3. LA ARMADURA ESPIRITUAL DEL CRISTIANO


3.      La Armadura Espiritual del cristiano.
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Objetivo: Mostrar la importancia del cultivo de las Virtudes teologales en referencia al conocimiento, al amor y el servicio a Dios, para llevar una vida digna de los hijos de Dios.

Iluminación: “Podéis comer de todos los árboles del Paraíso, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis, porque el día que comieres de él moriréis sin remedio” (Gn 2, 16-17).

1.          Las virtudes teologales: armas de luz.

La Teología de Pablo, resalta la importancia de las Virtudes Teologales en la lucha contra el pecado, fuente de muerte (Ef 2, 1-3), de esclavitud (Rm 7, 14ss) y de enemistad (Rm 5, 11). Para el apóstol las Virtudes Teologales son las “armas del cristiano”, “la armadura de Dios” (cfr Ef 6, 10ss); de ahí la constante invitación a revestirse de Jesucristo.

La Sagrada Escritura nos da algunas listas de virtudes que son manifestación de vida cristiana o de la presencia de Cristo en el interior del creyente: Fe, esperanza y caridad (1Tes 5, 8); santidad y justicia (Ef 4, 23-24); humildad, sencillez, mansedumbre, amor, perdón (Col 3, 12ss), justicia, verdad y bondad (Ef 5, 8-9); verdad, justicia, misericordia, fe, oración, entre otras (Ef 6, 14); prudencia, justicia, continencia, tenacidad, piedad, amor fraterno y caridad (2Pe 1, 5ss). Todas y cada una de estas virtudes son verdaderas armas en la lucha espiritual contra el pecado. Sólo quien las cultive puede apropiarse de las palabras de San Pablo: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 19-20). Cuando se pierde la Gracia de Dios, se vuelve al hombre al natural y aparece entonces, el vacío, el caos y la muerte espiritual (cfr Apoc 3, 15ss).

2.          ¿Por qué la lucha contra el mal?

Tengamos presentes las palabras del Génesis: “Podéis comer de todos los árboles del Paraíso, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comeréis, porque el día que comieres de él moriréis sin remedio” (Gn 2, 16-17). Es la lucha entre el bien y el mal que hoy se desata en el corazón del hombre. San Pablo nos dice lo que realmente sucede en el corazón del hombre: “Realmente mi proceder; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rm 7, 15).

Dios ha puesto frente al hombre la vida y la muerte, el agua y el fuego, la bendición y la maldición (cfr Eclo 15, 16). Dios quiere que todo hombre sea protagonista de su propio destino. El hombre es libre para elegir, y a la misma vez es responsable de su propia historia. El Paraíso, la Creación y la Vida son dones gratuitos de Dios, que se han de recibir con gratuidad y se han de cultivar, según la voluntad de Creador: “Cuida y cultiva” (Gn 2, 15).

3.             Cultiven el barbecho del corazón.

Cuidar y cultivar (Gn 2, 15) todos los talentos, cualidades y valores que Dios ha puesto en el corazón del hombre, como “semilla” para ser cultivada hasta alcanzar la madurez humana en la donación y en la entrega a los demás. Nuestra lucha es contra el pecado que está en nuestro interior como deseo o como tendencia hacia el fruto prohibido: Los bienes ajenos, la mujer del prójimo, el deseo de dominar a los demás, ser como dioses y el deseo de destruir a los otros con el poder de la envidia para ser amos y señores de una Creación que pertenece a todos (cfr Rom 13, 9).

2.         Dos estilos de vida: la carne y el espíritu.

La realidad es que todo ser humano es una “Perla preciosa:” “La Dignidad humana”, sede de valores, derechos, deberes y virtudes; lleva en sí misma un “tesoro” que debe proteger y cultivar, sin cultivo no hay frutos. Jeremías nos habla del “cultivo del corazón” y no sembréis sobre cardos (Jer 4, 3). Lo que se siembra es lo que se cosecha, nos dirá el apóstol Pablo: “Así que hermanos no seamos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis.  Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rm 8, 12-13). La carta a los Gálatas nos explica la realidad de la lucha espiritual entre la carne y el espíritu como dos realidades que son entre sí antagónicas (cfr Gál 5, 16-17).


3.          La caída.

El hombre en los orígenes de su historia, rechazó el Plan de Dios, quiso ser independiente, desobedeció y tuvo que abandonar el Paraíso, dejando a sus descendientes un plan de muerte y no de vida. Pero gracias a Dios que en Cristo Jesús, el hombre puede volver al Paraíso y comer de los frutos del árbol de la Vida (Apoc 2, 7). Puede recuperar la libertad perdida y ser nueva creatura (2Cor 5, 17). “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál 5, 1). El cristiano lucha para no perder la “libertad Interior”; para no perder la “Paz” que ha recibido como gracia de Dios, lucha para no caer  en la opresión y en la esclavitud del pecado (Gál 5, 2). Y, para dar frutos permanentes de “Vida eterna”. Sin lucha no hay victoria, y sin ésta, no comeremos del Árbol de la Vida; sin victoria no hay corona de la gloria, ni vestidura blanca, como tampoco nos sentaremos a la derecha del trono de Dios (cfr Las siete cartas del Apocalipsis 2-3).

4.         Los Santos y las Virtudes Teologales.

Sin santidad, nadie verá al Señor, nos dice la carta a los Hebreos (12, 14). Una vida en la carne no es grata a Dios (Rm 8, 8). No podemos pretender servir a dos señores, de la mezcla de las cosas de Dios y una vida mundana y pagana, resulta la tibieza, y los tibios, son expulsados de la presencia de Dios según las palabras del Apocalipsis: “A los tibios los vomitaré de mi boca” (Apoc 3, 16).

Cuando no vivimos y practicamos las virtudes teologales, estamos lejos de la santidad a la que somos llamados por Dios. (1Tes 4, 3). Santos somos todos los que pertenecemos al Pueblo de Dios, según las palabras de la Escritura: “A la Iglesia de Dios que está en Corinto; a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1Cor 1, 2). La Santidad es la vocación de toda bautizado, a este llamado se ha de dar una respuesta con la misma vida. Hoy podemos decir que santo es el que ama al Señor y lucha para defender su Fe, su Esperanza y su Caridad para permanecer en Comunión con el Dios uno y trino, llegando así a dar frutos de vida eterna.

La clave para vivir en santidad es la comunión con Cristo: “Sin mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 7). A esta comunión somos llamados y entramos en ella mediante la escucha de su Palabra, la práctica de los sacramentos y la obediencia de la fe: “Permanezcan en mi palabra, seréis mis discípulos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (cfr Jn 8, 31-32). Libres de todo vicio y pecado, y libres para amar. Somos santos en la medida que amemos a Dios y al prójimo. El amor cristiano y fraterno es una participación de la vida nueva que el Padre en Cristo nos da gratuitamente.

Para que un cristiano sea canonizado en la Iglesia se ha de comprobar que vivió las virtudes cristianas de modo heroico.  Santo es aquel que se gasta por amor a Cristo en servicio a sus hermanos, lucha contra el pecado y sus propias debilidades. Ha vivido un proceso de conversión y purificación, de práctica y vivencia de las todas las virtudes que hay en Cristo.

5.          Las virtudes teologales y los Sacramentos.

La vida de fe, esperanza y caridad nace y se desarrolla en el encuentro del hombre con Cristo, de una manera especial, a través de los Sacramentos por medio de los cuales se adhiere y entrega a Cristo. El hombre nuevo nace y vive por la celebración del Misterio de Cristo, bajo la acción del Espíritu. El hombre nuevo es el hombre de la Celebración, de la Liturgia, de la Fiesta, y por lo tanto, es el hombre espiritual que se goza con las cosas de Dios: la escucha de su Palabra, el guardar sus Mandamientos, la práctica de la justicia, la vida de piedad y la búsqueda de la felicidad para los demás. Los grandes momentos de la vida de fe están significativamente configurados por la presencia eficaz del Espíritu en la Liturgia.

Por el Bautismo, sacramento del nacimiento a la fe y de la incorporación a Cristo (Gál 3, 26); la Confirmación, sacramento del testimonio de la fe; la Penitencia, sacramento de la reconciliación, misterio de misericordia y de conversión; la Eucaristía, sacramento del Pan de Vida y celebración de la Pascua del Señor; la Unción de los enfermos, sacramento de la esperanza cristiana frente al dolor de la enfermedad y de la muerte; el Orden, sacramento del servicio a la comunidad de los creyentes; el Matrimonio, sacramento del amor humano, signo de fidelidad definitiva y de paternidad sabia y responsable (Cfr. LG 11). En todos y cada uno de los Sacramentos, el cristiano puede encontrarse con Cristo y con la Comunidad eclesial por la acción del Espíritu Santo.




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