La
humildad cristiana es vida y fuente de vida.
Objetivo: Mostrar
con claridad que la virtud de la humildad es esencial en la vida cristiana para
conocerse a la luz de la verdad y evitar una vida cimentada en el engaño.
Iluminación: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de
corazón, y encontrarán descanso para su vida” (Mt 11, 29).
¿Qué tienes que no lo hayas recibido? La
verdad es que el hombre es limitado, finito, débil y capaz de equivocarse, y
también de vivir en las apariencias. Una frase lapidaria de Pablo nos dice:
¿Qué tienes que no lo hayas recibido? ¿Por qué presumes como si no lo hubieras
recibido? (1Cor 4, 7). Sólo hay una cosa que no he recibido de Dios, y que es
sólo mía. ¿Cuál será? Esa es mi pecado. Viene de mí, encuentra su fuente en mí
o en el hombre o en el mundo, pero nunca en Dios. En la carta a los Gálatas
Pablo nos dice: “Si alguno piensa que es
algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). Engañarse a sí
mismo, vivir en el error y estar falto de juicio es pensarse bueno, sabio,
educado y pensarse como aquél que debe estar siempre por encima de los otros.
La virtud de la humildad se cimenta en
la verdad y genera esperanza. El terreno firme en que
pisa el hombre humilde es el sincero y pacífico, reconocimiento de que por sí
sólo es nada, nada puede pensar, nada puede hacer. San Juan pone en la boca de
Jesús estas palabras: “Sin mí, nada
podéis hacer” (cfr Jn 15, 5). Pablo añade: “Y no presumimos de poder pensar algo por nosotros mismos” (2Cor 3, 5).
El humilde puede decir con la fuerza del Espíritu: “Yo soy aquel que cree que
es algo, y no es nada”. Lo que verdaderamente soy es una “nada soberbia”. Yo
soy aquel que no tiene nada que no haya recibido, pero que siempre presume,
como si no lo hubiera recibido. Es la situación del hombre viejo que
experimenta en su interior otra ley, otro poder: el poder del pecado: soberbia,
orgullo, vanagloria, presunción, ambición, etc. Somos soberbios y envidiosos
por nuestra culpa y no por la de Dios, debido al mal uso que hemos hecho de nuestra
libertad. Esta libertad es la humildad que es la verdad. Descubrir esta
realidad a la luz de la palabra de Dios es una gracia muy grande que nos otorga
una paz nueva que brota de la esperanza.
No estar por encima de los demás. “Considerad a los demás como
superiores a vosotros mismos” (Flp 2, 3). Para el Apóstol la
humildad es cerrarse al egoísmo, y no encerrarse en el egoísmo. El hombre que
quiere estar por encima de los demás; aquel que usa de los otros para llenarse
de vanagloria, oprime la verdad en la injusticia, consiguiendo un corazón
inflado y endurecido como piedra. No así el humilde que caminando en la verdad,
reconoce su nada y busca a Dios con un corazón contrito y humillado. Es en ese
corazón donde resplandece la verdad y en el que Dios hace su morada y pone su
trono de acuerdo a las palabras del profeta: “Todo esto es obra de mis manos,
todo es mío”. ¿En qué lugar podré establecer mi morada? ¿Sobre quién voy a
posar la mirada? “¡Sobre el humilde y
sobre el que tiene el corazón contrito!” (Is 66, 1ss).
El corazón contrito y abatido. El
Salmista nos dice: “Un corazón contrito
Tú no lo desprecias” (Sal 51, 19). El corazón contrito es obra de Dios y de
la libertad humana, el hombre que reconoce su nada y su miseria ante Dios se
convierte en un buen candidato para que en él se manifieste el poder redentor
de Jesucristo. Este corazón contrito y arrepentido hace que el corazón de Dios
se llene de alegría y que puede obtener el favor del Señor (Eclo 3, 18), y
puede a la vez, apropiarse, lleno del gozo del Espíritu de la alabanza del
Señor Jesús a favor de los humildes y de los sencillos a quienes Dios revela
sus secretos y sus maravillas: “Te alabo
Padre y te bendigo… porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos,
y se las has dado a conocer a los sencillos” (cfr Mt 11, 25).
En ellos Dios muestra su predilección.
Son los sencillos y
humildes de corazón a quienes el Señor revela los secretos de su sabiduría. Son
a ellos a quienes les da su Espíritu sin medida, por eso, sólo ellos son
capaces de darse y entregarse sin medida en servicio, en favor de los menos
favorecidos. El grito de los humildes es: Sí obedeceré, sí amaré y sí serviré.
Sin humildad no hay caridad y, a la inversa, sin caridad no hay humildad. Las
dos virtudes son como las caras de una misma moneda. Una sin la otra es
fingida, es falsa, no es válida. Miremos a Jesús, el Hijo de María, el hombre
humilde que se humilló a sí mismo hasta la muerte de cruz para vencer el
pecado, al mundo y al demonio. La humildad es el arma más poderosa para vencer
a los espíritus del mal que hunden sus raíces en el corazón del hombre.
Digamos
con los profetas: “El Altísimo habita con
aquel que es humilde de espíritu y tiene corazón contrito” (Is 57, 15). El
fruto de la humildad es el temor de Dios, porque sólo los humildes encuentran
gracia delante del Señor (Eclo 3, 18)
La humildad en los cristianos. La
humildad es un don de Dios, el Humilde, que en Cristo Jesús nos da su Gracia.
En Dios la humildad es positiva, es: darse, donarse, entregarse por amor a los
hombres. En nosotros, la humildad es negativa, es decir, con la ayuda de la
Gracia, podemos negarnos o renunciar a todo egoísmo, orgullo o soberbia para
poder darnos, donarnos y entregarnos como regalo de Dios a los demás.
El
grito del humilde siempre será: Sí te obedeceré, sí te amaré y sí te serviré
Padre; al igual que el Humilde de Nazareth que nos dijo: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán
descanso para su vida” (Mt 11, 29), y a ejemplo de la Madre, la humilde
esclava del Señor, tendrá la disponibilidad para hacer la voluntad del Padre,
amar a sus semejantes y dar la vida por ellos. Sólo el humilde se deja
corregir, por eso, también sólo él sabe amar y servir.
María, modelo y figura de la Iglesia. María:
La Virgen Elegida y llena de Gracia; la Virgen fiel, La Mujer oyente, la Sierva
suplicante, la Madre oferente; es también: Bendita entre las mujeres y Mujer
creyente, primera Discípula de su Hijo, Sagrario del Espíritu Santo e Hija
predilecta del Padre; es por todo esto, figura y modelo para la Iglesia. En
ella la humildad habitaba como en su propia casa y reinaba desde su propio
trono: el corazón inmaculado de la Humilde esclava del Señor. Ella como nadie,
con la fuerza del Espíritu legó a la Humanidad, y no sólo a los creyentes, un
Himno al Señor, su Dios que nos descubre, tanto su alma, como la importancia de
ser humildes. Éstos son los servidores de la multiforme gracia de Dios.
El Magníficat de María, es el Cántico
de la esperanza. “Mi
alma canta la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi Salvador,
porque se ha fijado en la humillación de su esclava y en adelante me
felicitarán todas las generaciones.
Porque el Poderoso ha hecho grandes
obras por mí. Su misericordia con sus fieles se extiende de generación en
generación.
Despliega la fuerza de su brazo,
dispersa a los soberbios en sus planes, derriba del trono a los poderosos y
eleva a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los
ricos.
Socorre a Israel, su siervo, recordando
la lealtad, prometida a nuestros antepasados, a favor de Abraham y su
descendencia para siempre”.
Oración.
Señor danos un Espíritu de humildad que nos asemeje con tu Hijo y con nuestra
Madre para que podamos ser testigos de la esperanza y servidores de tu Iglesia.
Que la humildad sea el arma para expulsar nuestra soberbia del corazón y
lleguemos a ser hombres de esperanza, con mansedumbre, obedientes, amables y
serviciales con todos.
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