LA NUEVA EVANGELIZACION
(Cardenal Joseph Ratznger,
a los catequistas y maestros de religión. 10 Mayo 2001)
La vida humana no se
realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto
incompleto, que es preciso seguir realizando. La pregunta fundamental de todo
hombre es: ¿cómo se lleva a cabo esta proyecto de realización del hombre? ¿Cómo
se aprende el arte de vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?
Evangelizar quiere decir
mostrar ese camino, enseñar el arte de vivir. Jesús dice al inicio de su vida
pública: he venido para evangelizar a los pobres (cf. Lc 4, 18). Esto
significa: yo tengo la respuesta a vuestra pregunta fundamental; yo os muestro
el camino de la vida, el camino que lleva a la felicidad; más aún, yo soy ese
camino. La pobreza más profunda es la incapacidad de alegría, el tedio de la
vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy
extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas
como en los países pobres. La incapacidad de alegría supone y produce la
incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia.... todos los vicios que
arruinan la vida de las personas y el mundo. Por eso, hace falta una nueva
evangelización. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás ya no funciona.
Pero ese arte no es objeto de la ciencia; sólo lo puede comunicar quien tiene
la vida, el que es el Evangelio en persona.
Estructura y método de
la nueva evangelización
Estructura
Antes de hablar de los
contenidos fundamentales de la nueva evangelización quisiera explicar su
estructura y el método adecuado. La Iglesia evangeliza siempre y nunca ha
interrumpido el camino de la evangelización. Cada día celebra el misterio
eucarístico, administra los sacramentos, anuncia la palabra de vida, la palabra
de Dios, y se compromete en favor de la justicia y la caridad. Y esta
evangelización produce fruto: da luz y alegría; da el camino de la vida a
numeroso personas. Muchos otros viven, a menudo sin saberlo, de la luz y del
calor resplandeciente de esta evangelización permanente. Sin embargo, existe un
proceso progresivo de descristianización y de pérdida de los valores humanos
esenciales, que resulta preocupante. Gran parte de la humanidad de hoy no
encuentra en la evangelización permanente de la Iglesia el Evangelio, es decir,
la respuesta convincente a la pregunta: ¿cómo vivir?
Por eso buscamos, además
de la evangelización permanente, nunca interrumpida y que no se debe
interrumpir nunca, una nueva evangelización, capaz de lograr que la escuche ese
mundo que no tiene acceso a la evangelización "clásica". Todos
necesitan el Evangelio. El Evangelio está destinado a todos y no sólo a un
grupo determinado, y por eso debemos buscar nuevos caminos para llevar el
Evangelio a todos.
Sin embargo, aquí se
oculta también una tentación: la tentación de la impaciencia, la tentación de
buscar el gran éxito inmediato, los grandes números. Y este no es el método del
reino de Dios. Para el reino de Dios, así como para la evangelización,
instrumento y vehículo del reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de
mostaza (cf. Mc 4, 31-32). El reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este
signo. Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con
nuevos métodos, más refinadas, a las grandes mesas que se han alejado de la
Iglesia. No; no es esta la promesa de la nueva evangelización. Nueva evangelización
significa no contentarse con el hecho de que del grano de mostaza haya crecido
el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en
sus ramas pueden anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente,
con la humildad del granito, dejando que Dios decid cuándo y cómo crecerá (cf.
Mc 4, 26-29).
Las grandes cosas
comienzan siempre con un granito y los movimientos de masas son siempre
efímeros. En su visión del proceso de la evolución, Teilhard de Chardin habla
del "blanco de los orígenes": el inicio de las nuevas especies es
invisible y está fuera del alcance de la investigación científica. Las fuentes
se hallan ocultas; son demasiado pequeñas. En otras palabras, las grandes
realidades tienen inicios humildes. Prescindamos ahora de si Teilhard tiene
razón, y hasta qué punto, con sus teorías evolucionistas: la ley de los
orígenes invisibles refleja una verdad presente precisamente en la acción de
Dios en la historia. "No por ser grande te elegí; al contrario, eres el
más pequeño de los pueblos; te elegí porque te amo...", dice Dios al
pueblo de Israel en el Antiguo Testamento y así expresa la paradoja fundamental
de la historia de la salvación: ciertamente, Dios no cuenta con grandes
números; el poder exterior no es el signo de su presencia.
Gran parte de los
parábolas de Jesús Indican esta estructura de la acción divina y responden así
a las preocupaciones de los discípulos, los cuales esperaban del Mesías éxitos
y señales muy diferentes: éxitos del tipo que ofrece Satanás al Señor "Te
daré todo esto, todos los reinos del mundo..." (cf. Mt 4, 9).
Desde luego, san Pablo,
al final de su vida, tuvo la impresión de que había llevado el Evangelio hasta
los confines de la tierra, pero los cristianos eran pequeñas comunidades
dispersas por el mundo, insignificantes según los criterios seculares. En
realidad fueron la levadura que penetra en la masa y llevaron en su interior el
futuro del mundo (cf. Mt 13, 33).
Un antiguo proverbio
reza: "Éxito no es un nombre de Dios". La nueva evangelización debe
actuar como el grano de mostaza y no ha de pretender que surja inmediatamente
el gran árbol. Nosotros vivimos con una excesiva seguridad por el gran árbol
que ya existe o sentimos el afán de tener un árbol aún más grande, más vital.
En cambio, debemos aceptar el misterio de que la Iglesia es al mismo tiempo un
gran árbol y un granito. En la historia de la salvación siempre es
simultáneamente Viernes santo y Domingo de Pascua.
El método
De esta estructura de la
nueva evangelización deriva también el método adecuado. Ciertamente, debemos
usar de modo razonable los métodos modernos para lograr que se nos escuche; o,
mejor, para hacer accesible y comprensible la voz del Señor. No buscamos que se
nos escuche a nosotros; no queremos aumentar el poder y la extensión de
nuestras instituciones; lo que queremos
es servir al bien de las personas y de la humanidad, dando espacio a Aquel que
es la Vida.
Esta renuncia al propio yo, ofreciéndolo a Cristo para la
salvación de los hombres, es la condición fundamental del verdadero compromiso
en favor del Evangelio: "Yo he venido en
nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ese
lo recibiréis" (Jn 5, 43).
Lo que distingue al
anticristo es el hecho de que habla en su propio nombre. El signo del Hijo es
su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en
el círculo del amor suyo, cuyas personas son "relaciones puras", el
acto puro de entregarse y de acogerse. El
designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la
forma de vida del verdadero evangelizador; más aún, evangelizar no es tanto una
forma de hablar; es más bien una forma de vivir: vivir escuchando y ser
portavoz del Padre. "No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que
oiga" (Jn 16, 13), dice el Señor sobre el Espíritu Santo.
Esta forma cristológica
y pneumatológica de la evangelización es al mismo tiempo una forma
eclesiológica: el Señor, y el Espíritu construyen la Iglesia, se comunican en
la Iglesia. El anuncio de Cristo, el anuncio del reino de Dios, supone la
escucha de su voz en la voz de la Iglesia. "No hablar en nombre
propio" significa hablar en la misión de la Iglesia.
De esta ley de renuncia
al propio yo se siguen consecuencias muy prácticas. Todos los métodos
racionales y moralmente aceptables se deben estudiar; es un deber usar estas
posibilidades de comunicación. Pero las palabras y todo el arte de la
comunicación no pueden ganar a la persona humana hasta la profundidad a la que
debe llegar el Evangelio. Hace pocos años leí la biografía de un óptimo
sacerdote de nuestro siglo, don Dídimo, párroco de Bassano del Grappa. En sus
apuntes se encuentran palabras de oro, fruto de una vida de oración y meditación.
A propósito de lo que estamos tratando, dice don Dídimo, por ejemplo:
"Jesús predicaba de día y oraba de noche". Con esta breve noticia
quería decir: Jesús debía ganar de Dios a sus discípulos.
Eso vale siempre. No
podemos ganar nosotros a los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios.
Todos los métodos son ineficaces si no están fundados en la oración. La palabra
del anuncio siempre ha de estar impregnada una intensa vida de oración.
Debemos dar un paso más. Jesús predicaba de día y oraba
de noche, pero eso no es todo. Su vida entera, como demuestra de modo muy
hermoso el evangelio de san Lucas, fue un camino hacia la cruz, una ascensión
hacia Jerusalén. Jesús no redimió el mundo con palabras hermosas, sino con su
sufrimiento y su muerte. Su pasión es fuente inagotable de vida para el mundo;
la pasión da fuerza a su palabra.
El Señor mismo,
extendiendo y ampliando la parábola del grano de mostaza, formuló esta ley de
fecundidad en parábola del grano de trigo que cae tierra y muere (cf. Jn 12,
24). También esta ley es válida hasta el fin del mundo y, juntamente con el
misterio del grano de mostaza, es fundamental para la nueva evangelización.
Toda la historia lo demuestra. Sería fácil demostrarlo en la historia del
cristianismo. Aquí quisiera recordar solamente el inicio de la evangelización
en la vida de san Pablo.
El éxito de su misión no
fue fruto de la retórica o de la prudencia pastoral; su fecundidad dependió de
su sufrimiento, de su unión a la pasión de Cristo (cf. 1 Cor 2, 1-5; 2 Cor, 5,
7; 11; 10 s; 11, 30; Gal 4, 12-14). "No se dará otro signo que el signo
del profeta Jonás" (Lc 1 29), dijo el Señor. El signo de Jonás es Cristo
crucificado, son los testigos que completan "lo que falta a la pasión de
Cristo" (Col 1, 24). En todas las épocas de la historia se han cumplido
siempre las palabras de Tertuliano: la sangre de los mártires es semilla de
nuevos cristianos.
San Agustín dice lo
mismo de modo muy hermoso, interpretando el texto de san Juan donde la profecía
del martirio de san Pedro y el mandato de apacentar, es decir, la institución
de su primado, están íntimamente relacionados (cf. Jn 21, 16). San Agustín lo comenta
así: "Apacienta mis ovejas, es decir, sufre por mis ovejas". Una
madre no puede dar a luz un niño sin sufrir. Todo parto implica sufrimiento, es sufrimiento, y llegar a ser
cristiano es un parto. Digámoslo una vez más con palabras del Señor: "El
reino do Dios exige violencia" (M 11, l2; Lc 10, 16), pero la violencia de
Dios es el sufrimiento, la cruz. No podemos dar vida a otros sin dar nuestra
vida. El proceso de renuncia al propio yo, al que me he referido antes, es
la forma concreta (expresada de muchas formas diversas) de dar la propia vida.
Ya lo dijo el Salvador: "Quien pierda su vida por mi y por el Evangelio,
la salvará" (Mc 8, 35).
Los contenidos
esenciales de la nueva evangelización
Conversión
Por lo que atañe a los
contenidos de la nueva evangelización conviene ante todo tener presente que el
Antiguo Testamento y el Nuevo son inseparables. El contenido fundamental del
Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de san Juan Bautista:
"Convertíos". No se puede llegar a Jesús sin el Bautista; no es
posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del Precursor; más aún, Jesús
asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación:
"Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). La palabra griega
para decir "convertirse" significa: cambiar de mentalidad, poner en
tela de juicio el propio modo de vivir y el modo común de vivir, dejar entrar a
Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ya simplemente según las
opiniones corrientes.
Por consiguiente,
convertirse significa dejar de vivir como viven todos, dejar de obrar como
obran todos, dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos, malos,
por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con
los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no
estar pendientes del juicio de la mayoría, de los demás, sino del juicio de
Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no significa
moralismo. Quien reduce el cristianismo a la moralidad pierde de vista la
esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la
comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no
quiero tener autonomía moral, no pretende construir con sus fuerzas su propia bondad.
"Conversión"
(metánoia) significa precisamente lo contrario: salir de la autosuficiencia,
descubrir y aceptar la propia indigencia, la necesidad de los demás y la
necesidad de Dios, de su perdón, de su amistad. La vida sin conversión es
autojustificación (yo no soy peor que los demás); la conversión es la humildad
de entregarse al amor del Otro, amor que se transforma en medida y criterio de
mi propia vida.
Aquí debemos tener
presente también el aspecto social de la conversión. Ciertamente, la conversión
es ante todo un acto personalísimo, es personalización. Yo renuncio a
"vivir como todos"; ya no me siento justificado por el hecho de que
todos hacen la mismo que yo, y encuentro ante Dios mi propio yo, mi
responsabilidad personal. Pero la verdadera personalización es siempre también
uña socialización nueva y más profunda. El yo se abre de nuevo al tú, en toda
su profundidad, y así nace un nuevo nosotros. Si el estilo de vida común en el
mundo implica el peligro de la despersonalización, de vivir no mi propia vida
sino la de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo nosotros
del camina común con Dios.
Anunciando la conversión
debemos ofrecer también una comunidad de vida, un espacio común del nuevo
estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con palabras. El Evangelio crea
vida, crea comunidad de camino. Una conversión puramente individual no tiene
consistencia.
El reino de Dios
En la llamada a la
conversión está implícito, como su condición fundamental, el anuncio del Dios
vivo. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y debe ser también
el núcleo de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es:
reino de Dios. Pero reino de Dios no es una cosa, una estructura social o
política, una utopía. El reino de Dios es Dios.
Reino de Dios quiere
decir: Dios existe, Dios vive, Dios está presente y actúa en el mundo, en
nuestra vida, en mi vida. Dios no es una "causa última" lejana. Dios
no es el "gran arquitecto" del deísmo, que montó la máquina del mundo
y así estaría fuera. Al contrario, Dios es la realidad más presente y decisiva
en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En su conferencia de
despedida de su cátedra en la universidad de Münster, el teólogo Juan Bautista
Metz dijo cosas que nadie se imaginaba oír de sus labios. Antes había enseñado
antropocentrismo: el verdadero acontecimiento del cristianismo sería el giro
antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del
mundo. Luego enseñó teología política, la índole política de la fe; la
"memoria peligrosa"; y, finalmente, la teología narrativa.
Después de este camino
largo y difícil, hoy nos dice: si el verdadero problema de nuestro tiempo es
"la crisis de Dios", la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad
vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía, hablar de Dios y con
Dios.
Metz tiene razón. Lo
"único necesario" (unum necessarium) para el hombre es Dios. Todo
cambia dependiendo de si Dios existe o no existe. Por desgracia, también
nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (si Deus
non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si existe, no influye.
Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único
Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez.
También aquí es preciso
tener presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente
con palabras. No se conoce a una persona cuando sólo se tienen de ella
referencias de segunda mano. Anunciar a Dios es introducir en la relación con
Dios: enseñar a orar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la
vida también la evidencia de su existencia. Por eso son tan importantes las
escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración
personal ("en tu propio aposento", solo en la presencia de Dios), la
oración común "paralitúrgica" ("religiosidad popular") y la
oración litúrgica. Sí, la liturgia es ante todo oración: su elemento específico
consiste en que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración
privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio
divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar
con Dios deben ir siempre juntos. El anuncio de Dios lleva a la comunión con
Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso la
liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios
vivo, sino la concretización de nuestra relación con Dios.
En este contexto
desearía hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Con
frecuencia nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La
liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es que la entiendan. Eso a
menudo tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de
nuestras palabras, la repetición de una serie de palabras que parecen más
inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico,
sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de
técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento muestran que en nuestras
liturgias falta algo.
Precisamente en el mundo
actual necesitamos el silencio, el misterio supraindividual, la belleza. La
liturgia no es una invención del sacerdote celebrante o de un grupo de
especialistas. La liturgia -el rito- se ha desarrollado en un proceso orgánico
a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas
las generaciones.
Aunque los participantes
tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben su significado profundo, la
presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras. El celebrante no es
el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su nombre
propio, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son
las cualidades personales del celebrante, sino sólo su fe, en la que se debe
reflejar Cristo. "Conviene que él crezca y yo disminuya" (Jn 3, 30).
Jesucristo
Con esta reflexión el
tema de Dios ya se ha extendido y concretado en el tema de Jesucristo. Sólo en'
Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el
Emmanuel, el Dios con nosotros, la concretización del "Yo soy", la
respuesta al deísmo. Hoy es muy fuerte la tentación de reducir a Jesucristo, el
Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, sólo a un hombre. No se niega
necesariamente su divinidad, pero con ciertos métodos se destila de la Biblia
un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en los parámetros de
nuestra historiografía. Pero este "Jesús histórico" es una
elaboración, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios vivo (cf. 2 Cor
4, 4 s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito. El así llamado
"Jesús histórico" es una figura mitológica, inventada por diversos
intérpretes. Los doscientos años de historia, del "Jesús histórico"
reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este
periodo.
En los límites de esta
conferencia me es imposible tratar los contenidos del anuncio del Salvador.
Sólo quisiera aludir brevemente a dos aspectos importantes. El primero es el
seguimiento de Cristo. Cristo se presenta como camino de mi vida.
Seguimiento de Cristo no
significa imitar al hombre Jesús. Ese intento fracasaría necesariamente; sería
un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más elevada:
identificarse con Cristo, es decir, llegar a la unión con Dios. Esa palabra tal
vez choque a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad todos tenemos sed
de infinito, de una libertad infinita, de una felicidad ilimitada. Toda la
historia de las revoluciones de los últimos dos siglos sólo se explica así. La
droga sólo se explica así. El hombre no se contenta con soluciones que no
lleguen a la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la
"serpiente" (cf. Gn 3, 5), es decir, la sabiduría mundana, fracasan.
El único camino es la identificación con Cristo, realizable en la vida
sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema
"mistérico", un conjunto de acción divina y respuesta nuestra.
Así, en el tema del
seguimiento se encuentra presente el otro centro de la cristología, al que
quería aludir: el misterio pascual, la cruz y la resurrección.
De ordinario en las
reconstrucciones del "Jesús histórico" el tema de la cruz carece de
significado. En una interpretación "burguesa" se transforma en un
accidente de por sí evitable, sin valor teológico; en una interpretación
revolucionaria se convierte en la muerta heroica de un rebelde.
La verdad es muy
diferente. La cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta
el extremo (cf. Jn 13, l). El seguimiento de Cristo es participación en su
cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte
en nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite
la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).
La vida eterna
Un último elemento
central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida
diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra fe. Aquí quisiera sólo aludir
a un aspecto a menudo descuidado actualmente de la predicación de Jesús: el anuncio
del reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que
nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Por eso,
esta predicación es anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El
hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe
rendir cuentas. Esta certeza vale tanto para los poderosos como para los
sencillos. Si se respeta, se trazan los límites de todo poder de este mundo.
Dios hace justicia, y en definitiva sólo él puede hacerla. Nosotros lograremos
hacer justicia en la medida que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y
de comunicar al mundo la verdad del juicio.
Así el artículo de fe
del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del
Evangelio y es realmente una buena nueva. Lo es para todos los que sufren por
la injusticia del mundo y piden justicia. Así se comprende también la conexión
entre el reino de Dios y los "pobres", los que sufren y todos los que
viven las bienaventuranzas del sermón de la Montaña. Están protegidos por la
certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia.
Este es el verdadero
contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay
justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia.
Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta
verdad. Si tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él
brota para nosotros, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es
decir, la redención, el hecho de que Jesús en la cruz asume nuestros pecados;
que Dios mismo en la pasión de su Hijo se convierte en abogado de nosotros,
pecadores, y así hace posible la penitencia, la esperanza al pecador
arrepentido, esperanza expresada de modo admirable en las palabras de san Juan:
"Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (Jn 3, 20). Ante
Dios tranquilizaremos nuestra conciencia, independientemente de lo que nos
reproche.
La bondad de Dios es
infinita, pero no la debemos reducir a un empalago sin verdad. Sólo creyendo en
el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6),
abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. No es verdad
que la fe en la vida eterna quite importancia a la vida en la tierra. Al
contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida
en la tierra es grande y su valor inmenso. Dios no es el rival de nuestra vida,
sino el garante de nuestra grandeza. Así volvemos a nuestro punto de partida: Dios.
Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas.
El mensaje cristiano es en realidad muy sencillo: hablamos de Dios y del
hombre, y así lo decimos todo.
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