LA VERDAD OS HARÁ LIBRES

 


LA VERDAD OS HARÁ LIBRES

“Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32). La Verdad de Dios arroja fuera la mentira, el error, el engaño en el que viven muchos hombres, es decir, expulsa las tinieblas de nuestra vida. “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). La verdad que Jesús nos revela la podemos expresar en una sola frase: “Mi Padre les ama, como me ama a mí” (Jn 17, 23).

Esta verdad nos revela que Dios nos ama como somos y no por lo que tenemos. La Verdad de Jesús nos revela el rostro de Dios y a la vez nos revela el rostro del hombre; lo que hemos de llegar a ser si vivimos en la verdad, como hijos de Dios, hermanos de los hombres y amos y señores de las cosas. Libres para conocer la verdad; libres para amar y para hacer toda obra buena. La mentira de los hombres es pensar que valen por lo que tienen, por lo que hacen o por lo que saben. Cuando los hombres son iluminados por la luz del Evangelio, cambian los criterios y las estructuras mentales, salen de la mentira del error y del engaño. “Padre, santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad” (Jn 17, 19). La verdad es la que cura; la que libera de las opresiones, de la ley y del pecado. Pero, además, santifica y consagra a los hijos de Dios. Nos introduce en los terrenos del amor, de la justicia y de la libertad, es decir, en los terrenos de Dios porque Dios es amor, justicia y libertad.

Vivir el proceso

“El Reino de los cielos es como un grano de mostaza, que cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra” (Mc 3, 31- 32). Todo es un proceso, con etapas que no se pueden quemar; con leyes que se han de observar. El Reino de Dios y su crecimiento tiene sus exigencias: Creer en Jesucristo y convertirse a Él, dos realidades que significan lo mismo: “Llenarse de Cristo”, llenarse de Vida nueva, sacando fuera lo viejo: “A vino nuevo, odres nuevos” (cfr Mc 2, 22). Las semillas del Reino que Dios ha puesto en el interior de los bautizados, si no se cultivan se quedan estériles, no dan fruto. La vida que Dios nos ha dado en Cristo crece con proporciones ilimitadas. El ritmo del crecimiento lo da el “seguimiento de Cristo”.

El camino de la oración

 “De madrugada cuando todavía estaba oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario, y allí se puso a hacer oración” (Mc 1, 35). Orar es invocar a Cristo que venga en nuestro auxilio en los momentos difíciles. Es invocar el Poder de Dios para que no nos deje caer en tentación y para que nos libre del mal. “Ama a tu enemigo y reza por quien te persiga”. (Lc 6, 27) El amor y la oración son inseparables. Donde hay amor, hay oración. La oración nos ayuda a permanecer y a crecer en el amor. Cuando se ora por los demás es un verdadero servicio a la causa del Reino. Existen ocasiones que no podemos cambiar, pareciera que lo único que podemos hacer es orar, para luego volver a orar y darnos cuenta que la oración es poder que atrae bendiciones de lo Alto sobre las familias, la Iglesia y el mundo. La recomendación de Pablo es muy precisa: “Ante todo recomiendo que se hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres” (1Tim 2, 1).

“No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil 4, 4-5). La oración cristiana, es el primer camino para vencer el mal. Cuando se deja de hacer, ya sea por pereza o por falta de tiempo, se cae el vacío existencial donde reinan los impulsos y los instintos, se comienza a vivir el reinado de la carne: pensamientos y juicios despectivos, palabras groseras y altaneras, desprecios y humillaciones que atentan contra la dignidad de las personas y contra la unidad de la comunidad.

El camino de las virtudes

“Así, pues, os conjuro en virtud de toda exhortación en Cristo, de toda persuasión de amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión, que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual, no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo” (Fil 2, 1-5). En la comunión no hay lugar para los egoísmos, las adversidades o para el individualismo, todo lo contrario, la comunión se sostiene con el cultivo de la vida que nos lleva a tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Este cultivo de la vida es el cultivo de las virtudes, que son armas de luz en la lucha contra el mal que divide y desintegra a las comunidades.

“Por esta misma razón poned el mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad, la piedad, a la piedad el amor fraterno y al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia no os dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo” (2Pe 1, 5-8). Las virtudes cristianas nos perfeccionan, nos hacen fuertes y firmes en el “Camino de la Esperanza”. Camino lleno de experiencias, experiencias liberadoras y gozosas que nos llevan a irradiar el “Buen olor de Cristo”.

El traje de Bodas

“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros, y por encima de esto revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 12-13). Para ponerse el traje de bodas, antes hay que despojarse del traje de tinieblas. Para llenarse de Cristo, antes hay que vaciarse de la falsedad, de la mentira, de toda maldad. Despojarse de sí mismo para revestirse de justicia y santidad. Así lo dice el Apóstol: “Despojaros cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias” (Ef 4, 22). Sólo entonces podremos poseer la “Fuerza de Dios” para buscar y hacer la integración de la comunidad. Seremos capaces de vencer el mal, de dar gloria a Dios y ofrecernos como hostias vivas al Señor (Rom 12, 1).

“Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra  perfecta en la flaqueza. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo, pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 9). El peligro de sentirse fuerte apoyándose en la propia sabiduría está presente a lo largo de nuestra vida. Sentirse fuerte, duro, mejor que los demás es uno de los peligros de la infancia espiritual que muchos nunca logran superar. Sólo un milagro de Dios nos puede abrir los ojos y hacer decir con el corazón: “Nada tengo que no lo haya recibido de Dios” (2 Cor 4, 7).

Generalmente, según la pedagogía de Dios, el camino que nos lleva al verdadero conocimiento de sí mismo es la experiencia de las propias debilidades, las tentaciones, las pruebas, las enfermedades y en las luchas. Sólo cuando hemos experimentado el dominio de la carne y del mal en nuestras vidas nos damos realmente cuenta que “sí no caemos es porque Dios no nos deja caer”, grande es su misericordia. Besar el suelo y tragar tierra es experimentar que somos esclavos de la carne, que se vive en las apariencias, expuestos y sacudidos por cualquier viento e incapaces de permanecer de pie y de relacionarnos de manera apropiada con las personas. Peligro que lleva a perder la identidad de lo que somos.

Jesús viene en ayuda de nuestras debilidades.

Ánimo, el Maestro te llama dijeron los discípulos al ciego de Jericó (Mc 10, 49). Escuchemos el grito de los discípulos que se hundían en las aguas del lago de Tiberiades: “Señor, sálvanos que perecemos” (Mt 8, 25). Escuchemos a Pedro que no pudo seguir caminando sobre las aguas gritarle a Jesús: “Señor, Sálvame” (Mt 14, 31). Caminar sobre el agua es vencer el mal, atarlo, dominarlo y echarlo fuera. Qué hermoso es volver a comenzar, volver nuestra mirada y seguir caminando con Jesús Maestro. La experiencia de la propia debilidad es una condición necesaria para que el Reino se extienda y se manifieste en nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes y acciones. Nos hace ser más misericordiosos con los demás. Dejamos de juzgarlos y de criticarlos, reconociendo que nosotros mismos somos pecadores, y que si no caemos, es porque Dios, en su gran misericordia no nos deja caer.

“Conozco tu conducta, tus fatigas y tu paciencia, y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste sus engaños. Tienes paciencia y has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido el amor de antes. Date cuenta, pues, donde has caído, arrepiéntete y vuélvete a tu conducta primera” (Apoc. 4, 2-5). ¿Cuál es el amor primero? ¿A qué obras nos tenemos que volver? Escuchemos al discípulo amado darnos la respuesta: “El amor no consiste en que nosotros amemos Dios, sino que Él nos amó primero y nos dio a su Hijo Jesucristo (cfr 1Jn 4, 8-10). Volver al primer amor es volverse a las obras que Dios realizó en nosotros cuando nos llamó al servicio, cuando nos sedujo, cuando nos amó primero: “Ustedes no me eligieron a mí, he sido yo quien los eligió a ustedes, y les he encargado que den mucho fruto” (Jn 6, 70). Es el único fruto que da gloria a Dios y que nos une con los hermanos: el Amor.

“Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a Él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos AMÉN”. (Ef 3, 20-21). Solo el amor nos hace iguales a los demás, nos da la reconciliación continua y nos da la justicia que nos hace compartir con todos para que seamos comunidad fraterna, comunidad cristiana que tiene a Jesucristo como Centro, Principio y Fin.

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