La virtud de la castidad
Objetivo: Comprender el sentido de la virtud de la castidad, tanto
en la vida personal como comunitaria y cristiana, para conociéndola, amarla,
practicarla como una exigencia de la “Vida en Cristo” o de la “Vida en el
Espíritu”.
Iluminación.“Porque el Espíritu que Dios
nos ha dado no es un espíritu de cobardía, sino, de fortaleza, amor y
templanza” (2Tim 1, 7). “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos… sino un espíritu de
hijos que nos permite llamar a Dios Padre” (Rm 8, 19).
1.
¿Qué son las virtudes?
El término virtud viene del latín
“virtus” que significa vigor, fuerza, poder. Aunque muchos no llegan a creerlo,
quizá por falta de experiencia, las virtudes son realmente una forma de ser
personal, son inclinaciones positivas, consciente y libremente adquiridas por
la persona. Sin las virtudes, el hombre se encuentra en estado de
descomposición humana y social. La práctica de las virtudes humanas o
cristianas es realmente un camino de personalización y humanización. En este sentido,
vivir según las virtudes no implica represión alguna, ni tampoco exige
normalmente grandes esfuerzos. Ejercitar las virtudes sólo cuesta esfuerzos, al
inicio cuando se comienza el proceso de hacerse cristiano. Pero normalmente las
virtudes se viven con facilidad y con gozo.
2.
Comprendiendo a San Pablo
Lo que Pablo llama “Obras estériles de
las tinieblas” (Ef 5, 11), en otros lugares se designa como “deseos u obras de
la carne o bajas acciones” (cfr Rm 8, 13; Gál 5, 19), y a las cosas que llama
“armas de la luz” (Rm 13, 12), son las mismas que en otros pasajes llama
“frutos del Espíritu” o “frutos de luz”
(cfr Ef 5, 8; Gál 5, 22). A una de las obras de la carne: la “impureza”, Pablo
antepone un arma de luz: la “pureza”. Para el apóstol donde hay pureza, hay
santidad, hay Espíritu Santo. Podemos decir con el Apóstol, donde hay
continencia, templanza y castidad con toda seguridad hay pureza, santidad y
amor auténtico. Para comprender mejor la virtud de la castidad y su significado
hemos de pensarla a la luz del cultivo de la persona humana, de su realización
personal y de la santidad que la fe cristiana nos ofrece.
3.
El llamado de Dios
¿A qué nos llama Dios? El Señor hoy, nos
hace el mismo llamado que hizo a sus discípulos: Nos llama a estar con él (Mc
3, 13-14). Luego nos llama al arrepentimiento y a la conversión; a la
liberación del pecado y a la santidad: “Porque ésta es la voluntad de Dios: que
seáis santos. “Que se abstengan de las inmoralidades sexuales; que cada uno
sepa usar de su cuerpo con respeto sagrado, sin dejarse arrastrar por los malos
deseos, como hacen los paganos que no conocen a Dios. Que en este asunto nadie
ofenda o perjudique a su hermano… Dios no los ha llamado a la impureza, sino a
la santidad. Por tanto quien desprecia estas enseñanzas no desprecia a un
hombre sino a Dios, que además les dio su Espíritu Santo” (1Ts 4, 3-8), para
que se domine a sí mismo mediante el ejercicio amoroso la práctica de la virtud
de la castidad (2 Tim 1,7).
4.
¿Qué es la castidad?
Castidad es la virtud que gobierna y modera el
deseo del placer sexual según los principios de la fe y la razón. Por la
castidad la persona adquiere dominio de su sexualidad y es capaz de integrarla
en una sana personalidad, en la que el amor de Dios reina sobre todo. Por lo
tanto no es una negación de la sexualidad. Es un fruto
del Espíritu Santo y una respuesta del cristiano
(Gál 5, 22).
La castidad consiste en el dominio de sí, en la capacidad de orientar el
instinto sexual al servicio del amor y de integrarlo en el desarrollo. Es por
eso una virtud necesaria en todo estado
de vida: La necesitan los casados, los no casados que aspiran al
matrimonio, la castidad requiere abstención. Es una necesaria preparación
para lograr la madurez y la castidad en el matrimonio. Los que han decidido no casarse, renuncian plenamente a las
relaciones sexuales a favor de
la entrega de todas las energías y todo el amor a Cristo y su misión en la
Iglesia (1 Cor 7, 32ss).
Supone esfuerzo que fortalece el carácter y la voluntad, dando
posesión y dominio de sí. El Señor Jesús nos dice: “El Reino de los cielos está en tensión y es de los que
arrebatan” (Mt 11, 12). Es un entrenamiento para formar la personalidad en la generosidad
y en la responsabilidad para poder vivir en armonía interior y
exterior: con Dios, con los demás y con la naturaleza. Esta armonía es fuente
de profunda paz y alegría.
La castidad purifica el amor y
lo eleva; es la mejor forma de
comprender y, sobre todo, de valorar el amor. Aumenta la energía física y moral; da mayor
rendimiento en el deporte y en el estudio, y prepara para el amor conyugal. Sin
castidad es una ilusión hablar de espiritualidad cristiana.
La castidad cristiana supone superación
del propio egoísmo, capacidad de
sacrificio por el bien de los demás, nobleza y lealtad
en el servicio y en el amor. La
castidad ayuda a ser idealistas; constantes
en la donación y entrega interpersonal, en el trabajo y en el estudio.
Muchas son las personas que entienden la
virtud de la castidad como una represión negativa, como un freno ciego que
rechaza las tendencias sexuales hacia el subconsciente, donde esperan la
ocasión de explotar, mientras enferman al hombre y le debilitan, es
completamente falsa. La castidad no es eso. Esa concepción denota una
ignorancia profunda acerca de la virtud en general. Pensemos en otras virtudes
distintas de la castidad. La laboriosidad inclina al hombre hacia el trabajo, y
pone en él una repugnancia consecuente hacia el ocio indebido. La austeridad
inclina al hombre hacia los objetos funcionales, bellos y suficientes, y le
hace sentir disgusto hacia en medio de un lujo injusto e inútil.
La castidad inclina positivamente al
bien honesto, y produce en la persona repugnancia creciente hacia lo
deshonesto. Por ejemplo, un esposo profundamente casto, de tal modo tiene el
corazón centrado por el amor en su esposa, que, como no sea de un modo
accidental y superable, no siente normalmente inclinaciones adúlteras, y
tendría que hacerse una gran violencia para irse tras otra mujer, por atractiva
y accesible que fuera.
5.
El dominio de sí mismo
Uno de los frutos del Espíritu Santo que
enumera Gálatas 5, 22, es “el dominio propio”. La impureza se opone al dominio
de sí mismo, mientras que esta “obra de luz”, hace referencia al señorío sobre
el cuerpo, los sentidos, sentimientos, instintos e impulsos. Mientras que la
impureza hace referencia a todo el desorden sexual que lleva al hombre a
prostituirse o venderse. La prostitución puede ser por dinero o por simple
placer. Dos cosas me van quedando claro, que yo puedo tener en mi interior: la
virtud que es fruto del Espíritu, o por otro lado, la impureza que es “obra de
la carne. Por un lado puedo dominar mi cuerpo y por el otro puedo disponer de
él como un medio de placer egoísta como fin en sí mismo.
El dominio de sí mismo como “arma de
luz” me es de gran utilidad para “revestirme de Jesucristo”. La doctrina de San
Pablo exhorta a los creyentes a “despojarse del traje de tinieblas y a
revestirse con el traje de luz (Rm 13, 11-14), es decir, revestirse de Cristo,
mediante las obras de la luz. Jesús mismo nos había dicho: “Yo soy la luz del
mundo, quien me sigue tiene la luz de la vida y no camina en tinieblas” (Jn 8,
12). El dominio propio, virtud cristiana por excelencia es no simplemente para
tener paz o tranquilidad interior, sino, y sobre todo para “vaciarse de todo
aquello que no viene de la fe” (Rom 14, 23), educar la mirada, controlar las
manos y sofocar todo impulso que lleve a perder la libertad, Pero además, el
dominio de sí mismo, ayuda a “llenarse de Cristo” o “revestirse de Cristo”. Dos
realidades que responden a las dimensiones de la fe: Liberarse del pecado y
llenarse de la Gracia de Dios.
Así entendemos que no conviene practicar
los actos impuros porque eso significaría que estamos aún en los dominios del
“hombre viejo”, incapaz y estéril para conocer a Cristo (Ef 4, 17ss). La vida
cristiana es don y lucha, se trata de una lucha espiritual en el interior del
cristiano; es la lucha del bien contra el mal, de la virtud contra el vicio
(Gál 5, 16). Luz contra tinieblas. Esto nos hace pensar que si amamos la virtud
le entregaremos nuestra voluntad y la buscaremos de todo corazón. La virtud
cristiana es lo que Pablo llama: “Vida en el Espíritu”. El Espíritu Santo es el
“alma” de toda virtud cristiana, es quien las engendra y las cultiva con
nuestra colaboración.
6.
“Ustedes son de Cristo” (1Cor 3, 21)
Los que son de Cristo viven según el
Espíritu y hacen las obras del Espíritu (Rom 8, 9). Los que son de Cristo no
caminan en tinieblas ni hacen las obras de las tinieblas (cfr Jn 8, 12). Unido
a Cristo el cristiano es luz, es vida, es amor. Ha recibido el Espíritu de
Cristo para hacer las “obras de Cristo” y para ser “Alabanza de la gloria del
Dios.” (cfr Ef 5, 1- 5). Son muchos los bautizados que duermen tranquilos y sin
esperanza en medio de un conformismo estéril; a ellos el Apóstol les lanza está
frase lapidaria: “Despierta tu que duermes, levántate de la muerte y te
iluminará Cristo (Ef 5, 14).
El cristiano, el que es portador del
amor de Cristo; aquel que vive en la verdad y práctica la justicia, no se
pertenece, es de Cristo. No podemos disponer de lo ajeno a nuestro antojo,
sería un fraude, sería adulterio: “¿No saben que sus cuerpos son miembros de
Cristo?” (1Cor 6, 15). “Apártense de la fornicación” (v. 18) ¿No saben que su
cuerpo es santuario del Espíritu Santo que han recibido de Dios y habita en
ustedes? De modo que no se pertenecen a sí mismos (v. 19), sino que han sido
comprados a un gran precio, por lo tanto glorifiquen a Dios con sus cuerpos”
(v. 20).
“El cuerpo no es para la lujuria sino
para el Señor” (1Cor 6, 13). La lujuria, uno de los pecados capitales, consiste
en “Los deseos desordenados de la carne”. Es necesario tener dominio propio
para poder someter el cuerpo al “Señorío de Cristo”. La virtud de la pureza es
hija de la fe y de la continencia, por lo tanto, es manifestación de una virtud
mucho más sublime: la santidad; no así cuando se comete impureza, se está
prostituyendo el cuerpo de Cristo, se está profanando un “terreno sagrado”, se
comete entonces, una especie de sacrilegio. En referencia a Cristo el Apóstol dice:
“¿Y voy a usar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una
prostituta?” (1Cor 6, 15). En referencia al Espíritu Santo nos enseña: “¿No
saben que su cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que han recibido de Dios y
habita en ustedes? (v. 19).
7.
“No entristezcan al Espíritu Santo” (Ef 4, 30)
Cometer impurezas es “contristar al
Espíritu Santo” (cfr Ef 4, 30). Es destruir el Templo de Dios para convertirse
en cueva de ladrones (cfr 1Cor 3, 17). Entristecer o contristar al Espíritu es
pecado. Todo pecado contrista al Divino Espíritu, pero de una manera corriente
lo hacemos con el vocabulario: palabras en doble sentido, vulgaridades,
obscenidades, groserías, chismes, críticas; de la misma manera hemos de evitar
las lecturas llenas de pornografía. Cuando logramos cultivar un corazón puro,
en él, habita el Espíritu Santo como en su propia casa.
8.
La promesa de Dios
“Pero el mismo Dios que resucitó a
Cristo Jesús, resucitará a quien cultiva la virtud de la pureza” (cfr 1Cor 6,
14). Por la resurrección de Jesucristo somos libres en el espíritu para amar,
para hacer el bien, para seguir a Cristo. La resurrección en el espíritu es la
“obra poderosísima” que Dios realiza en nuestro interior para transformarnos en
hijos de Dios, en hombres nuevos. Hombres y mujeres espirituales son aquellos
que son movidos por el Espíritu Santo que guía a los hijos de Dios (cfr Rm 8,
14-15). Sin la docilidad al Divino Espíritu quedamos expuestos cualquier
corriente de doctrinas, pensamientos o sentimientos.
9.
¿Cómo se crece en la virtud de la castidad?
Digamos primero que sin renuncias no hay
vida; no hay virtud, no hay castidad. Mientras no le neguemos al hombre viejo
el alimento que le entra por los sentidos, la virtud, no tiene lugar en nuestro
interior. Al hombre viejo hemos de matarlo de hambre, mediante las renuncias y
negaciones que por amor a Cristo y a la familia, hacemos de lado con la fuerza
del Espíritu: “Qué él se digne según la riqueza de su gloria fortalecerlos
interiormente con el Espíritu” (Ef 3, 16). Con la ayuda de la Gracia podemos
llegar a ser castos y puros.
Por otra parte, la castidad crece por
actos intensos, como ocurre con todas las virtudes. Escuchemos a Jesús decirnos
la clave de la castidad y de la pureza: “El que quiera seguirme, niéguese a sí
mismo, cargue con su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Jesús sólo nos pide
dos cosas: “negarse y seguirlo para poder amarlo con todo el corazón, con toda
la mente y con todas las fuerzas”. Son únicamente los actos intensos, aquéllos
en los que la persona, procurando la perfección, compromete su mente y corazón,
los que de verdad perfeccionan el hábito que los produce. Por eso la castidad
es virtud que muchas veces se desarrolla con ocasión de las tentaciones,
mediante los actos intensos que son precisos para rehuirlas o enfrentarlas
victoriosamente.
La clave para practicar y crecer en la
virtud es, sin más: el amor. Por amor a Dios y por al amor al prójimo, renuncio
a cualquier forma de maldad, para sumergirme en la voluntad de Dios. Buscar, de
todo corazón y con amor la castidad, es amarla, tengamos la seguridad que se
dejará encontrar por quien la busque de todo corazón. Digamos con San Agustín:
“Dios mío hazme casto”. Muchas veces he pronunciado estas palabras, pero,
pareciera que en lo profundo de mi corazón, dijera: “Pero todavía no”. El Santo
obispo de Hipona, cuando su amor a Cristo alcanzó un grado de madurez, oró al
Señor diciendo: “Tú me ordenas la pureza: pues bien, concédeme lo que me pides
y luego pídeme lo que quieras” (Confesiones X, 29).
10. El esplendor de la castidad
Me atrevo a decir que el “esplendor de
la castidad” es la “pureza”. Pureza de corazón, pureza de cuerpo y pureza de
labios. Sin esta pureza no podemos ver, ni a Dios ni al prójimo. Nuestra fe
sería falsa y nuestras intenciones torcidas. De acuerdo a las palabras del
Apóstol Pablo: Lo que importa es el amor que brota de un corazón limpio, de una
fe sincera y de una buena conciencia” (1Tim 1, 5). Digamos entonces que la
castidad es una de las más hermosas virtudes, tal vez no la más grande, pero sí, una de las que más embellecen, espiritual y
aún físicamente al ser humano. La castidad es inseparable de la virtud de la
continencia, del dominio propio y de la virtud de la pureza. Podemos recordar
aquí algunos de sus aspectos más atractivos.
La castidad es amor que perfecciona y
humaniza. Quien sea casto no cosifica y no instrumentaliza a su cónyuge, sino
que lo respeta y acepta las limitantes que puedan existir en la pareja. La
castidad integra, bajo la guía del entendimiento y de la voluntad, todas las
tendencias sensuales y afectivas que, abandonadas a sí mismas, serían
destructivas. Perfecciona el amor, y hace posible la vinculación profunda,
pacífica y durable entre dos personas. La castidad no daña al amor, sino que
desenmascara, denuncia y niega el amor falso y desintegrado, aquel pseudo-amor
que es utilitarista, está al servicio del hedonismo y lo que realmente logra es
instrumentalizar a las personas en nombre del amor y deshumanizar la
sexualidad.
11. Los frutos de la castidad
La
castidad da libertad al hombre, y facilitándole un
dominio real sobre sí mismo, le permite obrar desde la persona, y llegar de
verdad hasta la persona amada. Sólo la acción libre es digna del hombre y
expresiva del verdadero amor. Y la castidad es libertad. En efecto, la persona
casta es libre, pues es dueña de sí misma, y como se auto-posee, es la única
que de verdad puede darse al otro, sin instrumentalizarlo. Por eso sólo en la
castidad puede haber amor real, pues sólo en ella hay libertad real.
La
castidad ennoblece el cuerpo y su sexualidad,
integrando sus valores en el alto nivel de la persona y del amor. De este modo
es precisamente la castidad la que salva el deseo sensual, y no solamente no lo
destruye, sino que lo hace duradero, integrándolo en el amor genuino. Insisto:
la castidad no solamente no mata el deseo, sino que lo profundiza y lo salva de
su inestabilidad congénita, dándole permanencia, y fijándolo por el amor en la
persona.
La
castidad no desprecia al cuerpo, pero lo hace humilde,
es decir, verdadero, despojándolo de falsas grandezas ilusorias. El cuerpo
humano, ante la grandeza de la persona y ante la calidad espiritual del amor,
debe mantenerse en la humildad, dejando a un lado toda arrogancia y toda
pretensión vana de protagonismo.
La
castidad no daña la salud del hombre, sino que le
libera de muchas lacras corporales y de muchos lastres y empobrecimientos
psíquicos. Es, por lo demás, un dato de experiencia que no pocos hombres y
mujeres, jóvenes o viejos, solteros, casados o viudos, perfectamente castos,
gozan de longevidad y de gran equilibrio psicosomático.
Por otro lado, nadie posee estáticamente
una castidad perfecta. Lo que se requiere es una conversión continua y una
purificación correspondiente. En fin, la castidad es una forma de la caridad, una
forma de respeto profundo a la dignidad de la persona: hombre o mujer, y por
eso ella nos da así acceso real a las personas, permitiéndonos conocerlas y
quererlas de verdad, por lo que son en sí mismas.
12.
La Castidad en el Catecismo de la
Iglesia Católica:
2339. La castidad implica un aprendizaje del
dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es
clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar
por ellas y se hace desgraciado. "La dignidad del hombre requiere, en
efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e
inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso
interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando,
liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre
elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios
adecuados"
2340. El que quiere permanecer
fiel a las promesas de su bautismo y resistir las tentaciones debe poner los
medios para ello: el conocimiento de sí,
la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la
obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la
fidelidad a la oración. "La castidad nos recompone; nos devuelve a la
unidad que habíamos perdido dispersándonos".
2341. La virtud de la castidad
forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de
racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana.
2342. El dominio de sí es una obra
que dura toda la vida. Nunca se le considerará adquirida de una vez para
siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida. El
esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se
forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia.
2343. La castidad tiene unas leyes
de crecimiento; éste pasa por grados marcados por la imperfección y, muy a
menudo, por el pecado. "Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente
el designio sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico que se construye día a
día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el
bien moral según las diversas etapas de crecimiento".
2344. La castidad representa una
tarea eminentemente personal; implica también un esfuerzo cultural, pues
"el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad misma
están mutuamente condicionados". La
castidad supone el respeto de los derechos de la persona, en particular, el de
recibir una información y una educación que respeten las dimensiones morales y
espirituales de la vida humana.
2345. La castidad es una virtud
moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual.
El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo,
imitar la pureza de Cristo. La totalidad del don de sí mismo.
2346. La caridad es la forma de
todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de
donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo. La
castidad conduce al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la
fidelidad y de la ternura de Dios.
2347. La virtud de la castidad
se desarrolla en la amistad. Indica al discípulo cómo seguir e imitar al que
nos eligió como sus amigos, a quien se dio totalmente a nosotros y nos hace
participar de su condición divina.
"Los
limpios de corazón verán a Dios", dice Jesús (Mt 5,8). Y podríamos añadir
aquí: "Los limpios de corazón verán al prójimo".
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