y quemarlos: librar de ellos nuestro corazón. La enseñanza de Jesús nos dice:

 “Porque de dentro, del corazón del hombre salen las intenciones malas intenciones: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude. Libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23) Los juicios que hacemos dependen en gran parte de lo que llevamos dentro.

 “No juzguéis, para que no seáis juzgados” con la medida que midáis seréis medidos. (Mt. 7,1).El sentido fuerte de estas palabras no es: no juzguéis a los hombres para que ellos no los juzguen a ustedes, sino y mas bien: no juzguéis a los hombres para que Dios no os juzgue a vosotros. Mejor aún, no juzgues a tu hermano porque Dios no te ha juzgado a ti. ¿Cómo es que miras la brizna en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? (Mt. 7,3). El Señor compara el pecado del hermano juzgado como una brizna, mientras que el pecado del que juzga como la viga, es decir, es de proporciones mayores, es mucho más grave.

 Por otro lado, podemos decir, que tan malo es juzgar mal a los demás como juzgarse mal a sí mismo. Esto equivale a no verse con los ojos de Dios, ni pensarse como El nos piensa. Cuando se tiene una imagen falsa de sí mismo, uno tiende a condenarse a sí mismo; se cree inferior a los demás; no se sabe amado, ni por Dios ni por los otros; se le da un rumbo equivocado a la vida. Este tipo de juicios deben ir también a la hoguera y entre más pronto mejor. 

a) La gravedad de los juicios.

¿Quién eres tú para juzgar a tu prójimo? (Sant 4,12) Quien juzga a su hermano usurpa el lugar de Dios. Solo Dios puede juzgar porque conoce los secretos del corazón y la finalidad de cada acción. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasa en el corazón del hombre? La mayoría de las veces juzgamos por la apariencias, y la medida de nuestros juicios son nuestros criterios torcidos.

“Quién conoce lo íntimo del corazón del hombre a no ser el mismo espíritu del hombre que está en él?” (1ª de Cor. 2,11). Juzgar al hermano es meterse en los terrenos que solo le competen a Dios. Los judíos juzgaron a la mujer adúltera y la condenaron, Jesús, la acoge, la perdona y la sana del miedo y del pecado que había en su corazón. Los fariseos eran legalistas y rigoristas, Jesús en cambio es misericordioso.

“No tienes excusa quien quiera que seas cuando juzgas a los demás, pues juzgando a otros tú mismo te condenas, ya que haces esas mismas cosas que tu juzgas” (Rom. 2, 1).  Todos sabemos que al que escupe para arriba en la cara le cae la saliva, es decir, aquello que nosotros juzgamos y condenamos, un día más pronto o más tarde, lo estamos haciendo: así el avaro condena la avaricia, el sensual ve por todas partes pecado de lujuria, y el orgulloso descubre pecados de orgullo por todos lados. Con razón la Escritura nos dice: “El afuera depende del adentro:” “Para el que está limpio todo es limpio, mientras que para el que está sucio, todo está sucio”. 

Por otro lado nadie pude vivir sin juzgar. En nosotros, el juicio está implícito aún en una mirada. Observamos, miramos, escuchamos una cosa y damos nuestro juicio. Lo que tenemos que hacer es quitar el veneno de nuestro juicio, quitar el desprecio, remover la condena. Un ejemplo de un recto y sano juicio lo encontramos en san Pablo: 

“Digo la verdad como cristiano y mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento al afirmar que me invade una gran tristeza y es continuo el dolor de mi corazón. Desearía, incluso, verme yo mismo separado de Cristo como algo maldito por el bien de mis hermanos de raza.” (Rom. 9, 1-3).  Pablo sabe ante Dios y ante su conciencia que los ama, con un amor sincero y sin fingimiento. Este es el campo que tenemos que trabajar: no juzgar sino hemos alcanzado un grado de madurez en la caridad. Humillarnos, reconocerlo y no sorprendernos si la corrección no produce frutos inmediatos.

Dios quiere corregirnos al mismo tiempo que corregimos a los demás. Permite que veamos los errores de los demás para que descubramos los nuestros. A Dios le interesa nuestra corrección, más que cualquier otra cosa. El quiere que nos demos cuenta que nuestros juicios tienen que ser a la luz del amor, y que a la vez tengamos el firme deseo de quitar la viga de nuestro ojo antes de querer quitar la brizna del ojo ajeno. Es decir, hay que remover el resentimiento, la envidia de nuestro interior. ¿Puede alguno de nosotros dejar que otro le quiera quitar con violencia algo de los ojos? Que con violencia llegue y meta los ojos como si estuviera arrancando yerba.

b)    El valor del auto estima.

“Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando cada uno más a los otros” (Rom. 12, 9-10). La autoestima define nuestra caridad interior hacia los otros. El Mandamiento de Dios nos dice: “Ama al prójimo como a ti mismo” (cf. Mt. 22, 39) Sabemos que esto no lo podemos hacer sin la gracia divina “Sin nada podéis hacer” (Jn. 15, 5-7) ya que el amor humano se encuentra con el egoísmo que invade nuestros corazones. No obstante,  tengamos la gracia de Dios, necesitamos “Minimizar” en la manera de valorar nuestras virtudes. Una tendencia que siempre está viva en nosotros es la de sobre valorarnos y  resaltar las virtudes que tenemos, y esto nos hace entrar en competencias con los demás y verlos como adversarios nuestros.

5.     La segunda hoguera: Los pensamientos y sentimientos de menosprecio hacia los hermanos.

“No os estiméis más de lo debido”. (Rom. 12, 3). ¿De dónde vienen? De nuestros propios criterios. Minimizar, en el campo de las relaciones fraternas significa no apreciarnos demasiado a nosotros mismos, para que no pensemos que tenemos más valor que el hermano. Quien tiene una idea demasiado elevada de sí mismo, es como quien tiene una fuerte e intensa luz en sus ojos que le impide ver durante la noche; no puede ver las luces de los hermanos, solo ve las suyas. Minimizar significa reducir nuestro tamaño y aumentar el de los hermanos. Juan El Bautista de frente a Cristo Jesús dijo: “Es necesario que yo disminuya para que El crezca”. (Jn. 3,34)

 Todo hombre ciego o corto de vista, es decir, aquel que no tenga suficiente caridad en su interior, maximiza los defectos de los demás y minimiza los suyos, pero al mismo tiempo engrandece sus valores  y empequeñece o desconoce los de los demás. La crítica no es otra cosa que querer aumentar la propia imagen al precio de destruir  a los otros. Debemos aprender a sostener nuestra estima, un término medio, los extremos son enfermizos. No es bueno querer estar siempre en el banquillo del juez lanzando juicios negativos y destructivos; tratemos de mantener nuestro yo, con dulzura y decisión en el banquillo de los acusados para que podamos crecer tanto en la humildad como en la caridad. 

En todo esto hemos de tener presente “El encuentro entre “dos leyes”. Por un lado la “Ley del Talión” y por otro lado “la Ley de Cristo”. La ley del Talión te dice: has a los demás lo que los demás te hacen a ti: “ojo por ojo, diente por diente”. A la luz del Nuevo Testamento esto es incorrecto. La nueva ley del Amor no consiste en hacer lo que los demás te hacen, sino en hacer a los demás lo que Dios ha hecho contigo. Escuchemos al Espíritu Santo decirnos: “Amad a vuestros enemigos  y rogad por los que os persiguen”. (Mt. 5, 44). No hay lugar para la Ley del Talión, Jesús ha venido a darle plenitud a la Ley. Él nos enseña con su vida lo que dice y lo que hace.

 “Del mismo modo como Dios os perdonó, perdonad también vosotros” (Col. 3, 13).  La medida del perdón que recibimos es el perdón que damos. La Ley del Talión genera muerte, la Ley de Cristo es vida y genera vida. “Haced a los demás, lo que queráis que los demás os hagan a vosotros” (cf. Mt. 7, 12). Los demás pueden ser punto de referencia, pero, es muy importante tener siempre presente la “regla de oro”: La clave es que no son los otros con quien tengo que medirme, sino con Dios y conmigo mismo. Lo demás es pura distracción, y es cosa de los otros. Pablo nos presenta un sano criterio para tener siempre presente: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. (Fil. 2, 5) Si Dios nos pide esto, es porque antes Él nos amó primero; entonces, puede ser posible. Recordemos que El nunca nos pide lo que antes no nos ha dado. Lo que para nosotros es imposible para el Señor, cuyo poder ni siquiera podemos imaginar, es posible. Con su Poder, es decir, con la fuerza del Espíritu Santo, nuestros pensamientos y sentimientos pueden ser cristianizados; nuestras relaciones  pueden ser fraternas.

 6.     La tercera hoguera: las palabras groseras y agresivas.

 “De la abundancia del corazón habla la boca”. (Mt. 12, 34).En el ámbito de la vida espiritual, de los juicios, de los pensamientos, sentimientos de la estima y de las obras de caridad existe el ámbito de las palabras. Se habla por hablar. La boca es la espía del corazón.

a)     Amor son acciones y no palabras bonitas.

Existen dos realidades que no pueden contradecirse, sino complementarse y servir a la verdad: “No amar solo de palabra y con la boca” (cf 1 Jn. 3, 18), pero debemos amar también con las palabras y con la boca. Las lenguas nuevas son amables, limpias y veraces cuando Jesús está en nuestros corazones, cuando la verdad está en nosotros. Jesús le pregunta a Pedro: Pedro, ¿me amas? Y se lo pregunta tres veces, y a cada pregunta el Apóstol responde con sencillez: “Señor tú sabes que te amo”. (Jn 21). El profeta Isaías nos habla también palabras amables: “Eres de gran valor, eres precioso a mis ojos y yo te amo” (Is. 43,5) 

b)    El poder de las palabras.

“La lengua siendo un miembro pequeño puede gloriarse de grandes cosas”. Mirad que pequeño fuego abraza un bosque tan grande (cf. Snt. 3, 1-12) El hombre puede con sus palabras construir y también puede destruir; dar vida o dar muerte. Puede hablar para bien o para mal, dependiendo de lo que lleva en su interior, de sus intenciones y del sentido que le da a su vida.  “Que no salga de vuestra boca palabras groseras, si algo decís, que sea bueno, oportuno, constructivo y provechoso para los que os oyen” (Ef. 4, 29) A cuanta gente mata la lengua. A los más sensibles las palabras duras los mortifican, es decir, les dan muerte, los matan.

 El corazón es el manantial de las buenas o de las malas palabras, pero tengamos presente lo que nos dice el Espíritu Santo: De una misma fuente no puede salir agua dulce y agua mala. Los amores fingidos, por muy bonitas palabras que digan, corren siempre el peligro de ser palabras vacías de vida; cambiemos nuestro corazón para que seamos siempre auténticos y sinceros con Dios, con los demás y con nosotros  mismos. Si tuviéramos presente estas palabras del Apóstol en menos tiempo nuestras palabras serían más amables, limpias y sinceras; llenas de optimismo y de fuerza constructora. Podríamos a la vez consolar, dar ánimo y alegría a quienes nos escuchan. Pongamos en esta tercera  hoguera toda palabra grosera y agresiva: críticas, chismes, murmuraciones, palabras llenas de envidia, odio, rencor; es decir, palabras impuras que no tienen el buen olor de Cristo.

c)     La clave del cambio.

“Vigilad y orad”. La clave para el cambio en la manera de hablar es “la vigilancia acompañada de oración”. Vigilar es estar atentos para poder circuncidar los labios; para llegar a exorcizar el mal del corazón. No es difícil aprender a distinguir las palabras buenas de las palabras malas. La buenas dan gloria da Dios y edifican al prójimo; en cambio las malas dan gloria al hombre. Es fácil ver cuando alguien se predica a sí mismo. Las palabras negativas destruyen, aplastan y matan.

 En un primer momento una palabra mala puede salir de la boca y después habrá que retirarla con un acto de excusa y de reparación; luego, poco a poco seremos capaces de retenerla en la punta de la lengua, hasta que tengamos pleno control y demos lugar solo a palabras buenas que justifiquen conforten y hagan valer el “yo” de los hermanos. Entonces podemos decir: “Que don tan hermoso para la familia y para la comunidad; que aporte tan bello para la caridad fraterna. Es un don de Dios, porque sabemos que cundo amamos con el corazón es Dios quien ama en nosotros: “Purificaré tus labios” (Os. 2, 16ss), Me gusta recordar este texto del profeta Óseas: No podemos con la misma boca bendecir a Dios y maldecir al hermano, “de una misma fuente no puede salir agua dulce y agua amarga a la misma vez” (Sant 3, 11) El Señor cuando se lo pedimos manda a nosotros un ángel para que queme la impureza de nuestros labios (cf Is 6,6) y nos da la gracia de su Espíritu para que realiza el cambio del corazón.

 “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir, y para educar en la justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena” (Tim 3, 16-17). De la calidad de nuestras palabras dependerá el bien o el mal que sembremos en los demás. La vida cristiana es siempre una invitación a pedirle a Dios que ponga un guardián en nuestros labios. “Para que no salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea necesaria para edificar según la necesidad y hacer crecer a los que os escuchen “No entristezcáis al Espíritu Santo con el que ustedes han sido sellados para distinguirlos como propiedad de Dios el día que Él les dé la liberación definitiva. Alejen de ustedes la amargura, las pasiones, los enojos, los gritos, los insultos y toda clase de maldad” ” (Ef 4, 29-31)

 Que nuestras palabras sean amables, limpias y veraces para que animen, consuelen, liberen, salven, enseñen y corrijan. Que nunca dividan, confundan, manipulen aplasten y maten a los demás. Pidamos al Señor una lengua nueva, unida a in corazón nuevo.

 

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