Jesús es Señor para gloria del Padre.

Iluminación: “Por eso Dios lo exaltó y le
otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda
rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios Padre.” (Flp 2, 9- 11)
La
fe de la Iglesia. “Nadie hablando con el Espíritu de Dios, puede
decir: “Anatema sea Jesús”; y nadie puede decir: “Jesús es Señor”, sino con el
influjo del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3) Dios ha abierto a los hombres
un camino que pasa por los acontecimientos de la salvación: muerte y
resurrección de Jesús. Camino que no nace del silencio sino de la escucha. Es
el camino del Kerigma: ¡Jesucristo ha muerto! ¡Jesucristo ha resucitado!
¡Jesucristo es el Señor! Esta es la fe
que los apóstoles trasmitieron a la Iglesia y que ella quiere hoy día despertar
en cada uno de los bautizados e incluso en las mismas piedras. Jesús de
Nazareth, el profeta que murió en la
Cruz por los pecados de todos los hombres, ha resucitado y ha
atravesado los cielos para sentarse a la derecha del “Trono de Dios” y ha sido
constituido “Señor y Cristo”. (Hch 2, 36)
¿Qué significa el término Señor? Para los judíos
el Nombre de Dios es tan sagrado que nadie se atreve a pronunciarlo. Sólo el
Sumo Sacerdote el día del YomKippur,
o día de la “Gran expiación”, llevando en sus manos la sangre de las víctimas
entraba en el lugar “Santo de los Santos” y en presencia del Altísimo
pronunciaba el nombre de Dios. Era el Nombre que Dios le había revelado a
Moisés en medio de la zarza ardiendo, compuesto de cuatro letras, que a nadie
le era lícito pronunciar el resto del año. Se sustituía con el nombre de Adonai, que quiere decir Señor.Adonai que en griego se dice Kyrios, en latín se dice Dominus y en español, Señor.
Por la Obediencia del Hijo. San Pablo nos
dice que Jesús por su obediencia recibió el Nombre que está sobre todo nombre…y
que toda lengua proclame y toda rodilla se doble “Jesucristo es Señor” para
gloria de Dios Padre. (Flp 2, 8-11) Lo que Pablo quiere expresar con la palabra
Señor es precisamente aquel Nombre que proclama el Ser divino. El Padre ha dado
a Cristo su mismo Nombre, y su mismo
Poder. Esta es la verdad inaudita que encierra nuestra fe cristiana:
“Jesucristo es el Señor” “Jesucristo es “El que es”, el Viviente. Es Dios con
nosotros. Pero Pablo no
es el único que proclama esta verdad: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre,
sabréis que YO SOY”, nos dice san Juan en su Evangelio. (Jn 8, 24). Y también
dice: “Si no creéis que YO SOY, moriréis por vuestros pecados”. La remisión de
los pecados tiene lugar ahora en ese Nombre, en esa Persona, en Jesús, el Hijo
amado del Padre.
Para san Juan
el Nombre divino está íntimamente ligado a la obediencia de Jesús hasta la
muerte: “Cuando levantéis al Hijo del
Hombre sabréis que Yo Soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como
el Padre me ha enseñado” (Jn 8, 28) Jesús no es Señor contra el Padre o en
lugar del Padre, sino “para la gloria del Padre”.
Esta hermosa
Verdad que es un secreto, que está vedada para el mundo, hoy la Iglesia nos la revela, nos
la entrega a los que hemos creído en el que Dios ha enviado, lo hemos aceptado
como nuestro Salvador y ahora nos invita a aceptar su señorío sobre nuestras
vidas. Ese dominio de Dios que fue rechazado por el pecado ha sido sustituido
por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. En Jesús y por Jesús Dios ha vuelto
a reinar desde la “Cruz” por eso que toda rodilla se doble y que toda lengua
proclame que Jesús es Señor: “Para eso
murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos”. (Rm 14,9)
La fuerza objetiva. La fuerza objetiva de la
frase “Jesús es el Señor” reside en hecho de que hace presente la Historia. Esa
frase es la consecuencia de dos acontecimientos fundamentales: Jesús “murió por
nuestros pecados y Jesús resucitó para
nuestra justificación”. (Rm 4, 25) Por eso Jesús es el Señor. Hoy y aquí se
hacen presentes con toda su fuerza sí los proclamamos con fe, es decir, sí
aceptamos a Jesús en nuestra vida y nos sometemos a su voluntad: “Haced lo que
Él os diga”, nos dice María la madre en las Bodas de Caná (Jn 2, 5) Ninguno de
nosotros tenemos un retrato del Espíritu Santo, pero, gracias a su acción y a
sus manifestaciones, todos podemos ver hoy día al Señor Jesús.
“Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tú
corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10, 9) Co
el corazón se cree y con los labios se confiesa que Cristo está vivo, que
Cristo Reina, que Él es Señor. Recordemos
una de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Un buen día
después de la pascua, a Pedro se le ocurrió ir a pescar, algunos discípulos se
fueron con él. Pescaron toda la noche sin conseguir nada, al amanecer apareció
en la orilla un hombre que se puso hablar con ellos desde lejos. De pronto en
el discípulo que Jesús amaba, se
encendió una luz en su corazón y exclamó: “Es el Señor” (Jn21, 7). Y entonces
todo cambió en la barca.
Con razón dice
san Pablo que nadie puede decir: “Jesús es el Señor” sino es bajo la acción del
Espíritu Santo” (1 Co 12, 3) Cuando la Palabra es escuchada con fe se hace “viva y
eficaz” por la fuerza del Espíritu Santo que actúa en ella. Se trata de un acontecimiento
de gracia que podemos preparar, desear y favorecer, pero, no provocar por
nosotros mismos. Puede por gracia de Dios ardernos el corazón al estar
escuchando la palabra del Kerigma como ardía el corazón de los discípulos de
Emaus cuando Jesús les abrió la mente y les explicaba las Escrituras, pero,
también puede que no sintamos nada y que sólo nos demos cuenta de lo que
realmente está ocurriendo hasta después de algunos años.
El
aspecto subjetivo. En la frase “Jesús es el Señor” hay también un aspecto
subjetivo, que depende de quién lo pronuncia. En los evangelios los demonios
nunca pronuncian este título de Jesús. Ellos llegan a decirle: “Tú eres el Hijo
de Dios” y “Tú eres el Santo de Dios” (Mt 4, 3; Mc 3, 11) Pero nunca los oímos
exclamar: “Tú eres el Señor”. Decir: “Tú eres el Hijo de Dios” es reconocer un
dato que ellos no pueden cambiar. Pero decir “Tú eres el Señor” es algo muy
distinto. Implica una decisión personal. Implica reconocerlo como Señor y
someterse a su dominio. Si lo hiciesen dejarían de ser demonios y se
convertirían en ángeles de luz.
Aceptar a Jesús
como Señor implica entrar libremente en el ámbito de su dominio. Es como decir:
Jesucristo es mi Señor porque Él murió por mis pecados y resucitó para darme
vida eterna y ahora yo, libre, consciente y amorosamente me entrego a Él y me
abandono en sus manos para que haga en mi, su Voluntad.
Esto implica aceptar a Jesús como Salvador, como Maestro, el Señor de nuestra
vida y de nuestra historia. Someter a Él toda la existencia para que sea el
“Alfa y Omega”, el “Centro de nuestra vida”. San Pablo lo expresa con esta
hermosa realidad, diciendo: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno
muere para sí mismo. Sí vivimos, vivimos para el Señor, tanto, en la vida como
en la muerte somos del Señor. (Rm
14, 7-8).Él es la razón y el sentido de mi vida, por
eso puedo decir “Yo vivo para Él y ya no
vivo para mí”.
Vivir el Señorío de Cristo. Cuando
Jesús es el Señor de nuestras vidas podemos decir con el Apóstol: Vivir para sí
mismos es muerte, mientras que vivir para el Señor es “Vida en abundancia” (Jn
10, 10). Antes de que existiesen los Evangelios, existía ya esta noticia:
“Jesús ha resucitado” Él es el Mesías, “El es el Señor”. (Hech 2, 36) En esta
noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya, como una semilla, toda la
fuerza de la predicación evangélica. Esta predicación es el origen de la fe.
Pero, no basta con decir: “Jesús es el Señor”; es preciso además que toda
“rodilla se doble”. No son dos cosas separadas, sino una sola cosa. Quien
proclama a Jesús como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla, es decir
sometiéndose con amor a su realidad, doblando la propia inteligencia a la fe.
Se trata de renunciar a la propia seguridad y a los propios razonamientos que
nos da la sabiduría de este mundo para obedecer a la verdad una vez que la
hemos encontrado. Aceptar el Kerigma implica estar “dispuestos a someter a
Cristo todo pensamiento, todo lo que tengo y todo lo que soy” (2 Co 10, 4-5) En otras palabras, es
necesario estar en la cruz, porque toda la fuerza del señorío de Cristo brota
de su Cruz.
“No me
avergüenzo de la cruz de Cristo”, (Rm 1, 16) y
no me avergüenzo del Kerigma, la tentación es fuerte. ¿Qué sentido tiene hablar
de que Cristo ha resucitado y de que es el Señor, mientras que a nuestro
alrededor existen problemas concretos que acosan al hombre: el hambre, la
injusticia, la guerra…? En la época de Pablo unos pedían sabiduría, mientras
que otros pedían milagros. Hoy una parte del mundo pide justicia y otra pide
libertad. Pero nosotros predicamos a un Cristo crucificado y resucitado (1 Co
1, 23) porque estamos convencidos de que en Él tienen su fundamento la
verdadera justicia y la verdadera libertad. Un velo grueso cubre la mente de
muchos hombres, aún cristianos, pero cuando se vuelvan hacia el Señor y
descubran el señorío de Cristo, se les quitará el velo. (cfr. 2 Co 3, 15-16) no
antes. Cuando profesemos con nuestros labios y doblemos nuestra rodilla; cuando
sometamos nuestra voluntad y aceptemos a Jesús como “Centro, Principio y Fin de
nuestras vidas”, entonces “veremos como en un espejo la Gloria del Señor” (2 Co
15-16) y exclamaremos con las primeras comunidades: Maranatha”, es decir “Ven
Señor Jesús.
¿Cómo vivir el señorío de Cristo? Viviendo en
comunión con Él. En la amistad con el Señor para poder decir con Pablo: “Mi
vida es Cristo”. Esto implica guardar sus Mandamientos y ser dóciles a la
acción del Espíritu Santo para sumergirse en la voluntad de Dios manifestada en
Cristo, para llegar a decir con Él: “Mi alimento es hacer la voluntad de mi
Padre y llevar s cabo su obra” (Jn 4, 34) Con la ayuda del Espíritu de Dios,
purificar el corazón de apegos, ataduras ídolos para llegar a ser totalmente de
Dios. “No vivo yo es Cristo quien vive en mi
y la vida que ahora vivo la vivo de mi fe en Aquel que me amó y se
entregó a la muerte por mí” (Ga 2,19- 20) Hasta alcanzar el sentido de pertenencia a Cristo: “Todo ha sido
sometido bajo los pies de Cristo”. Todo: mente, corazón, cuerpo, tiempo,
familia, riquezas, salud, enfermedad, amigos, presente, pasado y futuro. (Cfr.
1 Co 3, 21- 23) Y aceptar las contradicciones que la vida nos presente:
Pruebas, luchas, tentaciones: “A los vencedores los sentaré conmigo en mi
trono”. (Apoc 3, 19) El trono de Cristo
es la cruz, y ésta es el lugar por excelencia para vivir el señorío de Cristo:
“Estoy crucificado con Cristo”. (Gál 2, 19)
Oración. Señor Jesús quiero, hoy,
entregarte mi mente, mi corazón y mi voluntad. También te entrego mis
debilidades, mi pasado, mi presente y mi futuro, en otras palabras me abandono
en tus manos para que Tú hagas en mi tú voluntad, por lo que Tú hagas conmigo,
yo te doy gracias.
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