SI TUVIERAS FE COMO UN GRANITO DE MOSTAZA PLANTARÍAS ÁRBOLES EN EL MAR.
Jesús
les dijo entonces: “Tengan fe en Dios; les aseguro que si uno le dice a este
monte: ‘Quítate de ahí y arrójate al mar’, sin dudar en su corazón y creyendo
que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso les digo: Cualquier cosa que
pidan en la oración, crean ustedes que ya se la han concedido, y la obtendrán.
Y cuando se pongan a orar, perdonen lo que tengan contra otros, para que
también el Padre, que está en el cielo, les perdone a ustedes sus ofensas;
porque si ustedes no perdonan, tampoco el Padre, que está en el cielo, les
perdonará a ustedes sus ofensas”.(Mc 11, 20- 26)
La
fe que mueve montañas es la que se encuentra en las manos de Dios. Plantar
árboles en el mar significa cambiar la manera de pensar negativa, pesimista,
derrotista y pensar que se vale por lo que se tiene, se hace o por lo que se
sabe. El cambio lo podemos hacer cuando dejamos que la Palabra de Dios ilumine
nuestra mente, de fuerza a nuestra voluntad y moldee nuestro corazón. Sólo con la
Palabra de Dios puede cambiar nuestra manera de pensar: Y no os acomodéis al
mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto (Rm 12, 2).
La
Palabra nos lleva a tener mente creativa, optimista, positiva y de acogida a
los demás. Somos personas que vivimos en comunión y en participación: Dijo
luego Yahveh Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
ayuda adecuada.» (Gn 2, 18) El hombre solo no se realiza, necesita de los demás
para alcanzar su madurez humana y poder realizarse. Es un ser en comunión, un
ser para los demás.
Entonces
Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y
le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla
que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el
hombre. Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.» Por eso
deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola
carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban
uno del otro. (Gál 2, 21- 25) Tan valioso es el hombre como es la mujer, son el
uno para el otro y no se avergonzaba el uno del otro. Ambos poseen la misma
dignidad. Vivían en amistad con Dios y entre ellos. Después del pecado entra la
mente perversa y la malicia penetra en el corazón del hombre y de la mujer.
Es
con Jesús y por él que el hombre puede volver al paraíso para poder volver a
comer del Árbol de la Vida que está en el Paraíso de Dios (Apoc 2, 7) Pueden ver
a la armonía del principio y pueden volver a ser uno para el otro: “Maridos,
amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo
por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra” (Ef 5, 25-
26) La meta es tener la mente de Cristo: sus pensamientos, sus sentimientos, sus
criterios, sus intereses y sus luchas (cf Flp 2, 5)
Cuando
Cristo habita por la fe en nuestro corazón (Ef 3, 17) Entonces podemos decir
con Pablo: En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para
Dios: con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de
Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.(Gál 2, 19- 20) Esto lo dijo Pablo
cuando era ya viejo y había pasado por muchas purificaciones y muchas
persecuciones. También nosotros, para poder entrar en el Reino de Dios hemos de
pasar por muchas tribulaciones. (Hch 14, 22) Por la fe y por la conversión
comienza nuestro cambio de pensar, de sentir y de vivir. Tenemos que dejar la
mente mundana y pagana para poder tener la mente de Cristo.
Cristo
en nuestro corazón es nuestra vida, es nuestra paz, es nuestra salvación (1 de
Cor 1, 30) Es nuestra fe, que es
confianza, obediencia, pertenencia y amor. Ahora podemos orar como hijos de
Dios, sabiendo que solo de Dios viene el crecimiento espiritual: Díceles: «Por
vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza,
diréis a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y
nada os será imposible.» (Mt 17, 20) “Todo es posible para el que cree.” (Mc 9,
23) Hasta llegar a decir con Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”
(Flp 4, 13) En Cristo podemos discernir entre el bien y el mal, podemos
rechazar el mal y podemos hacer el bien, y con el bien vencer el mal (Rm 12, 9.
21) Con la fuerza de la Palabra podemos bajar del monopolio económico como
Zaqueo para con alegría recibir a Jesús en nuestra casa y luego compartir los
bienes con los pobres. La salvación ha llegado a nuestra casa. (Lc 19, 1- 11)
Cuando
no hay cambio de la manera de pensar, cuando nuestra mente es mundana, pagana y
hasta idólatra, no podemos conocer la Voluntad de Dios, y nuestras peticiones
pueden quedar en el camino. Nuestra oración debe de ser íntima, cálida, es
decir hecha con amor. Dónde hay amor hay fe (Gál 5, 6) Ahora hemos empezado a
tener la mente y los sentimientos de Cristo. No tengamos miedo orar, Dios nos
escucha. Cuando nuestra fe sea estéril y vacía, cuando oramos en pecado, todo
cambia: «No todo el que me diga: "Señor, Señor, entrará en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán
aquel Día: "Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre
expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?" Y entonces
les declararé: "¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de
iniquidad!" (Mt 7, 21- 23)
La
Palabra es el camino para saber lo que a Dios le agrada: “Si, pues, al
presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano
tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete
primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.”
(Mt 5, 23- 24) La ofrenda que Dios le agrada es la que se hace por amor, amor
que nace de una fe sincera, de un corazón limpio y de una conciencia recta (1
de Tim 1, 5) Sin esto nada le agrada a Dios (Heb 11, 6) El culto que a Dios le
agrada es interior, sale del corazón y se hace por amor.
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