A LA PALABRA DE DIOS PONGAMOS LE UN
OÍDO ATENTO Y CORAZÓN PALPITANTE.
Iluminación.
No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede
concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. (Juan Pablo
11, nos dijo en la exhortación apostólica Novo Millennio Ineunte)
El
Concilio Vaticano II (DV), ha subrayado el papel preeminente de la palabra de
Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua
escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el
honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las
personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la
Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedican a ella con
la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta
atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de
la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas,
consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de
la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la
Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida
tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico
la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia. (NMI 39)
Habla Señor que tu siervo escucha.
“Mirad, ya vienen días —oráculo del Señor
Yahvé— en que mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua,
sino de oír la palabra de Yahvé” (Amos 8, 11) Cuando en la Iglesia se lee la
Sagrada Escritura, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo presente en su
Palabra, anuncia el Evangelio. Razón por la que las lecturas de la Palabra de
Dios dentro de la Liturgia deben ser escuchadas con veneración, respeto y
reverencia. A la lectura del Evangelio se le debe el máximo respeto, y debe ser
escuchado de pie.
Poner
la máxima atención implica un oído atento y un corazón palpitante, es decir,
sediento de la Palabra de Vida. Todo oyente debería decir con su mente,
corazón, voluntad y labios: “Habla Señor que tu siervo escucha”. Señor, “¿Qué
me quieres decir hoy?” “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la
justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5, 6)
La Palabra nos hace Familia de Dios.
Escuchemos
al mismo Jesús decirnos: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la
Palabra de mi Padre, y la ponen en práctica” (Lc 8, 20- 21).
Cuando
escuchamos la palabra de Dios, nos hacemos consanguíneos con él. Cuando la
vivimos, circula en nosotros la sangre de Jesús. Su Palabra nos comunica su
misma vida. Nos convertimos en su familia. Nos hacemos uno con él y entre
nosotros.
Así
lo entiende Pablo cuando nos dice que los que antes eran extranjeros ahora son
familiares de Dios: “Así pues, ya no sois extraños ni extranjeros, sino que sois
conciudadanos de los santos y sois de la familia de Dios, edificados sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo
la piedra angular,…” (Ef 2, 19-20)
Mis palabras son espíritu y vida.
La
Palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4, 12), porque es la Palabra del Dios de
la vida (Del Dios vivo) (Jer 23, 36). Esto hizo decir a Pedro: “Sólo tú tienes
palabras de vida eterna” (Jn 6, 68) Jesús mismo dice: “mis palabras son
espíritu y vida” (Jn 6, 63). Son palabras de vida (Hech 5, 20), capaces de dar
vida. Es lo que Señor Jesús nos garantiza: “el que acepta mis palabra, no
morirá nunca” (Jn 8, 51). A eso ha venido, para eso ha sido enviado para darnos
vida y vida en abundancia (Jn 10, 10). Y lo primero que hace es darnos a comer
el “Pan de la verdad”.
Acoger
la palabra de Dios y dejar que penetre nuestra vida es injertarse en la vida
verdadera, es el camino para permanecer en amor de Dios, observando sus
mandamientos y viviendo de su Palabra que dará como fruto la plenitud de la
alegría que sólo Jesús nos puede dar (Jn 15, 11).
Cuando
acogemos la Palabra de Dios, y nos dejamos transformar por ella, se produce una
auténtica transformación en nosotros: Nos hacemos su palabra, en la Palabra; hijo
de Dios en el Hijo. Podemos decir que el Señor se encarna dentro de nosotros
cuando aceptamos que su Palabra habite en nuestro corazón con toda su riqueza
(Col 3, 16), nos modela, nos guía, nos transforma en Evangelio vivo.
La
palabra de Dios escuchada, meditada y
vivida nos trasmite el pensamiento divino, el Verbo, el Hijo de Dios hecho
hombre (Pablo VI). Produce en nuestros corazones los mismos sentimientos de
Cristo Jesús (Flp 2, 5). Sentimientos de hijo, de hermano de servidor de los
demás. Nos transforma en una nueva creación (2 Cor 5, 17). De tinieblas nos
transforma en luz según las palabras del Apóstol Pablo (Ef 5, 7-8).
La Palabra de Dios se nos da para
vivirla.
La
Palabra de Vida es también una Palabra que hay que vivirla. Exige abandono
total a lo que Dios nos manifiesta en ella. Cuando Dios se revela hay que
prestarle obediencia, atención, dedicación, entrega. A la Palabra que Dios nos
dirige hay que responderle con adhesión creyente y obediente para que el
diálogo sea auténtico y haya reciprocidad, experiencia que implica a toda la
persona: mente, voluntad y corazón.
“Escucha
Israel” (Dt 6,4) Tanto en hebreo como en griego, se usa el mismo término para
escuchar y obedecer. Por lo tanto en el lenguaje bíblico, escuchar significa
adherirse plenamente, y obedecer, adecuarse a lo que Dios dice. Es un escuchar
con el corazón más que con los oídos. No basta con una aceptación pasiva, hay
que obedecerla, ponerla en práctica. “Dichosos los que escuchan mi palabra y la
cumplen” (Lc 11, 28)
Santiago
nos dirá “no se contenten con ser oyentes, hay que ser practicantes” (St 1, 22)
Ser dóciles a la Palabra es el camino para salvarse y alcanzar la perfección
cristiana (2 Tim 2, 14- 17) Por lo tanto, no basta con escuchar, leer, medita,
rezar con la Palabra de Dios, hay que poner la en práctica, hay que vivirla
para que se haga Vida en nuestro corazón y podamos reproducir la imagen de
Jesús (Rm 8, 29) Acoger y vivir la Palabra es la respuesta adecuada al amor de
Dios. Es nuestra manera de corresponder con amor al Amor.
Acoger
la palabra es acoger a Dios mismo. Ser dóciles a esa Palabra es vivir como
Jesús vivió, es el camino para transformarnos en lo que Dios es, Amor, Vida,
Santidad, Libertad… es el camino para vivir en intimidad con Dios, en la
fidelidad a sus palabras, para que se cumpla la promesa de Jesús. “Mi Padre lo
amará, y vendremos a él y habitaremos en él” (Jn 14, 23).
Cuando
san Pablo nos dice que la fe viene de la escucha de la Palabra (Rom 10, 17),
nosotros podemos preguntarnos ¿Qué es la fe? Y sin miedo respondernos: Es
adhesión a su Persona y a su Vida. Es apertura a la Verdad de Dios que Él nos
ha manifestado. En Jesucristo conocemos el rostro humano de Dios. Quien le ha
visto a Él, ha visto al Padre (Jn 14,9) De ahí que nuestra fe en Dios esté
ligada indisolublemente a la fe en Jesucristo. Sólo en Él reconocemos a Dios;
sólo en Él descubrimos su voluntad; sólo en Él avanzamos por el camino de la
fe; sólo en Él alcanzamos la felicidad, la salvación y la vida.
El
papa Benedicto XV1, nos dijo con toda verdad: La respuesta propia del hombre al
Dios que habla es la fe. En esto se pone de manifiesto que «para acoger la
Revelación, el hombre debe abrir la mente y el corazón a la acción del Espíritu
Santo que le hace comprender la Palabra de Dios, presente en las sagradas
Escrituras» (Exhortación Apostólica-25, 30 de septiembre).
El
Papa nos enseñó en la encíclica Dios es caridad, cuál es el origen de la
existencia cristiana, en aquel pensamiento que después recogió el Documento de
Aparecida. “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran
idea”. Es decir, la existencia cristiana no se origina por la adhesión a una
escuela de ética o de moral. Uno no se hace cristiano porque le gusta la
doctrina cristiana y la encuentre verdadera. Uno no se hace cristiano porque se
adhiere a una doctrina, porque ha descubierto que el amor, la verdad y la
justicia son valores que ennoblecen y decide asumirlos en su vida. Ninguna de
estas cosas da origen de manera adecuada a la decisión de ser cristiano. Se
comienza a ser cristiano “por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello una orientación
decisiva” (DCE 1).
Cristiano
es aquel hombre o mujer portador de la Palabra de Dios, que adherido a ella, la
hace norma para su vida, luz en su camino, lámpara para sus pies; la Palabra de
Dios es su alegría y la delicia de su vida. Cristiano es un discípulo de
Jesucristo que abandonando las obras muertas de la carne, para orientar su vida
hacia el Dios vivo y verdadero para conocerlo, amarlo y servirlo, siguiendo las
huellas de Jesucristo, su Salvador, Maestro y Señor (Cfr 1 Ts 1, 9).
El
discípulo no está hecho, sino haciéndose, en la escucha, en la obediencia, y en
la aceptación libre y consciente de pertenecer a su Maestro y a su Grupo, los
Doce, fundamento de la Iglesia, la casa de Dios vivo, fundamento y columna de
la verdad. (1 Tim 3, 15). Para el apóstol san Juan, tanto la verdad, como el
amor y la vida, están implícitos en la Palabra. El mismo Espíritu Santo está
implícito en la Palabra de verdad (Jn 17, 17). De manera que quien se deja
conducir por el Espíritu Santo, es el mismo que se deja conducir por la
Palabra, es dócil al Evangelio, Norma Normativa No Normada.
Lo que debemos saber.
¿Cuáles
son los caminos que tenemos, para que la Escritura, y sobre todo el Evangelio,
nos trasmitan realmente la Palabra de Dios?
El
primero es acercarse con frecuencia a la Biblia, comenzando con el Evangelio,
leyendo con calma, meditando, orando y dejando que Jesús siga dirigiéndonos sus
palabras. Se trata de enamorarse del texto sagrado como del instrumento que nos
hace encontrarnos con la Persona que más nos gustaría conocer, amar y seguir.
Juntamente
con la asiduidad amorosa con las Escrituras, es necesario acercarnos a ella con
espíritu de oración y de contemplación como manifestación de una vida interior
de amor que encuentra su delicia en la voluntad de Dios revelada en Jesús, el
Maestro que nos abre la mente y nos explica las Escrituras.
Que
nuestro deseo sea abrir lugar a la íntima comunión con Jesús para cultivar
lazos de amor y amistad con él, para ser capaces de contemplar la luz que
brilla en el rostro de Cristo (Mt 17, 2; 2 Cor 4,5) “Ustedes son mis amigos si
hace lo que yo les digo” (Jn 15, 13).
Otro
camino para comprender la Sagrada Escritura es ¡¡¡vivirla!!! Cuánto más vivimos
la Palabra más la comprenderemos. Y, cuánto más la comprendamos más la
pondremos en práctica. El verdadero modo de escuchar la Palabra es poniéndola
en práctica. La tierra es buena cuando escucha la Palabra y la obedece, aún en
circunstancias difíciles. Es la experiencia adquirida la que nos lleva como de
la mano a entender las Escrituras. Lo que realmente se requiere para comprender
las Escrituras es un gran amor a Aquel que nos amó y se entregó por nosotros
(Gal 2, 20; Ef 5, 2).
No
podremos comprender la Sagrada Escritura sin la ayuda del Espíritu Santo (S.
Jerónimo) Nacida de la inspiración del Espíritu Santo, la Escritura necesita
del Espíritu Santo para liberar la Palabra de Dios (cfr DV 5.8.12).El Paráclito
es el Espíritu de la verdad, enviado, para ayudarnos a comprender plenamente lo
que Jesús enseñó, a poseerlo y a vivirlo (cfr Jn 16, 12-14).
El
Señor Jesús, nos dio la clave para entender las Escrituras: “Te alabo Padre y
te bendigo, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y se las
has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25). Acercarse a la Escritura con corazón
humilde y sencillo, buscando la voluntad de Dios para ponerla en práctica, en
cada momento de nuestra vida.
El
Evangelio vivo es la Iglesia. En ella es donde tenemos la auténtica comprensión
del Evangelio. Sólo el Señor resucitado, al comunicar su Espíritu, es capaz de
ofrecer la verdadera comprensión de la Escritura. La Sagrada Escritura,
ilumina, de modo especial, quienes están
unidos en el Nombre de Jesús; reunidos en su comunidad, en su Iglesia, en quien
derramó el Espíritu de la verdad, de la Reconciliación, que nos lleva a la
plena adhesión a la Palabra de Dios para que podamos acogerla como hermanos y
hermanas, entenderla, vivirla y anunciarla con la fuerza del Espíritu.
Orar con la Palabra.
La
liturgia de la Iglesia nos enseña como orar con la Palabra: «En las lecturas, que luego
desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de
la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo,
por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la
hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con
la Profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración
universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la
salvación de todo el mundo» (OGMR 33).
Oremos:
Padre que has escondido tu verdad a los sabios y poderosos y la has revelado a
los pequeños, danos, en tu Espíritu, un corazón de niños para tener la alegría
de creer y la libre voluntad para obedecer las palabras de tu Hijo.
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