LAS DIMENSIONES DE LA OBEDIENCIA CRISTIANA

 Las dimensiones de la obediencia cristiana. 

La salvación que Dios nos ofrece en Cristo tiene dos dimensiones: nos saca del pecado, de las tinieblas, de la esclavitud y nos lleva al reino del Hijo de su amor (Col 1, 13). 

Perdona nuestros pecados y nos da su gracia redentora. En la vida existencial: se abandona el mal para hacer el bien. En un primer momento recibimos a Cristo como “Don” de Dios. En segundo momento lo recibimos como “modelo” a imitar en nuestra vida.

En un primer momento recibimos una obediencia como gracia y en un segundo momento expresamos otra obediencia como respuesta, es nuestra imitación práctica de la obediencia de Cristo. La obediencia como obligación a los superiores o los padres será siempre obediencia a Dios.

 Sin obediencia no hay identidad. San Pablo habla de la obediencia de la fe (Rm 1, 5), a la enseñanza (Rm 6, 17), al evangelio (Rm 10, 16; 2Ts 1, 8), a la verdad (Gál 5, 7), a Cristo (2Cor 10, 5). De lo anterior podemos decir que la obediencia fortalece, afirma y robustece la identidad cristiana, sacerdotal y apostólica. La identidad es el ser con… ser hijo con el Padre, ser hermano con el hermano, ser sacerdote con Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Ser esposo con mi esposa y ser esposa con mi esposo; ser padres con nuestros hijos y ser hijos con nuestros padres. Esto nos enseña que la obediencia al Mandamiento Regio de Jesús, el Señor: “Ámense los unos a los otros como yo os he amado, para que el mundo crea que el Padre me ha enviado” (cfr Jn 13, 34-35), es fuente y causa de identidad cristiana, es por encima de todo, obediencia al Evangelio.

¿Qué hacer cuando la obediencia de un superior se opone a la obediencia a Dios? 

“El que a ustedes escucha a mí me escucha; el que a ustedes desprecia a mi me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me envío” (Lc 10, 16). La voluntad de Dios ha quedado manifiesta en Cristo Jesús, Palabra de Dios hecha carne; La obediencia espiritual a Dios no impide la obediencia a la autoridad visible e institucional; al contrario la renueva, refuerza y vivifica, hasta el punto que la obediencia a los hombres se convierte en criterio para juzgar si hay auténtica obediencia a Dios.

¿Cómo se logra entender la obediencia a Dios? 


San Pablo nos dice: “Porque es Dios quien, según sus designios, produce en ustedes los buenos deseos y quién les ayuda a llevarlos a cabo” (Fil 2, 13). Nos queda claro, es Dios quien toma la iniciativa. Se siente en el corazón el relampagueo de la voluntad de Dios. Se trata de una “moción” o “inspiración” del Espíritu que suele nacer de una palabra de Dios escuchada o leída en algún momento de oración. No se sabe cómo, ni de dónde viene, pero ha llegado un pensamiento, que está allí como algo frágil, más aún, puede ser ahogado por cualquier cosa. Uno se siente interpelado por esa palabra, por esa inspiración; se siente que Dios nos pide algo nuevo y se responde con un “Sí”. Puede ser algo vago y obscuro respecto a lo que pide hacer, cómo hacerlo, pero clarísimo y firme conforme a la sustancia.

 

¿Qué hacer en estas circunstancias? 


No sirve de nada darle vueltas a la mente porque eso no ha nacido de la carne, sino del Espíritu, y la respuesta sólo la puede dar el Espíritu. Lo único que nos queda es orar y volver a orar; esperar orando que Dios realice su Voluntad en nosotros, o que nos use como instrumentos para que realice por medio nuestro, sus planes de vida eterna. Mientras tanto, hemos de depositar la llamada en las manos de los superiores, o de aquellos, que de alguna manera tengan alguna autoridad espiritual sobre nosotros. Se ha de creer que sí es de Dios el llamado, Él hará que sus representantes lo reconozcan como tal.  Uno de los criterios del discernimiento es la inmediatez divina: Seguridad de una vocación en la docilidad eclesial. Por un lado, Dios da la certeza y por otro lado, la Comunidad la confirma.

 

Quiero ser sacerdote, Dios me ha dado la certeza de ello, pero, no quiero someterme al discernimiento de los superiores de la Comunidad o de la Iglesia, lo más seguro es que la llamada no venga de Dios (cfr Gál 1, 18).

 

Obedecer siempre y en toda circunstancia. 

Obedecer a Dios es algo que podemos hacer siempre. En cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes y las obediencias. Cuando Dios encuentra un corazón dispuesto a obedecerlo, se hace cargo de su vida y la conduce por sus caminos hacia la conversión del corazón; hacia la paz y la libertad interior. Digamos también con claridad que obedecer a Dios es algo que podemos hacerlo todos. El camino de la obediencia está abierto a todos los bautizados. Consiste en presentar los asuntos a Dios. No hacer las cosas sin antes haber preguntado a Dios si es su voluntad que las hagamos. Orar para que todo salga bien. Cuando se ama la obediencia, primero se pregunta al Señor y después se actúa. Se trata de renunciar a decidir por sí mismo sin tener en cuenta a Dios, sino que se le da la oportunidad a Dios de intervenir en nuestros asuntos, sometemos nuestra voluntad a la voluntad de Dios.

Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios. En cada momento, en cada circunstancia Dios dirige y gobierna nuestra vida cuando somos dóciles al divino Espíritu. Podemos decir, que el camino de la obediencia a Dios está abierto a todos los bautizados. Cuando se ama a Dios, se le pregunta antes de actuar para que el acto de obediencia no sea una iniciativa nuestra. Renuncio a decidir por mí mismo y le doy a Dios la oportunidad de realizar en mi vida sus designios, su voluntad, su querer; para que todo lo que yo realice, desde hoy sea obediencia a Dios, sea mi “sacrificio espiritual”: Someter mi voluntad a la voluntad de Dios.

 

Para conocer la voluntad de Dios se ha de cultivar el hábito de la oración humilde y confiada, a la misma vez que se ha de cultivar la apertura y docilidad a las mociones del Espíritu Santo que guía a los hijos de Dios y hace de ellos “hostias vivas y santas y agradables a Dios” (Rm 12, 1). La mente mundana y pagana no puede ni quiere conocer la voluntad de Dios, sólo, dejándose renovar en lo más profundo de la mente, puede el cristiano conocer la voluntad divina: lo justo, lo bueno y lo perfecto (cfr Rm 12, 2-3).

 

Amar la voluntad de Dios es amar la obediencia. 

Podemos afirmar con el salmista que cuando la voluntad de Dios se convierte en la delicia de nuestra vida, Él ilumina nuestra mente, purifica nuestro corazón y fortalece nuestra voluntad, y del fondo de nuestro ser brotará siempre el grito más liberador de la historia: “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad” (Heb 10, 7). Seremos personas enamoradas de la obediencia y de la voluntad de Dios, a la misma vez que Dios se complace con todo lo que abarque nuestra actividad pastoral. Escuchemos a personas como Abraham decir: “Aquí estoy” (Gn 22, 1); Moisés: “Aquí estoy Señor” (Ex 3, 4); Samuel: “Aquí estoy” (1Sam 3, 1); Isaías: “Aquí estoy” (Is 6, 8); María: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38); Jesús dice: “Aquí vengo para hacer tu voluntad” (Heb 10, 9).

 

La obediencia del cristiano. 

Jesucristo por su obediencia fue constituido Señor (Flp 2, 11). “Revestido de todo poder, tanto en el cielo como en la tierra” (Mt 28, 18), tiene derecho a la obediencia de toda criatura. “La voluntad del Padre es que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna” (Jn 6, 39-40). Creer en Jesús significa adherirse a su Persona por la fe. Aceptar su palabra como Norma para la vida. Significa amarlo, seguirlo y consagrarle la vida.  Por Jesucristo, por la obediencia a su evangelio y a la palabra de su Iglesia (2Ts 3, 14), alcanza el hombre a Dios en la fe: “Por medio de él recibimos la gracia del apostolado, para que todos los pueblos respondan con la obediencia de la fe para gloria de su nombre” (Rm 1, 5). Por la fe el hombre escapa a la desobediencia original y entra en el misterio de la salvación: Jesucristo, única ley del cristiano. Esta ley comprende la obediencia a los padres (Col 3, 20); a los superiores y a las autoridades humanas legítimas, a los esposos (Col 3, 18); a los maestros (Col 3, 22); y a los poderes públicos, reconociendo en todas partes la autoridad de Dios (Rm 13, 1-7). Pero como el cristiano no obedece nunca, sino, para servir a Dios, es capaz, sí es preciso, de enfrentarse con una orden injusta y obedecer a Dios más que a los hombres” (Hech 4, 19). Cristo es capaz de enfrentarse a toda orden que atente contra la dignidad de las personas.

Si un superior invita u ordena a pecar, o hacer algo contra los Mandamientos de la Ley de Dios, no se le debe obedecer.  Como el caso que un padre de familia, quiere obligar a su hija a casarse con alguien que ella no ama o conoce, porque el Evangelio es más grande que la cultura

 

OraciónDios mío, dame un corazón que ame siempre tu voluntad y dame la fuerza de ponerla en práctica. Deseo obedecerte en todo, tanto, en las cosas pequeñas como en las grandes. Dame Señor la capacidad para captar las mociones de tu Espíritu a lo largo de cada día de mi vida. Qué pueda yo Señor, decir con tu Hijo: “Heme aquí oh Dios para hacer tu voluntad”. Te pido la obediencia a mi Obispo y a tu Iglesia para que a ejemplo de María sea obediente a tu Palabra hasta la muerte.

 

 

 

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