La experiencia de ser llamados a servir
Iluminación: “No me habéis elegido
vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, para que déis mucho fruto (cf
Jn 15, 16) “Al pasar vio a Levy, hijo de Alfeo, sentado al despacho de
impuestos, y le dijo: sígueme. Él se levantó y lo siguió (M 2,14)
Introducción.
La Iglesia no existe para sí misma,
existe para servir a los suyos y a los de afuera, es una realidad misionera
enviada para dar vida con la Palabra de Dios, con los Sacramentos y con su
Testimonio de vida (cf Mt 28, 19- 20). Es una tensión misionera enviada a sembrar
la “Comunión en el corazón de los hombres y de las culturas” mediante el
anunció de la Palabra. Quien la escuche
y acepte la Palabra entra en comunión con Dios y con los creyentes para formar
con ellos la Comunidad fraterna. La Comunión es el alma de la Comunidad, y ésta
es la manifestación de la Comunión. Razón por la que se puede hablar de
comunión y participación que hizo decir a san Pablo: “Somos colaboradores de
Dios” y Testigos de Cristo por la acción del Espíritu Santo (cf 1 Cor 3, 9;
Hech 1, 8) Para eso hemos sido elegidos (cf Ef 1, 4), para amar y servir, desde
la Iglesia a toda la Humanidad para hacer “comunidades, fraternas, solidarias y
misioneras”
1.
La
experiencia de Dios.
A la luz de la primera carta de
Juan, el servidor debe ser un testigo que ha oído, contemplado, tocado con la
mano lo que anuncia a los demás (1 Jn 1,1-3). El discípulo misionero es aquel que
tiene a Cristo en su corazón, en su mente, en sus labios y en sus manos. Un
hombre o una mujer que han tenido un “encuentro en la fe con Cristo Jesús”.
Alguien que es portador de una Presencia que lo ha transformado en Testigo del
Evangelio para que anuncie el Amor de Dios manifestado en la persona de Cristo y
su Obra redentora en favor de todos los hombres (Rom 5, 1-5; Ef 3,16s).
Recordemos las palabras del mismo
Jesús: “La boca habla de lo que abunda el corazón” (Mt 12, 34) El Apóstol san
Pablo nos dice: “Qué Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para qué
enraizados en el amor, (Ef 3, 17) podáis comprender la sublime riqueza de su
Gracia y cuán grande y sublime es la esperanza que nos da su llamamiento (Ef 1,
17). La experiencia de Cristo nos introduce en el camino del Discipulado.
Discípulo es el que ha escuchado la Palabra de Dios y consciente mente
pertenecer, amar y seguir a Cristo Jesús
El servidor tiene que ser como el
campesino, el primero en comer de los frutos de la cosecha (2 Tim 2, 5), así el
servidor de Cristo debe ser el primero en creer, en vivir y en predicar lo que
ha creído y ha vivido. Ser un testigo del Poder de Cristo que lo ha transformado
en un testigo de la resurrección. Un servidor de Jesucristo conoce el desierto
porque ha sido llevado a él como un primer paso para iniciarse en la escuela
del Discipulado de Jesús. El desierto teológico es el lugar de la victoria de
Dios. Para la literatura rabínica, el desierto el lugar donde habitan los
demonios a quienes debe expulsar con la fuerza del Espíritu. Al final del
desierto, el discípulo de Jesús, hace la opción fundamental y radical de
pertenecer, seguir y servir a Cristo.
Opción que implica dar la espalda al mundo y dar muerte a las apetencias
de la carne (Col 3, 5ss) para ser una “hostia viva, santa y agradable a Dios”
(Rom 12, 1).
2.
Itinerario a
seguir de todo servidor de Jesús.
a)
El Encuentro con Jesús
Resucitado. El
Encuentro con Jesús es liberador y es gozoso. Liberador porque nos quita las
cargas y gozoso porque experimentamos el triunfo de la Resurrección (Mt 11, 28;
Lc 19,1ss). El encuentro es posible, porque el mismo Señor, es el Buen Pastor
que busca a las ovejas perdidas, y las busca hasta encontrarlas (Cfr Lc 15, 4)
El en el encuentro con el Señor, él dice a los descarriados: “andas equivocado,
vuélvete al camino que te lleva a la Casa del Padre”. Dejarse encontrar significa:
- Reconocer que no sé es
feliz. Reconocer el vacío existencial, la vida convertida en Caos.
- Reconocer que se ha
equivocado. No culpo a nadie, yo lo hice, soy culpable de todo el daño que
me hecho a mí mismo y a otros.
- Reconocer la necesidad
de un cambio de vida, de mente, de corazón: Quiero cambiar y no puedo”
“Quiero dejar de pecar y no puedo”.
- Reconocer que estoy
necesitado de ayuda; yo no puedo salvarme a mí mismo; yo con mis solas
fuerzas no puedo llegar a la Casa paterna. No puedo salvarme, ni salvar a
otros.
- Reconocer que esa ayuda
que necesito, no está lejos, está aquí, es Jesús que ha irrumpido en mi
vida de pecado y me pregunta: “Qué necesitas de mí” “Qué quieres que haga
por ti”. Jesús dice: “Yo estoy a la puerta y llamo, el que me abra la
puerta” (Apoc 3, 20). Abrir la puerta es creer en él, es obedecerlo, es
dejarlo entrar en nuestras vidas.
La experiencia deja huellas
La experiencia del Encuentro es inolvidable deja huellas profundas y
nos inicia en cambios profundos de la mente y del corazón: derrumba barreras, abre brechas, tumba
criterios y nos inicia en la Vida Nueva (cf 2 Cor 5, 17).
- Mi encuentro con Cristo
no fue en un retiro espiritual, no fue en una Iglesia, no estaba leyendo
la Biblia; tampoco estaba en oración. Fue en una autopista y manejando un
camión de carga. Iba echando pestes y blasfemando. La lectura de una calcomanía
que llevaba en la parte trasera de un vehículo, fue mi encuentro con la
Palabra. Tres palabras iniciaron en mi vida un proceso de conversión:
“Dios te ama”. Mi primera reacción fue de soberbia y lancé blasfemias,
diciendo a la vez gente fanática de la religión. Dejé de maldecir al
experimentar como si aquellas tres palabras se desprendieran de aquel
vehículo y se clavaran en mi pecho. La experiencia fue hermosa, nunca
había sentido algo tan bello. Vinieron a mi mente o a mi corazón estas
palabras: “Dios te ama, así como eres, pero, por la vida que llevas no
puedes experimentar su amor”. Aquello se repitió por segunda vez y vino a
mi mente la vida de pecados y de vicios que arrastraba. Dios estaba
tocando mi corazón. Mi respuesta fue decir bañado en lágrimas: “Si Dios me
ama como soy, entonces, no soy un caso perdido”; experiencia que dejó en
mí una “esperanza”. “Si Dios me ama, así como soy, puedo cambiar, y desde
momento mi vida tomó otro rumbo… hacia la casa del Padre”.
- Todo empezaba a ser
nuevo. El recuerdo de la “experiencia me aguijoneaba de día y de noche. No
sabía orar, sólo rezaba tres aves marías y un tiempo después le añadí el
Padre Nuestro y el Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. También
hacía oraciones leídas y comencé a leer literatura religiosa.
- Comencé a ver cambios
en mi manera de pensar acerca de las mujeres, acerca de los pobres y
acerca de mí mismo. Mis criterios sobre la vida se derrumbaron: “Cuánto
tienes, cuánto vales” “Soy un caso echado a perder, nací para condenarme,
no tengo remedio”, para dar paso a cambios que no entendía, pero que yo
siempre había deseado, como el cambiar mi manera de hablar morbosa e
inmoral y abandonar otros vicios.
- Varios cambios en mi
manera de pensar fueron como las primeras maravillas que descubrí en mi
nueva experiencia: Mi pensar sobre Dios: De un Dios poderoso lejano y
castigador que amaba a los buenos y condenaba a los malos, a un Dios
misericordioso y compasivo que ama a todos. Eran mis pecados los que me
privaban de experimentar el amor misericordioso de Dios.
- Lo que realmente pasó
es que Cristo Jesús irrumpió en vida para darme un despertar espiritual
que orientó mi vida hacia la Casa del Padre. Fue un caminar lento que me
inició en la oración y en la lectura espiritual, realidad que me ayudó
descubrir que mi “alma tenía sed de Dios”.
Entrar en la Pascua de
Jesús.
Fueron tres años que caminé sólo y con muchas dificultades. Fue el
tiempo necesario para hacer mi examen de conciencia, de admitir que poseía una
mente servil y un espíritu de esclavitud; que vivía en las apariencias buscando
la felicidad en el tener, en las diversiones, en el sexo, llevando una vida
vacía y sin sentido.
Durante ese tiempo empecé a leer la Biblia. Haciéndome un asido a su
lectura. Fue una etapa de tomar conciencia de mi pecaminosidad de injusticias
cometidas desde muy temprana edad, de recordar los mejores tiempos de la vida
pasada, de mi vida de seminarista, de deseos de cambiar, aunque no sabía lo que
sería la conversión. Me daba cuenta que yo quería dejar de pecar y no podía, me
sentía como vendido al poder del pecado. No obstante, miraba algunos cambios de
vocabulario que lograba sin tantos esfuerzos. Hasta me preguntaba a mí mismo:
¿Será porque leo la Biblia y hago algunas oraciones?
Hubo personas convencionales me hacían pensar para mostrarme el camino
hacia la Casa del Padre: La Iglesia. Llegó el día. A mi madre le dio una
embolia. Me decían que quedaría como un vegetal. Me pedían que orara por ella, pero yo
recordaba que para pedirle a Dios había que tener las manos limpias. Mi hermana
me llamó para invitarme a ir la confesión, parecía que adivinaba lo que yo
pensaba. El mismo día me llamó para decirme donde había confesiones y a qué hora.
Era el primer viernes del mes de noviembre del año 1980, entré en la Iglesia de
la Sagrada Familia de Artesia, California, a eso de las siete de la noche,
había varios sacerdotes confesando.
Allí viví momentos de lucha, confusión y caos antes de la confesión. Como
si alguien me recordara que ya no creía en la Iglesia y que me iba arrodillar
ante un cura a los que había criticado, me hacía sentir hipócrita. Estaba por
vivir la más grande y hermosa experiencia de mi vida. Frente al confesionario
hice mi oración invocando a María la Madre: “Señor creo en su Hijo; creo que él
murió por mí para que mis pecados fueran perdonados. Quiero cambiar de vida y
dejar de pecar, pero no puedo. Ayúdeme Usted Señora”. Entré al confesionario
con miedo, me faltaba la fe. Sólo llevaba un corazón contrito con muchos deseos
de cambiar. Pregunté al sacerdote que si hablaba español. Me respondió que
habla siete idiomas que escogiera el que más me agradara. Me hizo una oración
poniendo su mano en mi frente. Lo que experimenté, nunca he tenido las palabras
para explicarlo. Fue una experiencia sensible que me ayudó a comprender
después, lo que estaba sucediendo. Cuando el sacerdote me dijo “diga sus
pecados”, en ese momento se me bloqueó la mente, tenía tres años haciendo mi
examen de conciencia, pero, sólo recordé los pecados más groseros. Seguía la
“experiencia sensible”.
El sacerdote con una gran misericordia me dijo: “La Iglesia de
Jesucristo es una Madre cariñosa que anhela y espera el regreso de sus hijos
ausentes, bienvenido a su Iglesia, lo estábamos esperando”. Sus palabras me
estremecieron, no me juzgó y ni me condenó. De lo profundo de mi ser brotó un
borbollón de llanto que no pude evitar. Me sentí amado, reconciliado, había
vuelto a las manos del Señor, era un hombre nuevo.
Luego el sacerdote me impuso amablemente la penitencia diciendo: “Con
eso que usted gasta en sus noches de parranda, dé lo que gasta en una noche, a
una familia pobre”. Entendí la penitencia diez y siete años después, siendo ya
sacerdote. La noche de parranda era mi vida de pecado. Lo que yo derrochaba
eran los dones que Dios me había dado para mi realización y para ayudar a los
demás. La familia pobre era la Iglesia a la que el Señor me llamaba a servirla
con mi vida.
3. Ser miembro de una Comunidad.
De ese confesionario salí
con la impresión que caminaba sobre las nubes: “En el poder de Dios” La experiencia
de reincorporarme a la Iglesia me dejó comprender las palabras de Jesús: “Del
corazón que crea en Mí brotaran ríos de agua viva” (cf Jn 7, 38- 39) Fue el día
más feliz de mi vida. Algo grande me espera al llegar a casa; Hacer mi
consagración al Señor: Antes de orar por
mi Madre enferma tuve la impresión de escuchar: “Antes de pedir a mi Hijo
conságrale algo”. ¿Qué puede ofrecerle? Pensé en algo que yo quería abandonar y
no podía: Romper con el “tabaquismo” cigarros y marihuana por toda la vida. Es
hermoso encontrarse con el Señor. El encuentro es Liberador y gozoso. La
experiencia de vivir el encuentro es el Motor de la vida nueva.
El Señor me regaló una Parroquia, la Sagrada Familia (Holy Family de
Artesia Ca), sin ella yo no hubiera permanecido y muy pronto se hubiera
terminado la experiencia de Dios. En ella viví mi luna de miel con el Señor y
con la Comunidad. La Comunidad o Grupo de oración me enseñó a orar, a leer la
biblia, a prestar mis primeros servicios y a vivir mis primeras experiencias
propias del crecimiento espiritual y comunitario.
4. La experiencia del desierto.
Días de formación y preparación para la misión. El mismo Espíritu que
al Señor Jesús al desierto, ahora lleva a cada futuro misionero a vivir la
experiencia de desierto. El desierto teológico, entendido como el lugar de la
victoria de Dios. Para la literatura rabínica, el desierto, es el lugar donde
habitan los demonios a los que hay que guió descubrir, vencerlos y echarlos
fuera. Es un tiempo formación, de preparación, de crisis, de confrontaciones, de
purificaciones; en el desierto se aprende a escuchar la voz de Dios y otras
voces que buscan confundir, meter miedo, desviar del camino o entorpecer la
Obra de Dios.
Aparecieron las primeras pruebas para sacarme del infantilismo
espiritual y seguir a Cristo por lo que él es, y no por lo que él da. Para
destruir los antiguos y los nuevos ídolos para que no ocupen el lugar que le
corresponde a Cristo. Para evitar las enfermedades del principio de la
conversión, como la soberbia espiritual que da a luz al fariseísmo. Los días del desierto nos llevan adquirir un
rostro de temple, un corazón limpio de criterios mundanos, una fe sincera y una
conciencia recta (cf 1 Tim 1, 5). Son los días en los que aceptamos hacer
alianza con el Señor, guardando sus Mandamientos, aceptando su Voluntad y
Aceptando a la Iglesia como es, y no como quisiéramos que fuera. En el desierto,
como lugar de la Victoria de Dios, me sentí seducido por el Señor (Jer 20, 7)
“Con un hágase en mi tu voluntad” acepté para mi vida su “Designio de
Salvación”.
5. Hacer la “Opción radical por Jesucristo”.
Al final de la experiencia del desierto, el Espíritu Santo nos lleva
como de la mano hacer la “Opción fundamental por Cristo y por la Iglesia”. Es
un momento de gracia. Por un lado, el mundo me presentaba su reino de atracciones
y seducciones. Mi Opción por Jesucristo fue en un “antro de vicio”, al cual fui
invitado con mucha insistencia por un amigo. No puedo decir que el Espíritu
Santo me llevo, fue mi decisión, pero allí iba yo a tomar, de manera consciente
y libre, la más grande decisión de mi vida: seguir a Cristo.
Era el día catorce de febrero, día del amor y de la amistad. Tres meses
después de mi encuentro con Cristo. Cuando llegué con mi amigo al antro, me
recibieron a lo grande: “Llegó el que andaba ausente”, me decía el mesero
sirviéndome una copa de cogñac hasta los bordes, diciéndome: “La casa paga”.
Era mi bebida favorita. Meseras, amigos de parrada, exnovia que me invitaban a
irme a sus mesas, todos estaban ahí; todo era elogios y distinciones que me hacían
sentirme importante, la vanidad mordía. En un momento me separé de la barra y
de la pista del baile, para ir el lado del restaurant que ya se encontraba
vacío. Desde donde pude contemplar aquel ambiente y sopesar las palabras que
había escuchado. Me dije a mi mismo: “Palabras vacías” “Así andaba yo antes”
“Buscando amores y amistades por medio propinas y pagando tragos” “Viviendo en
las apariencias y llevando una vida doble”.
Entrando en un diálogo con el Señor vino a mi mente lo “bueno que el
Señor había sido conmigo” y le dije: “Gracias Señor porque me sacaste del pozo
de la muerte: del dominio de satanás y me llevaste a tu Casa, a la Comunidad
fraterna y solidaria. Luego hice una promesa: “Te prometo no volver a tomas
bebidas alcohólicas” Mi oferta no fue aceptada. Entonces dije: “Te prometo no
volver a pisar un “antro de vicio”. Experimente como un aplauso en mi interior,
era lo que el Señor me pedía: romper con el mundo y sus seducciones para poder
seguir a Cristo. Desde ese momento,
libre y conscientemente decidí seguir a Cristo, pertenecerle, amarlo y
servirlo. Una hora más tarde estaba en casa leyendo la Biblia en el Evangelio
de Juan. Encontré en el Capítulo 15, estas palabras: “El Mundo los odia porque
ustedes me aman, si ustedes me odiaran el mundo los amaría”. Era el día que el
mundo celebra el día del amor y de la amistad. Día en el que rompí la amistad
con el mundo para ser amigo de Jesucristo.
6.
Son hombres
de virtud probada.
“Hijo mío te has decidido servir al
Señor prepárate para la prueba” (Eclo 2, 1ss) El servidor de Cristo está
llamado a ser un “varón de virtud probada, para que se le pueda llamar un
“hombre según el corazón del Señor”. El Señor quiere y necesita “testigos” con
voluntad, firme, férrea y fuerte, que no seamos como niños sacudidos por
cualquier viento de doctrina“ (Ef 4, 15).
En la escucha y obediencia a la Palabra de Dios, nos hacemos discípulos de
Jesucristo. Hombres capaces de abandonar las guaridas y los nidos, es decir,
abandonar la vida mundana y pagana, capaces de romper con los infantilismos para
abrazar el compromiso de seguir a Cristo (Lc 9, 58ss) Sin esfuerzos y renuncias
no hay virtud probada. No hay profetas de rostro templado.
7.
Tener
sentido de Iglesia.
A un servidor de la Iglesia lo que
se le pide es tener sentido de Iglesia. Desde sus orígenes, es algo que el
servidor cultiva y lo hace aceptar la Iglesia como es, y no como un museo de
santos y de beatos, sino verla como un hospital de enfermos y pecadores en
proceso de sanación y liberación. La Iglesia de perfectos no es la del Señor
Jesús. En ella hay santos y pecadores, débiles y fuertes, buenos y malos, maduros
e inmaduros; el que quiera ser de uso especial que se consagra al Señor (cfr 2
Tim 2, 20) Amar a la Iglesia para sentirse Iglesia y tener sentido de Iglesia
nos ayuda amar sus Pastores, sus Sacramentos, sus enseñanzas y sus laicos. Por
el bautismo somos “La Familia de iguales;” un pueblo adquirido por Dios para
proclamar sus maravillas (1 Pe 2, 9).
8.
Con un
sentido de proyección.
Como siervo de Jesucristo, sin
dejar de ser discípulo de su Señor y Maestro para aprender siempre de Él (cf Jn
13, 13) El discípulo de Jesucristo va adquiriendo la certeza que no está hecho,
sino, haciéndose y liberándose por lo que ha recibido de Dios a lo largo del
Camino (cf 1 Ts 1, ) Para ser un hombre nuevo (cf Col 3, 9s)Con una vida
orientada a la Plenitud en Cristo (cf Col 2, 9) para irse convirtiendo en un
“sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf Rom 12, 1) Dejándose transformar
hasta lo profundo de su mente por la acción del Espíritu Santo (Rom 12, 2) y
poder así , bajarse de todo pedestal de poder (cf Rom 12, 3) para “hacerse”
como niños y recibir con alegría el llamado al servicio y a la Misión (cf Lc ) Por
el Camino va adquiriendo la triple voluntad de hacer: “La voluntad de Dios” “la
Voluntad de salir de sí mismo” y “La voluntad de morir a sí mismo por realizar
los dos objetivos anteriores (Cf Gál 5, 24) El caminar en la fe nos enseña que
la efectividad está en la fidelidad a la Palabra y a la Voluntad de Dios a
ejemplo de María la humilde esclava del Señor (cf Lc 1, 38).
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