EL CULTO
CRISTIANO PIDE JUSTICIA Y OBEDIENCIA.
En
Isaías se denuncia la vaciedad de un ayuno sin sentido: "Es que el día en
que ayunábais, buscábais vuestro negocio y explotabais a todos vuestros
trabajadores. Es que ayunáis para litigio y pleito y para dar puñetazos al
desvalido" (Is 58, 3-4). Cristo confirma el veredicto del profeta:
"Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de
mí" (Mt 15, 8). También El declara la inutilidad de una religión meramente
exterior: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en el Reino
de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7,
21).
Ya desde el principio
de su libro, Isaías, había profetizado contra el culto exterior del pueblo, un
culto sin justicia y sin obediencia: “No sigáis
trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable. Novilunio,
sábado, convocatoria: no tolero falsedad y solemnidad. Vuestros novilunios y
solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta
llevar. Y al extender vosotros vuestras palmas, me tapo los ojos por no veros.
Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre
llenas: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista,
desistid de hacer el mal”. (Is 1, 12- 16)
Un culto sin justicia y sin obediencia es como una fe sin obras (Snt 2, 14) La justicia nos lleva al amor fraterno y a la caridad,
amor a Dios y amor al prójimo. La moral bíblica tiene dos principios que son
irrenunciables: “Hacer el bien y rechazar el mal”. “Aprended a hacer el bien,
buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano,
abogad por la viuda. Venid, pues, y disputemos - dice Yahveh -: Así fueren vuestros
pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el
carmesí, cual la lana quedarán. Si aceptáis obedecer, lo bueno de la tierra
comeréis. (Is 1,17 19)
Lo primero es limpiar el corazón: El sacrificio a Dios es un
espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.
(Slm 51, 19) Nos acoge, nos perdona, nos reconcilia y nos salva. Para luego
ofrecer un sacrificio de acción de gracias con un corazón lavado en la fuente
de la misericordia de Dios, la sangre de Cristo (Ef1, 7) El libro del Eclesiástico
nos presenta tres sacrificios agradable a Dios. El sacrificio de acción de
gracias o de comunión que consiste en guardar los Mandamientos de la ley de
Dios. El sacrificio de alabanza que consiste en la práctica de la caridad, en
el compartir lo que tienes con los menos favorecidos. Y el tercer sacrificio es
el de expiación o renuncia al pecado. Estos sacrificios son gratos y agradables
a Dios por que llevan amor que brota de una fe sincera y de un corazón limpio
(1 de Tim 1, 5) Esto hace que tus sacrificios sean vivos, santos y agradables a
Dios (Rm 12, 1).
La enseñanza de Jesús se sigue la de los
profetas: "No todo el que me diga: 'Señor, Señor', entrará en
el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre
celestial" (Mt 7, 21). No hay obediencia ni justicia, sino pecado de
injusticia, no hay amor. Por eso podemos ser servidores o ministros de la
Iglesia y no ser gratos ni agradables al Señor. Tal como lo dice Jesús: “Apártense
de mí los que obran el mal” (Mt 7, 22. 23) La justicia y la obediencia piden
escuchar y obedecer la Palabra de Dios para construir la casa sobre Roca, sobre
Cristo nuestro Fundamento (Mt 7, 24; 1 de Cor 3,11)
Cristo confirma el
veredicto del profeta: "Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí" (Mt 15, 8). La verdadera religión pide Orar,
escuchar la Palabra de Dios y ponerla por obra (Lc 8, 28) Santiago nos dice que
la verdadera religión pide la práctica de la Caridad: Hazle justicia a la
viuda, al huérfano, al pobre y al extranjero y no te contamines, mantente
limpio de pecado (cf Snt 1,27)
El grito de los profetas: Así dice el Señor: «Israel, conviértete al
Señor Dios tuyo, porque tropezaste por tu pecado. Preparad vuestro discurso,
volved al Señor y decidle: «Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el
sacrificio de nuestros labios. (Os 14, 2ss) La conversión es la obra de Dios
y nuestra participación. Ayudados con su Gracia podemos convertirnos al Señor.
Lo primero es escuchar su Palabra que es luz que ilumina las tinieblas de nuestro
corazón y reconocemos nuestra pecaminosidad.
La conversión pide arrepentimiento sincero, de corazón, con
el propósito de no volver a ofender a Dios. Para luego entrar al juicio donde
Cristo crucificado vence al pecado, y con un corazón contrito decirle: Señor,
pequé perdóname. Jesús nos atrae con cuerdas de ternura y de misericordia y nos
dice: “«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo
os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo
es suave y mi carga ligera.» (Mt 11, 28- 30)
Intercambiamos
nuestra miseria con su misericordia, nuestra carga con el yugo del amor para
que caminemos y trabajemos, oremos y le sirvamos con fe sincera y con un
corazón redimido, limpio y lleno de la Gracia de Dios.
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